Pensar por sí mismo constituye uno de los triunfos más inusuales que el ser humano puede alcanzar a lo largo de su vida. Implica la delicada operación de someter la experiencia a juicio propio usando mecanismos racionales, cognoscitivos, creativos, objetivados, pues no hay nada más traicionero que el corazón, las emociones y las ideologías ―esas creencias totalitarias que esclavizan a quien las posee―. Se somete la vida a escrutinio cuando se está dispuesto a delimitar nuestra persona del mundo y viceversa. Las ideologías, incluso la idea más razonablemente brillante, pasarán por la examinación del yo, vigía pertinaz, para luego tomar un punto de vista respecto del asunto tratado.
Sin embargo, pensar por sí mismo es una actividad paradójica rara vez bien recibida por quienes rodean a aquel sujeto extraño que decidió emprender el camino solitario de la reflexión. Este acto regularmente resulta doloroso, ya que implica la reacción hostil de muchos ante la diferencia. Mas con el tiempo, el pensador acepta que deberá pagar un precio por sostener sus ideas en el mundo ―la comunidad no tolera la disidencia que altera su rutina: ama la repetición irracional, la desmemoria―. El monto estará determinado por la peligrosidad, singularidad o alcance de sus pensamientos; por el plano social trastocado (los callos mentales que pise).
El saber común asentado en la tradición, la costumbre y lo establecido es enemigo natural del pensador. Por ello, mientras más inusual, perturbadora o inquietante sea la idea, éste será objeto de violencias, furias que pueden ir desde las simples burlas (el desdén de los costumbristas) hasta las agresiones físicas e incluso la muerte (último reducto de los guardianes de las ideologías). Debido a este hecho, muchos sabios desistieron de pensar por sí mismos, está Galileo Galilei cuya disyuntiva osciló entre la muerte o la cárcel domiciliaria sin derecho a escribir en lo futuro sobre su teoría de los astros; Sor Juana Inés de la Cruz optó por el silencio y la atención a los enfermos en la epidemia de 1695. Entre el tifus y la Inquisición, eligió la peste que le arrebataría la vida. Quienes se negaron fueron asesinados: Pablo de Tarsos, Martin Luther King.
Su denominador común fue la capacidad portentosa de pensar por sí mismos. Mas, ante el arribo del fanatismo, los pensadores guardan silencio. Es así cuando las costumbres, las ideologías, se institucionalizan y toman cuerpo en las organizaciones políticas. El problema es que la univocidad, como todo acto endogámico, provoca el debilitamiento de las estructuras sociales, socava sus cimientos, destruye su destino. Así, por ejemplo, ha ocurrido con el discurso religioso sustentado en la Biblia. Los hermeneutas de la fe (sin someter a procedimientos razonados la palabra divina) cosifican el discurso de salvación en pro de un enfoque nacido de la costumbre, de la irracionalidad y de la conveniencia económica. Su éxito se debe a que rara vez sus adeptos piensan por sí mismos. Transfieren a sus líderes la responsabilidad de su salvación. Su capacidad de razonar se somete a lo que un viejo proverbio supone en una pésima interpretación: “mis ovejas oyen mi voz y me siguen”.
Ante esta situación, ¿qué puede hacer el que piensa por sí mismo? Si lo que desea es pertenecer a una congregación, a un pueblo, a un colectivo, lo primero será abandonar la idea de cavilar. Hay, por supuesto, diversos métodos exitosos que nos invitan a no pensar. Uno de ellos es guardar silencio. El mutismo es una conquista, según los orientales, e incluso uno de los caminos sensibles más comunes llevados a cabo por ciertas órdenes religiosas. La prosecución de esta rutina tiene por objeto alcanzar la sabiduría. El proverbio bíblico señala que “aún el tonto pasa por sabio cuando guarda silencio”. Al parecer, la práctica trae consigo muchas ventajas. El trabajo interno del pensador supone callar ante discursos irracionales, totalizadores, absurdos. Todos los días los hechos trastocan al juicio, estresan el entendimiento, pese a ello, guardar silencio hará pasar al tonto por sabio y al sabio por triste.
La molicie es otra excelente actividad para dejar de pensar. Si se vive dentro de una gran urbe, en un complejo de apartamentos, puede subirse al último piso y verse desde ahí la tarde: al sol hundirse en el horizonte. De igual forma, la somnolencia es un arma poderosa contra el pensamiento lógico, contra la responsabilidad o el dolor; técnica que suele emplearse cuando la vida apremia ante hechos tales como la extinción masiva de las especies animales y vegetales del planeta, la ola de inmigrantes sureños arribando al norte del planeta, los deshielos, la tala indiscriminada o los incendios intencionales que suelen aparecer como método para cambiar el uso del suelo de un territorio virgen.
No pensar por sí mismo, hijo de la procrastinación, supone la continuidad de las estructuras jurídicas y políticas de una cultura. Presume echar al olvido la experiencia, aventar en un hoyo el saber acumulado, hacernos hijos de la desmemoria, no situarnos dentro la vida, camuflarnos como plantas de papel a lo largo de un pasillo.
Pensar por sí mismo, en cambio, exige asumir la textura de la vida y sus costumbres, someter a juicio constante todo lo existente: debatir la eficacia de los sistemas políticos. Asumir que la democracia y sus gobiernos son muestra fehaciente de los fracasos modernos: ningún imperio resistiría el feroz embate de la razón. Si se les cerniera por el cedazo de la justicia, quedarían a la vista sus pírricos saberes, esos que nutren sus egos. Entonces la civilización moderna tomaría su justa dimensión: las sociedades actuales no soportarían su propia imagen congestionada de gárrulos y doctrinas.
Pero si lo que desea es morir acompañado de la certidumbre que da pensar como todos, lo que usted requiere es matar su espíritu, acallar su alma. Para ello puede ponerse los ojos del monstruo vestido de oveja que todos los días dicta qué pensar a través de los medios de comunicación. Los discursos irracionales abundan, toman cauce de maneras visibles y no. Alguno de ellos puede engañarlo fácilmente. Que un otro piense por usted, de alguna forma cristaliza el triunfo y el fracaso de dos seres: la victoria de quien supo imponer su juicio haciéndole creer que era suyo, y la desgracia de quien creyó pensar por sí mismo sin que realmente lo hiciera. La vida está llena de ambos tipos de personas: aquellos que buscan imponer su ideología y los otros (convertidos en masa) que desean seguirlos. Hay en todo ser humano la tendencia a comportarse de una u otra forma. La paradoja, sin ser irresoluble, exige siempre una solución: si usted piensa por sí mismo, pagará el precio; si escoge transitar por vados ideológicos ajenos, al menos evite que sea el campo del criminal, el cultivo del supersticioso, el pantano del político, el hoyo del ignorante o el desierto del charlatán. Cualquiera de ellos dirá que Dios avala, por ejemplo, un golpe de estado en su nombre. Bajo esos dogmas, verá a un narco entrar a misa, a un hombre golpear a una mujer hasta la muerte, a un muchacho preferir un arma por sobre un libro; a un esclavo, decir que es libre.