Todos tenemos muchas vidas, aunque siempre un único carácter. Heráclito, ese griego que todos conocemos por anunciarnos que no es posible sumergirse dos veces en el mismo río, nos lo advirtió: un carácter es un destino. En mi otra vida fui abogada; el trabajo (y mi carácter) me condujo a más de un destino. Cabalísticamente, el nombre de todas las ciudades a las que me trasladé empezaba con la letra M: Miami, Milán, Madrid. Con esa información, Gustav Meyrink habría escrito una secuela de El Golem para Netflix, pero lo que yo hice fue mucho menos rentable y creativo: embalar y llenar cajas, muchas cajas.
Mudarse de ciudad y de país es un flagelo autoimpuesto de melanco-economía: ¿qué conservo y qué desecho? Cambiar de sitio, por fortuna, no es solo perder cosas y paisajes y despedirse, sino también es un ejercicio de apertura a lo nuevo. Mudarse es también recibir el tiempo en azotes y de a ráfagas. Por un lado, la nostalgia, que nos envía de vuelta al pasado de tardes de palmeras frente al mar en Miami Beach o a cielos milaneses rabiosamente dorados como la Madonnina del Duomo y a un vértigo de caras de amigos cuyos ojos se arremolinan, superponen y preguntan cuándo vuelves o si vuelves.
Por el otro, la esperanza que nos proyecta a un siempre mejor y más deseable futuro, aunque ya se sabe que el futuro no es más que la conjugación de un tiempo gramatical pero con gran poder consolatorio. Nostalgia y esperanza, esos vaivenes del tiempo, son los dos sentimientos que me impulsaron a escribir. Me puse a ello como quien participa de un juego secreto cuando la memoria y la piel, discos duros y erráticos, desbordaban de recuerdos y anhelos incumplidos.
Escribir fue un modo de conservar por escrito aquello que iba dejando detrás de mí en la vida real y en los sueños, esas biografías no cumplidas: familia, amigos, geografías. La escritura fue una suerte de Medusa de tinta que consiguió petrificar esas ausencias y convertirlas en pequeños memoriales. Esas recolecciones por escrito, esas fotografías hechas de letras (del pasado o del futuro como en ese genial cuento de Cortázar, Las babas del diablo, que Antonioni adaptó a una película titulada Blow up) adquirieron cuerpo y fueron personajes. Y los personajes movieron sus hilos y tejieron tramas que, de pronto, se fueron ampliando y blow up, hasta dar con la forma de un primer cuento. Escribo blow up, porque, en jerga fotográfica, significa justamente eso: aumentar, agrandar, hacer crecer, pero, además, en sentido amplio, blow up quiere decir explotar, hacer volar por el aire.
La abogada que fui le aconsejó a la escritora que soy que antes de hacer volar por los aires las normas o las reglas del arte (la techné, que diría otro griego en su Poética) hay que conocerlas. Porque escribir es un juego muy serio y escurridizo en el que hay que proceder con calma: quien lo probó lo sabe. Como dice Cortázar en el cuento citado, Nunca se sabrá cómo hay que contar (…), si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada.
Nunca se sabrá muy bien cómo hay que escribir, aunque se hayan escrito decenas de libros. Porque de eso va también este oficio: de reglas, sí, y del misterio. Un misterio casi sagrado pero sin Dios. Quizá porque sabía que no iba a venir ningún Moisés con tablillas, escribí yo sola y para mí unos mandamientos. Para tenerlos en cuenta a la hora de escribir un cuento. O para destrozarlos y darme otros nuevos en la próxima ciudad con M a la que el destino y mi carácter me conduzcan: ¿Moscú, Marrakech o Marte? Dicen así, se los comparto si me prometen usarlos con moderación:
1. Amarás la primera frase de tu cuento por sobre todas las cosas: puede ser tu paracaídas o tu lastre.
2. No tomarás el santo nombre de cuento en vano. Que escribirlo se asemeje a pintar una ventana que se entreabre. Sé generoso: deja a tu lector dar la pincelada última. Arrepiéntete: tacha y elimina. En un cuento suprimir es completar.
3. Santificarás las juergas. Un buen cuentista debe obligarse a la haraganería: juega, diviértete, distráete, convoca lo invisible. La ejecución de lo que has imaginado es posterior y se llama oficio y disciplina.
4. Escribirás para ser otro pero desde ti. Un escritor es un arqueólogo de sí mismo.
5. Buscarás la palabra exacta. El silencio no envejece. Las palabras lujosas, sí.
6. No sacrificarás el asombro: mira hasta encontrarlo, aunque tengas que pulverizarte los ojos. No hay mayor lujuria que observar y luego recordar para escribir, sin descuidar los detalles. El misterio de la vida se revela en lo mínimo.
7. No juzgarás a tus personajes, aunque cometan actos impuros, y no dejarás que se excedan por tus páginas como marqueses libertinos: no eres su amo, tampoco su siervo.
8. Escribirás desde el ímpetu interior. Sin ese vértigo que te convoca no acertarás a escribir nada verdadero.
9. Amarás a tus muertos, amarás todas tus pérdidas. Bendito sea lo que fue maldito si sirve para tu cuento. Un escritor es alguien que con ausencias y cicatrices construye un personaje de carne. Procura que tu obra sea un monumento digno de tu soledad. 10. Preservarás el misterio: un buen cuento se acaba pero nunca se termina.
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Valeria Correa Fiz (Rosario, Argentina) es abogada y autora del libro de relatos La condición animal (Páginas de Espuma, 2016), que fue seleccionado para el IV Premio Hispanoamericano de Cuento “Gabriel García Márquez” y finalista del Premio Setenil 2017, y de los poemarios El álbum oscuro, distinguido con el I Premio de Poesía “Manuel del Cabral”, 2016 y El invierno a deshoras (Hiperión, 2017), merecedor del XI Premio Internacional de Poesía “Claudio Rodríguez”. Sus relatos han sido recogidos en diversas antologías y traducidos al inglés, francés, rumano y hebreo. Coordina talleres de escritura creativa en el Instituto Cervantes de Milán y en Madrid.