Escribir sobre la obra de Alfredo Espinosa es adentrarse en uno de los más destacados trabajos literarios de México y quizá el mejor de Chihuahua, al menos entre los escritores vivos.
Desfiladero, el primer libro formal del autor nacido en Delicias en 1954, cumple 30 años de haber sido publicado, el cual le mereció el Premio Ramón López Velarde que todavía celebra.
“Desde entonces, por este libro pasa un animal que a veces brama y otras veces sangra.
Un río por donde rueda mi maltrecha biografía, aquí las palabras encuentran su ramillete de escalofríos”, dice a Poetripiados que ha recibido otros reconocimientos como el Premio Chihuahua de Literatura y el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta.
Espinosa descubrió en Desfiladero a un poeta que arremetía el oficio con más pasión que técnica, en sus palabras, pertenece a los rudos y su linaje son los derrotados.
“Sin embargo, no me he traicionado demasiado: el otro que era yo, sigue siendo éste que ahora soy”, asegura.
Cuando se publicó Desfiladero había varios caminos que recorrer en la poesía nacional, aunque para un escritor del desierto primero había que caminar por las brechas arenosas.
“Cuando empecé a escribir poesía se abrían dos caminos entre la selva: la poesía como resultado de la experiencia, y la poesía siendo lenguaje mismo. Dos modos, dos mundos, dos esplendores”, recuerda.
Eran los tiempos, dice Espinosa, cuando la poesía nacional estaba en manos de José Emilio Pacheco y Jaime Sabines, “poetas de la experiencia, de ´la pinche piedra´, y sobre todo, de Octavio Paz, un poeta que trasciende la biografía y se interna en lo cósmico”.
Para Espinosa el mundo no solo es lo que le ocurre, sino también los sucesos vitales del Universo.
“Todo lo que sea lenguaje es susceptible de ser poesía. Poesía, sí, que atraviesa el corazón, o la que se concreta en su vuelo. Internacionalmente, me conmovía una de las más recientes vanguardias literarias: los Beatniks. La experiencia a fondo, transparencia de lo obsceno, lo antipoético como la neta del poema. Bukowski, Corzo, Keruac, Ginsberg. Y por el otro lado, dos enormes poetas: Ezra Pound y T. S. Elliot. Y los latinoamericanos: Borges, Neruda, Paz, Vallejo, Huidobro. Tesoros de la lengua”, explica el escritor chihuahuense finalista del Premio Internacional de Novela Planeta por su trabajo Obra Negra.
Más cercano, por ser de su generación, estalló en sus manos un pequeño artefacto verbal: El Pobrecito Señor X, de Ricardo Castillo.
“Cuando lo leí, y lo celebré, sentí que mi Desfiladero tenía ya hermanos mayores.
Pero yo vivía en un Chihuahua sin libros. Editar un libro era un acto excepcional. Apenas había una librería. El ambiente era árido. Ahí floreció una revista legendaria: Palabras sin arrugas, creada por Lourdes Carrillo y Federico Urtaza. Y que congregaría a los jóvenes Enrique Servín, Héctor Jaramillo y Rubén Mejía, entre otros”, rememora.
Con el Premio Ramón López Velarde, Espinosa recorría, al igual que su generación, el penoso trayecto de ser poeta en tierras bárbaras.
“Tú eres tu único sostén. A pocos les importa una obra poética. Y sin embargo, yo le iba a apostar mi vida al arte. Este premio significó para mí la certeza de que un bárbaro del norte puede integrarse al canto general de la poesía del mundo”.
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