DÍAS CONTRA EL ENSUEÑO
No querer blancos rodando
en planta movible.
No querer voces robando
semillosas arqueada aéreas.
No querer vivir mil oxígenos
nimias cruzadas al cielo.
No querer trasladar mi curva
sin encerar la hoja actual.
No querer vencer al imán
la alpargata se deshilacha.
No querer tocar abstractos
llegar a mi último pelo marrón.
No querer vencer colas blandas
los árboles sitúan las hojas.
No querer traer sin caos
portátiles vocablos.
Nada
El viento muere en mi herida.
La noche mendiga mi sangre.
El miedo
En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
¿Sabes tú del miedo?
Sé del miedo cuando digo mi nombre.
Es el miedo,
el miedo con sombrero negro
escondiendo ratas en mi sangre,
o el miedo con labio muertos
bebiendo mis deseos.
Sí. En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
La carencia
Yo no sé de pájaros,
no conozco la historia del fuego.
Pero creo que mi soledad debería tener alas.
La palabra que sana
Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa.
La última inocencia
Partir
en cuerpo y alma
partir.
Partir
deshacerse de las miradas
piedras opresoras
que duermen en la garganta.
He de partir
no más inercia bajo el sol
no más sangre anonadada
no más formar fila para morir.
He de partir
Pero arremete, ¡viajera!
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Flora Alejandra Pizarnik (Avellaneda, 29 de abril de 1936 – Buenos Aires, 25 de septiembre de 1972) es reconocida como una de las poetas más grandes del siglo XX. Su obra, marcada por la intensidad y la introspección, dejó una huella imborrable en la literatura argentina e internacional.
Pizarnik tenía solo 36 años cuando decidió poner fin a su vida ingiriendo cincuenta pastillas de barbitúricos. Ese fin de semana, según informes periodísticos, descansaba en casa tras obtener un permiso del hospital psiquiátrico donde había sido internada luego de dos intentos de suicidio previos.
Sus padres, inmigrantes judíos rusos y eslovacos, se establecieron en Argentina, brindándole un entorno multicultural. Estudió literatura, periodismo y filosofía en la Universidad de Buenos Aires, aunque nunca se licenció. Su formación académica fue complementada con una intensa vida cultural, realizando lecturas en teatros y universidades, ganándose el respeto de sus contemporáneos.
En 1955, publicó su primer libro de poesía, “La tierra más ajena”, seguido por “La última inocencia” (1956) y “Las aventuras perdidas” (1958). En 1960, se trasladó a París, donde su vida y obra adquirieron nuevas dimensiones. En la capital francesa, tradujo a autores como Antonin Artaud, Yves Bonnefoy, Aimé Césaire y Henri Michaux. También trabajó como editora y colaboró con artículos y poemas en diversas revistas literarias.
Durante su estancia en París, Pizarnik se hizo amiga de importantes figuras literarias, incluyendo a Rosa Chacel y Julio Cortázar. Su círculo de amistades y su trabajo en traducción enriquecieron su propio estilo poético, caracterizado por su profunda exploración del yo, el lenguaje y la existencia.
En 1971, la poeta fue galardonada con la prestigiosa beca Fulbright, un reconocimiento que destacó su contribución excepcional a la literatura. Este honor llegó en un momento crucial de su vida y carrera, subrayando su influencia y talento en el ámbito literario.
Sin embargo, la vida de Pizarnik estuvo marcada por la lucha constante contra la depresión y los problemas de salud mental. A pesar de sus logros, la poeta no pudo escapar de sus demonios personales. En 1972, solo un año después de recibir la beca Fulbright, Alejandra Pizarnik falleció a la edad de 36 años. Su trágico final ocurrió mediante una sobredosis de secobarbital, un sedante del cual ingirió 50 comprimidos.
La tragedia de su vida y su inigualable talento poético la han convertido en una figura emblemática de la literatura, cuya voz sigue resonando a través de sus palabras y evocando el misterio y la belleza de su breve, pero intensa, existencia.