One of these mornings
You’re gonna rise, rise up singing
You’re gonna spread your wings.
Summertime
Yo debí vivir en los años 60, le digo a Andrea mientras escuchamos, alucinados, perdidos en la bruma crepuscular de aquel olvidado pueblo de mar, el primer tema que el pequeño reproductor hace estrellarse contra los arrecifes. Nadie canta como Janis Joplin, con esa voz imponente y psicodélica, mezcla única de rock and roll y blues y alcohol, drogas y sexo, pienso mientras beso a Andrea como si besara ahora a la mismísima chica rubia de Port Arthur.
En los 60, debí haber vivido en los 60, le repito imaginándome en aquellos días del Woodstock Music & Art Fair en 1969, gritando y coreando los temas de The Who, Jefferson Airplane, Joan Báez, Johnny Winter, Creedence, Jimi Hendrix, Santana y Janis Joplin.
Sí, Janis Joplin con The Kozmic Blues Band en “Raise Your Hand”, “As Good As You’ve Been To This World”, “To Love Somebody”, “Kozmic Blues”, “Summertime” y “Piece of My Heart”.
Andrea me besa y siento un falso sabor a alcohol y marihuana, como si estuviéramos en Woodstock.
Y con el beso, un deseo incontrolable de seguir quitándole la blusa más rápido de cómo lo estaba haciendo, y que ella acabara de bajarme el pantalón que se resistía en la hebilla del cinto.
No aquí, claro.
No me gustan los desfiles ni los contingentes, ni el estado de alerta perenne sobre mi cabeza.
Pero sí en los 60, Andrea, y apoyé mi cabeza sobre su pecho desnudo. Sus senos pequeños y blanquísimos.
No sé, quizá en Francia o en los Estados Unidos, le insistí minutos después, aunque lo que menos le interesa a ella, a Andrea, en ese momento, son mis falsas añoranzas hippies, ahora que había logrado desabrochar el pantalón, ahora que ensalivaba con su lengua mi cuerpo.
Recostado en las piedras de la costa, mientras me doy un trago largo del ron más barato que pudimos comprar, pienso que Andrea tiene cierto parecido a Janis Joplin. Quizá en la larga cabellera rubia y alborotada que acaricio con mi mano, y su piel muy blanca, blanquísima, como la arena casi virginal de ciertas zonas de la costa en que estamos ahora.
No le veo muy bien el rostro –aunque sus labios me parecen a los de Norah Jones–, pero de todas formas algo en ella me recuerda a la serena, desbordada y rara hermosura de Janis.
Después de repetir como cinco veces el disco, nos disolvemos entre tragos de alcohol barato y la poca hierba que hemos conseguido. Pasamos la noche revolcándonos en el suelo arenoso: parte peces, parte reptiles, parte mamíferos, parte seres humanos, parte dioses…
No supe cuándo se agotaron las baterías del reproductor.
Ni cuándo terminó el último sorbo de aquella botella.
No supe nada más…
Al despertar tenía a Andrea con su cabeza en mi pecho. Desnuda y con una belleza abrumadora que solo otorga el éxtasis total. Andrea, con sus magníficos 27 años a mis pies.
La misma edad de Janis Joplin cuando murió de sobredosis un sábado de 1970 en Los Ángeles.
La misma cabellera rubia, cuando intento despertarla.
La misma piel blanquísima, hoy sábado.
Amanece.
Le recojo el cabello detrás de la oreja casi traslúcida.
Le susurro su nombre al oído.
Andrea… Una vez más, Andrea.
Intento despertarla por tercera vez, la agito, gritó su nombre, pero Janis no reacciona.
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Erian Peña Pupo. Periodista, poeta, narrador, ensayista, crítico de arte. Ha sido galardonado en varios certámenes; el más reciente, con su libro de cuentos Own corner, el Premio Eliecer Lazo, auspiciado por la Asociación Hermanos Saíz, de Matanzas.