Alfonso Reyes, el más grande pensador mexicano del siglo XX, escribió uno de los poemas más bellos y conocidos sobre los rarámuri.
Yerbas del Tarahumara vio la luz literaria en 1929 en la revista Commerce, dirigida por León Paul Fargue y Paul Válery, además de Valery Larbaud, quien lo tradujo al francés.
La obra completa de un autor tiene ventanas en un texto por el que pueden verse otros textos. El poema sobre los tarahumaras es uno de los cimientos que sostiene el ensayo Palinodia del polvo, con el que reflexiona a partir de ese elemento respecto a nuestra existencia en el mundo. Reyes nos acerca a una de las razones por las tenía el corazón pegado a los indígenas (aparte de lo que ya se ha escrito en torno a los viajes que su padre, un general del ejército que realizaba grandes exploraciones en el norte del país, cuyas hazañas le fueron narradas al escritor durante su infancia):
Cansado el desierto de la injuria de las ciudades; cansado de la planta humana, que urbaniza por donde pasa, apretado el polvo contra el suelo; cansado de esperar por siglos de siglos, he aquí: arroja contra las graciosas flores de piedra, contra las moradas y las calles, contra los jardínes y las torres.
Palinodia del polvo fue escrito en 1940, once años después de Yerbas del Tarahumara. Las entrañas del ensayo posiblemente también tengan su fuerza en el enojo por la desaparición no sólo de su paisaje amado debido a la industrialización de los años cuarenta, también se relaciona con la pérdida del alma nacional, y cómo veía que aquel herbario único de los rarámuri se perdía en la incuria y el polvo.
YERBAS DEL TARAHUMARA
Por Alfonso Reyes
Han bajado los indios tarahumaras,
que es señal de mal año
y de cosecha pobre en la montaña.
Desnudos y curtidos,
duros en la lustrosa piel manchada,
denegridos de viento y de sol, animan
las calles de Chihuahua,
lentos y recelosos,
con todos los resortes del miedo contraídos,
como panteras mansas.
Desnudos y curtidos,
bravos habitadores de la nieve
—como hablan de tú—,
contestan siempre así la pregunta obligada:
—»Y tú ¿no tienes frío en la cara?»
Mal año en la montaña,
cuando el grave deshielo de las cumbres
escurre hasta los pueblos la manada
de animales humanos con el hato e la espalda.
Los hicieron católicos
los misioneros de la Nueva España
—esos corderos de corazón de león.
Y, sin pan y sin vino,
ellos celebran la función cristiana
con su cerveza-chicha y su pinole,
que es un polvo de todos los sabores.
Beben tesgüiño de maíz y peyote,
yerba de los portentos,
sinfonía lograda
que convierte los ruidos en colores;
y larga borrachera metafísica
los compensa de andar sobre la tierra,
que es, al fin y a la postre,
la dolencia común de las razas de los hombres.
Campeones de la Maratón del mundo,
nutridos en la carne ácida del venado,
llegarán los primeros con el triunfo
el día que saltemos la muralla
de los cinco sentidos.
A veces, traen oro de sus ocultas minas,
y todo el día rompen los terrones,
sentados en la calle,
entre la envidia culta de los blancos.
Hoy solo traen yerbas en el hato,
las yerbas de salud que cambian por centavos:
yerbaniz, limoncillo, simonillo,
que alivian las difíciles entrañas,
junto con la orejela de ratón
para el mal que la gente llama «bilis»;
y la yerba del venado, del chuchupaste
y la yerba del indio, que restauran la sangre;
el pasto de ocotillo de los golpes contusos,
contrayerba para las fiebres pantanosas,
la yerba de la víbora que cura los resfríos;
collares de semillas de ojos de venado,
tan eficaces para el sortilegio;
y la sangre de grado, que aprieta las encías
y agarra en la nariz los dientes flojos.
(Nuestro Francisco Hernández
—El Plinio Mexicano de los Mil y Quinientos—
logró hasta mil doscientas plantas mágicas
de la farmacopea de los indios.
Sin ser un gran botánico,
don Felipe Segundo
supo gastar setenta mil ducados,
¡para que luego aquel herbario único
se perdiera en la incuria y el polvo!
Porque el padre Moxó nos asegura
que no fue culpa del incendio
que en el siglo décimo séptimo
aconteció en El Escorial.)
Con la paciencia muda de la hormiga,
los indios van juntando sobre el suelo
la yerbecita en haces
—perfectos en su ciencia natural.