Estamos a cinco de profundidad
A Gabriela, amada mía
tú y yo
reacios al tiempo
y su desmontaje
y sus conjeturas
entre la intermitencia de nuestros besos
deshaciéndose
estamos tomados de las manos
al filo de los segundos
observando la caída
hacia la oscuridad del reloj
nos preguntamos por las huellas
de los pensamientos
y de los sueños que nos dedicamos
a dónde irán
cuando ya nadie esté
y las palabras, muertas
como este o aquel poema
dejen de re-crearnos
cuando nuestro último suspiro
se pierda en el viento
estamos a cinco de profundidad
tú y yo, amor mío,
con la mirada agrietada
de frente contra el tiempo
y su inefable beso
y su golpeteo,
entre los gusanos
y las estrellas y el cielo
Estas últimas noches he soñado
que soy un perro callejero
pero no uno de los que nacen
detrás de una vulcanizadora
alimentado por 40°
y el arroyo de aceite
surcando la tierra;
tampoco de los que buscan calor
en el cuerpo muerto de mi madre
ni vagué tembeleque por la federal
mientras mis hermanos, uno a uno,
eran rescatados por la ternura
que a mí me arrebataron
desde la panza
o eran consumidos
por el desierto que es la existencia
o eran condenados a la muerte
intentando cruzar al otro lado
sin saber qué esperar allá;
no, no me soñé capturado
por algún verdugo de panza ancha
ni ataron mi futuro
a una cadena oxidada
ni me golpearon con saña
hasta agotar mi paciencia;
no afilaron mi ladrido
con el miedo de la vara
ni fortalecieron mis huesos
con su grito furioso e incomprendido,
no pude presumir mis costillas
que atravesaron mi piel huyendo del verdugo
pero soy un perro callejero
a mí me aventó una moto
a la mitad de la periferia
mi bautizo fue en un charco de lodo
-mi madre no asistió,
a mi padre nunca lo conocí-
surgí del fango con el hocico desfigurado
y una pata descompuesta;
fui abriéndome camino
entre los cadillos punzantes
y la hoguera que es el llano;
mis ojos, dos hormigueros,
ramas de mezquite quebrado
son mis patas;
a mi me dio de comer la calle
con sus huesos de plástico
sus ubres metálicas
me amamantaron
me arrastré con la mirada del sol
quemándome los pelos
hasta gastarme las ganas de vivir
y descansar mi alma tullida
bajo un puente
por fin la sombra reposando
en mi piel
esa muerte me viene a veces
justo antes de abrir los ojos
y desear no haber despertado.
La autodestrucción es un acto de fe (acto 1)
lo descubrí en el dos mil quince,
mientras vomitaba en el suelo
cinco litros de estrellas etílicas.
en el golpeteo de la noche
todo acto de fe es montaje,
en el cielo la luna es una grieta.
me gusta apagarme los cigarros
en la grieta de la panza,
en la mitad del cielo estrellado
que miro todos los días
en el reflejo del televisor.
la destruccion automática del yo
observar el mal posicionamiento de mi columna vertebral,
ajustarme la sonrisa 35 grados al noreste
y notar el desbalanceo entre mi cabeza
acaso una nube a punto de estallar
y las uñas de mis pies
cuando vomito me imagino
que soy un dragón
autosabotamiento medieval
incluso siento escamas en las piernas
y una comezón debajo de la axila.
La auto-destrucción es re-descubrimiento que es contra-dicción
lo descubrí a las tres de la madrugada
luego de escuchar aquella canción
los derrumbes también poseen nombre de recuerdo
pensé
la luna también vomitaba estrellas
yo cruzaba los dedos
y tensionaba la garganta
autoindeterminación del instante
el reflejo de la botella no era yo
solo un segundo disfrazado de existencia
definiendo la costura de mi no-cuerpo
en la fría piel de la botella
el reflejo del agua del inodoro sí era yo
o por lo menos mi rostro jadeante
agotado de arrojar fuego
pedazos de estómago chamuscado
recuerdos arrumbados en la artillería
autodefensa del yo lírico
La autodestrucción es un acto de fe (acto 2)
Toda la vida pensé
que sólo en las iglesias
el pan se convertía en carne
y en sangre se transmutaba el vino
hasta que llegó aquel día
-apenas recuerdo que fue
algún día del dos mil quince-
mi rostro cada vez más cercano
a su relieve naturalmente caótico
se miraba fijamente
a través de los prismas
que caían del cielo
una gota era mi ojo derecho
mas pequeño que el zurdo
en cierto momento nocturno de mi vida
en el que me sentí
todo menos mi propio reflejo
los días aquellos
mis manos apestaban a cigarro
-es cierto, mi perfil era
el de los poetas malditos de provincia
a lo Bob Dylan
melancólico rojillo sólo a veces
y poeta
sobretodo poeta
con una lira atravesada en el pecho-
ahí iba yo
con síntomas de anexo municipal
tenía la edad en la que la autodestrucción es un acto de fe
una apuesta al futuro demoníaco
esa inconsistencia en el reloj
la negritud del no sé cómo
pero sobreviví
Taxonomía
hoy levanté una piedra
y de ahí salieron despavoridos
ciegos y parlanchines
una plaga de poetas
con la sonrisa trazada de oreja a oreja
y los ojos carcomidos de verso
y la cabeza ida en algún velorio metafísico
no eran escritores
me cercioré de eso
eran poetas taciturnos suicidándose
en el filo de una estrella ebria
y aunque intenté matarlos
de un solo pisotón
eran una enorme masa amorfa
los había de todos los colores y complexiones
se arrastraban sobre las alcantarillas
declamando gritos inconexos
y evangelios cerebrales
se movían en manadas metafóricas
intentando sobrevivir del apocalipsis
al que la gente nombra mañana
yo los vi lo juro
abriendo el hocico
con sus afiladas palabras
escurriéndoseles en infinitos ríos
mareos supraterrenales
eran como una plaga de hipérboles andantes
cruzando el suelo minado de perífrasis
y de bermejos empotramientos
los vi con mis ojos retoricándose
pero no pudes detenrle el gudano
que tienen por lengua
al final saqué el dinero de la cartera
y les compré sus bolsas de palabras
ellos tan poéticamente abstractos
yo tan pendejamente inocente
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Andrés Gómez (Silao, 1996): Editor de la revista Granuja. Ha sido miembro del Fondo para las Letras Guanajuatenses en 2015, 2017 y 2020. Su obra ha sido publicada en las antologías Círculos de agua (Ediciones La Rana, 2018) y Diez poetas de Guanajuato 1982-1996 (Punto de Partida, 2018); y en las revistas Estrépito, Hermanas de Shakeaspeare, Monolito, El canto del ahuehuete, Polen UG, Favor de Interrumpir, y El ocaso de las letras.