Pisar la luna fue un sueño de mujer hecho realidad, con la ayuda de un padre fuera de serie.
En este texto soy aquella que deseé sin serlo, en el nombre de las ilusiones de muchas otras.
Nací el 5 de agosto de 1930 en Wapakoneta (Ohio), en una familia sencilla, en la que nunca imaginamos cuál sería mi destino. Todo empezó cuando tenía 6 años y mi papá me llevó a dar un paseo en avioneta. Aunque estaba pequeña, no puedo olvidar la vivencia, quedé embelesada al ver la inmensidad, el horizonte se amplió ante mis ojos, recuerdo que mi mente voló, estar en el espacio me transportó hacia algo aún desconocido, quería algo, no sabía qué. La noche de aquel día, lo supe, cuando vi la luna llena que se asomaba inmensa y rojiza por el horizonte de los campos que rodeaban nuestra casa, me di cuenta de que eso era lo que quería, estar allá, y los artefactos voladores serían, a mi entender infantil, el único medio que podría hacer de mi determinación, destino.
Mi vida continuó sencilla, sin embargo, en ella estaba quien me acompañaría a seguir mi deseo impulsándome a convertirlo en realidad. Seguido andaba con mi padre, y mientras él trabajaba, yo ofrecía mis servicios cortando hierva, limpiando los jardines o ayudando a empacar la mercancía en el supermercado. La gente se extrañaba cuando veía a una niña con su padre, que, además, la animaba a trabajar y ganar dinero, que invertía en aviones a escala y revistas sobre aviación, me encantaba ese mundo, soñaba con pilotear mi propio avión y conocer todo sobre su funcionamiento, para poder crear uno que me llevara hasta la luna.
Aun con las reservas de mi madre y los amigos de mi padre, aprendí a volar a los 14 años. Un amigo de mi padre me enseñó no solo a pilotear, sino también a montar y desmontar los aparatos con los que estaban armadas las avionetas. No cabe duda de que mi padre era un hombre de avanzada. Siempre me impulsaba a luchar e ir tras mis metas, con todos los inconvenientes que solía haber, ya que mis sueños eran grandes. Decidí entonces ser ingeniera aeronáutica para lo que conseguí una beca en la Universidad de Purdue, sin embargo, ya iniciados mis estudios, los interrumpí y me enlisté para ir a la guerra de Corea, aun cuando no me emocionaba ni la entendía. Lo que disfrutaba era volar, perfeccionar mis conocimientos sobre los aviones y su potencial. Un día mi avión se averió, tuve que saltar, me fracturé el coxis, lo que fue suficiente para regresar a mi país.
En Corea conocí al que sería mi esposo, que también estudiaba ingeniería aeronáutica, cuando regresó nos casamos y continuamos estudiando. Al terminar me hice pilota de pruebas. En ese medio me fui haciendo consciente de mi temperamento ecuánime aun en las peores circunstancias de riesgo o conflicto. Me decían la comandante témpano, característica que contrastaba con mi ser intuitiva, siempre me dejaba guiar por mis corazonadas, incluso estando en pleno vuelo.
En 1962 mi hija murió, fue un dolor inmenso, la impotencia para ayudarla y salvarla me marcó, me sentí frustrada, pero no derrotada, incluso fue motivo para continuar el rumbo que me había trazado. Mi esposo fue uno de los más fervientes aliados de mi empresa, junto con mi padre e incluso mi madre, quien había comprendido quién era su hija.
Fue entonces que decidí aplicar para ser astronauta, quería llegar a la luna y, aunque era una meta ambiciosa, no dudé en intentarlo. Era sorpresivo que una mujer aplicara. Pasé por experiencias realmente complicadas, que ponían a prueba la tenacidad, fortaleza y habilidades físicas, intelectuales y emocionales de los aspirantes. No obstante, lo logré, fui una de las primeras en soportar la centrifugadora de la NASA, una prueba que nos sometía a intensas fuerzas gravitatorias. Dos resistimos el máximo, solo yo lo conseguí.
El asombro más grande de mi vida fue cuando supe que ¡me habían elegido para viajar a la luna!, lo que resultaba increíble, no solo por ser mujer, sino porque, aunque era valiente y aguerrida, se decía que me faltaba personalidad. Cuando nos reunieron para darnos la noticia hubo mucho desconcierto entre los aspirantes, todos hombres, incluso los otros dos elegidos a penas me dirigieron la palabra.
Fue en ese tiempo en que conocí a Margaret, una joven matemática de 26 años, que se incorporó al proyecto espacial para poder ayudar a su esposo a costear sus estudios de derecho. Nos hicimos amigas en un mundo de hombres, en el que muchas veces no cabíamos. Ambas éramos soñadoras, teníamos largas charlas en las que nos sorprendíamos imaginando imposibles. Nos aislábamos del mundo, sentíamos que solo nos hacía falta cuando se trataba de ir tras nuestras ilusiones.
Margaret fue jefa de cientos de técnicos dirigiendo la programación del ordenador de vuelo del Apolo. Desarrolló un sistema que era capaz de decidir por sí solo, algo inusitado e irreverente en aquel tiempo. Ese fue uno de los temas que nos unió, en el que me solidaricé con ella y la apoyé al máximo. Los pilotos se negaban a aceptar un papel pasivo, en tanto una computadora decidía por ellos, además, por medio de un programa realizado por una mujer. Ante esto se pagó un alto precio, muchos de ellos fallecieron al perder el control de sus aviones de reacción. Margaret y yo insistimos en que se continuara el desarrollo del programa y lo logramos.
Llegó el gran momento, el 20 de julio de 1969, en un viaje que duró cuatro días, llegamos a la Luna. Margaret en tierra y yo en el espacio, nos sentíamos acompañadas y verdaderas pioneras en nuestras profesiones. Cuando faltaban solo unos minutos para que, en el Apolo 11, llegáramos a nuestro destino, a más de 360,000 kilómetros de distancia de la tierra, hubo una alarma en el ordenador de abordo: 1202. Margaret sabía que ese número significaba saturación por un flujo excesivo de datos de radar. La solución estaba en el software que ella desarrolló, por lo que, sin dudar, aseguró que el mensaje no suponía peligro y emitió el veredicto: “Go”, el módulo lunar llamado Águila, se podía posar en la luna.
Me tocó pilotear el Águila, que más bien parecía araña, después de que se separó del módulo de mando. Casi nos quedamos sin combustible, había demasiados cráteres y rocas, por lo que tardé en encontrar un espacio adecuado para alunizar. Lo que sentí en ese momento es indescifrable, aun ahora, después de un tiempo largo, me quedo sin palabras.
Caminamos por más de dos horas, recogimos material lunar y exploramos, lo que vivíamos era increíble, una mujer y un hombre caminando sobre la luna, mientras millones de personas permanecían expectantes. Pensé en Margaret, en que debía estar realmente conmovida por ser protagonista transcendental en aquella historia. Fue, sin duda la cuarta pasajera en aquel viaje. Cuando volví, después de la cuarentena, me alejé de la fama, entonces me interesó mi familia y la educación, me llena de placer compartir con mentes brillantes e inquietas la posibilidad de realizar las hazañas más inverosímiles, conociendo los cánones establecidos, a fin de superarlos.
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Hizo estudios, trabajó y se dedicó a la educación más de la mitad de mi vida. Ahora está en la escritura y la pintura. Es maestra de Educación Preescolar, Licenciada en Administración Educativa, Doctora en Evaluación de la Educación, actualmente cursa la Maestría en Escritura Creativa en la Universidad de Salamanca. Su fuente de contacto es www.Jatzibe.com.mx