Nací en un pueblo que fue quemado por los militares en tiempos en los que mi General Zapata organizaba a los campesinos para defender sus derechos. El reparto de la tierra era injusto, por eso se alzó en armas y nosotros lo seguimos.
El pueblo se enclavaba en un llano pedregoso y los cerros que lo rodeaban estaban cubiertos de zacate y ocotes. Era fácil ver águilas y conejos, pero también víboras y escorpiones. Ahí crecí hasta que lo quemaron. Vi arder chozas y hombres. Deambulamos por algunas semanas hasta que los mayores decidieron fundar otro pueblo más al norte. Ese periodo fue largo y cruel, muchos niños y mujeres murieron de hambre porque la comida y la justicia escaseaban.
Cuando nuestros maridos siguieron a Zapata, yo ya tenía cuatro hijos qué mantener. Por ellos aguardaba la noche y, junto con otras mujeres, cruzábamos el monte para llegar a Morelos; ahí nos daban un costal de maíz para subsistir. Regresábamos al pueblo con la helada matinal fisurando nuestros rostros. Ahora que lo pienso, la historia de México la forjamos las mujeres. La Revolución, si es que se ganó, fue por nosotras. Hemos sido siempre rebelión en un pueblo opresor.
El monte era peligroso, no solo por los nahuales y pumas, sino porque los máuseres de los militares nos acechaban. Nos cazaban como a venados. A una señora que le agarró la noche jamás la volvimos a ver. “La violaron los militares y luego la asesinaron y tiraron sus restos al río”, murmuraba el pueblo. A un pastor lo mataron para hacer un festín con sus vacas hambrientas en honor de un coronel que venía de la Ciudad de México. Lo enterramos a los cinco días, cuando su cuerpo ya apestaba; el aroma de la muerte nos llevó hasta su cuerpo ya mordisqueado por los coyotes. A nuestros niños los hicieron soldados; a muchos los separaban de sus madres para reclutarlos. Tampoco los volvimos a ver. Así de doloroso era nuestro tiempo.
A mis chamacos les decía: “¡Pónganse alertas como el gavilán!”. Supieron resistir y sobrevivieron, aprendieron el lenguaje del monte y el de las balas. Cuando los militares llegaban por el poniente, ellos silbaban como gorriones. Aprendieron a atrapar conejos y, con sus huleras, cazaban pájaros y ardillas para llenar sus barrigas; con la piel yo les elaboraba bufandas o gorros para el frío, ya que por los meses de enero y febrero pegan duro las heladas que hacen chillar hasta los huesos. Muchas criaturas murieron temblando entre los dientes azules del frío.
Teníamos vacas. Empezamos con dos, pero ahora eran cinco y dos becerros. Tomás y Emilio, mis hijos, las llevaban a pastar cerca de la barranca de los tepozanes; no se metieron nunca hasta el fondo porque se decía que ahí pegaba el mal de ojo. También había parvadas de lechuzas que espantábamos, pero siempre regresaban más decididas que nosotros.
Mis hijos, de pequeños, tomaron leche bronca y cuando nos sobraba de la venta, la repartíamos entre las vecinas que tenían a sus hijos pálidos del hambre. Mi hija Lupe se agarraba de una ubre de la vaca pinta y no se soltaba sino hasta que quedaba satisfecha. Por eso estaba bien grandota. Cuando estaba chamaca una vez me la llevé por maíz a San Juanico y se echó dos costales a la espalda. Así era de fortachona. Su esposo, cuando se la robó, me la maltrató mucho hasta que un día le dije que ya no lo permitiera. Después de nuestra plática una noche el esposo llegó echando espumarajos de borracho, le quiso pegar a mi hija; ella ya no lo permitió, se le fue encima y el marido resultó con santos moretones. Desde entonces jamás le volvió a levantar la mano a mi hija. Muchas mujeres la tomaron como ejemplo y se rebelaron contra sus maridos. Esa sí que fue una revolución. No sé por qué luego volvimos a ser sumisas. Aprendimos a hacer de todo por nuestra cuenta, el marido se volvió un bulto más en el granero.
Cuando los militares abandonaron el campamento pegado al Tulmiac, varias compañeras corrimos para comprobar que ya se habían ido. Recorrimos el campamento y encontramos un chingo de cosas: una compañera encontró una escopeta, otra unas cobijas de lana, otras más utensilios y ollas. Yo corrí con la suerte de encontrarme un baúl que en su interior resguardaba tres monedas de plata y una carta. Guardé lo hallado entre mi ropa para que no se dieran cuenta y bajamos con la prisa de una hembra que va a parir. Llevé mi pequeño secreto a mi casa y lo enterré junto al limonero que había nacido luego de algunas lluvias. Era mi tesoro. Cuando mis hijos no estaban en casa iba y lo desenterraba, contaba las monedas y abría la carta. No sabía leer por lo que solo admiraba los signos garabateados en ella. Luego volvía a enterrarla y regresaba a casa feliz. Mi vida tenía sentido: sabía que tenía un tesoro que debía proteger.
Como a las tres semanas volvimos al campamento con mis hijos y otra compañera. Mis hijos, siempre vivarachos, encontraron espuelas, una navaja y tres monedas más de plata. La señora solo encontró hongos pues era temporal de lluvias, pero regresó feliz de ver que los militares ya no estaban al acecho.
Mis hijos me entregaron las monedas. Con una compramos carne y huevo; lazos y dos cobijas. Nos pareció increíble como un trozo de metal nos alcanzó para todo eso. Esa noche cenamos felices. Cuando amaneció, y mis hijos ya se habían ido a cuidar las vacas, guardé las otras dos monedas en el baúl. Me sentía la mujer más rica del pueblo. No le contaba a nadie de mi tesoro, pues temía que me lo robaran.
Desde que los militares abandonaron nuestros montes, mis hijos se aventuraban a pastar a las vacas en los zacates verdes. Se iban empujados por la luz tibia de la mañana y volvían con el ocaso. A veces traían conejos que atrapaban, hongos o gallinitas cimarronas. Aprendieron del monte y sus misterios. Cada vez les gustaba estar más allá arriba que aquí en el pueblo. Se iban luego en grupo con varios muchachitos. Unos cuidaban borregos, otros vacas, otros más chivos.
En grupo dejaban el pueblo y, como una manada de coyotes, se protegían en el monte. Se hicieron amigos de pastores de Topilejo y de Xochimilco, de San Juanico y Tepoztlán. Había días que no volvían y debíamos enviarles su comida. Nos organizamos con las compañeras para mandarles de comer a nuestros muchachos. Uno de ellos bajaba con un caballo, aquí ya lo esperábamos con el cargamento de comida. Les enviábamos huevo en salsa verde, café y tortillas, pero había días abundantes en que les mandábamos pollo y leche también.
El monte es misterioso. Sucede que hay nahuales que asustan y desbarrancan a los caballos. Los muchachos le tenían miedo a los nahuales. De entre ellos había uno, le llamaban El gallina, quizá por ser el más valiente. Tenía su hato de vacas y borregos.
Una noche que subió del pueblo al monte se encontró en el camino al nahual. Justo en un lugar que, por lúgubre y lleno de maleza, le llamaron La puerta del diablo. Tan valiente que cuando lo vio se bajó del caballo con machete en mano y se le fue a los golpes a ese animal como perro y burro, pero más grande. Se escucharon alaridos por todas partes, llegaron hasta el campamento donde se refugiaban mis hijos. Pasadas las horas llegó El gallina todo arañado y mordido, pero feliz. Les contó que derribó al nahual, éste huyo con heridas graves. Para que le creyeran los demás muchachos de su combate con el mal llevaba en la mano pelos como de burro, pero negros y duros.
A todo el pueblo cuando quería escuchar esta historia le mostraba esos pelos tan tétricos. Lo tomaron por el más valiente, así era. El único que separaba a sus toros en plena batalla con sus propias manos. Aun así era un joven muy amable y educado. Tan gentil que a todos ayudaba. En la siembra, cuando uno se atrasaba, llegaba él con su azadón y pronto se metía a su surco. Buenos recuerdos nos dejó este muchacho. Ojalá que el porvenir le depare puras cosas buenas.
Eso pasaba en el monte, mientras que, en el pueblo, las compañeras comenzaban a organizar los caminos. Trazaron la ruta donde pasaría el camión y donde habría de alzarse el mercado. La iglesia estaría en el mero centro, pero nosotras no acudíamos allá. Creíamos en Dios, pero preferíamos trabajar. Quizá Él nos acompañaba en nuestro trabajo feliz y contento. Las mujeres de mis tiempos eran fuertes, aguerridas. No le tenían miedo a la vida. No había hombres porque nuestros maridos estaban en la guerra y nuestros hijos en el monte. Nosotras, con nuestras propias manos, hicimos casas, caminos. Construimos nuestro pueblo y nuestra nación.
Mi hija, la Tacha, era buena para los trazos. Ella dirigió a las demás cuando construimos la avenida. Alzábamos tremendas nubes de polvo. Cuando la terminamos no nos cansábamos de ver tan bonito trabajo. Derechita quedó. Cortaba al pueblo en dos. La iglesia quedó abajo, en el norte; la otra, la del cerro, en el sur. Celebramos esa noche. Todas estábamos contentas. Algunas sacaron mezcal y pulque, con eso brindamos. No sabíamos tomar, por lo que pronto todas estábamos borrachas. Bailamos y cantamos y la mañana nos agarró celebrando en la avenida recién hecha, con flores en el suelo y nuestras mejillas rosadas por tanto alcohol. Echamos una última mirada orgullosa a nuestro trabajo y nos fuimos a dormir. Ese día de júbilo me lo llevaré hasta la muerte.
Vino Carmela al otro día. Me buscaba porque ella era buena para la siembra y los remedios. Me dio de tomar té de árnica con ajenjo para la resaca. Pronto mejoré. Me dijo:
—El cura viene al pueblo y quiere vernos. Según me dicen anda enojado porque no vamos a misa y porque no obedecemos a nuestros maridos.
Ella, sola, se contestó con una sonrisa picarona:
—Yo ni marido tengo, pero sí creo en Dios y en mi marido que me ve desde el cielo. Por él trabajo para enderezar a este pueblo y a mis hijos. Y ahora este cura viene a decirme cómo me debo comportar. Dios está en cada camino que hacemos, en cada brecha que abrimos, hasta en nuestras reuniones cuando bebemos. Dios no está en la iglesia, sino en su creación.
Me gustaba escuchar a Carmela, de alguna manera era sabia como nosotras no lo éramos. Tenía una chispa de misticismo. Como una chamana, pero elegante. Le gustaba vestir bonito, aun cuando sabía que debía meter las manos a la tierra. Era así porque unos años se fue a vivir a la Ciudad de México hasta que regresó con su marido a vivir al pueblo. Antes no le gustaba estar aquí porque decía que en este pueblo había más polvo que felicidad. Luego se dio cuenta que ella, como nosotras, hacíamos la felicidad. Por eso cuidábamos cada detalle en esta reconstrucción. Fue ella la que puso un altar a la Virgen de Guadalupe lleno de flores, de agapandos y alcatraces. Aquí estas flores se dan bien bonito. Y a nosotras nos gustan tanto.
Esos años, donde las mujeres impulsamos un cambio en el pueblo, fueron sin duda los más bonitos. Nos ayudábamos entre todas. Así inauguró su tienda doña Marciana y su pequeña zapatería doña Candi (que le gustaba tanto platicar que descuidaba el negocio). Por suerte entre nosotras no nos robábamos, al contrario, nos cuidábamos siempre las unas a las otras porque, como un hilo violeta, unía nuestros corazones un sentido de comunidad.
Cuando se anunció la hora de abrazar nuevamente a nuestros maridos nos embargó una tristeza profunda porque sabíamos que el tiempo de felicidad y comunidad había acabado. Mañana llegan, dicen, ojalá me equivoque.
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Israel Rosey (Ciudad de México, 1982). Abogado y escritor mexicano. Asiduo lector de la literatura clásica.
El destino, inescrutable, lo llevó al camino de las leyes. Licenciado en derecho, con máster en Derecho y especialidad en Derechos Humanos, ambas con mención honorífica. Actualmente cursa el doctorado en Administración Pública. Profesor humanista de la Facultad de Derecho de la UNAM. Servidor público en la Cámara de Senadores. Como Juan Rulfo, tiene una necesidad por escribir. Ha colaborado en la redacción de libros, proyectos de iniciativa de ley y artículos periodísticos. Su primer libro, El bosque de las sombras, es un compendio de cuentos de literatura fantástica.