Alberto Parra
Nació en Guáimaro, Camagüey, el 6 de septiembre de 1993. Ingresó al Taller Literario Municipal “Pablo de la Torriente Brau” en el año 2009. Publicó un poema suyo en la antología La Poesía del Encuentro (Editorial Ateneo Las Hespérides, España, 2013). Es egresado del curso XXII de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, y ganador de las becas del mismo: “El caballo de coral” y “Eduardo Galeano”, del año 2022. Su ensayo “Más de cien mentiras: simulaciones y ausencia” fue publicado en la web del mismo Centro. Es egresado, además, del curso “Universo Editorial” impartido por la filóloga y editora Gretel Avila en el 2022. Obtuvo Mención en el Premio de la Ciudad Silvestre de Balboa 2023 con su libro de décimas “Juego de Dios”.
A continuación presentamos un cuento de Alberto Parra:
Razones del testigo
Aquí me siento a pensar que Dios me inventa de nuevo. En otro sitio. Lejos de todo. En un tiempo aún más lejano. En un país sin nombre y sin orillas. Yo le pido a Dios que me arranque la memoria. Que la deshaga. Pero no sé si Él es fruto de las cosas que pienso. Y entonces Dios me castiga. Y me inventa otra vez en el mismo lugar. Con las mismas personas. Que me dicen René ya está en lo mismo. Qué poco le duró la cordura. Y mira cómo anda, el pobre. Y se burlan así, en mi cara. Como si yo fuera sordo. Como si yo no supiera que ya estoy en lo mismo. Aunque a veces disimulan. Y es peor cuando lo piensan y se callan. Y no paro de escuchar esas palabras que no dicen.
Dios me inventa en las mismas circunstancias. O yo lo invento a Él. Y lo castigo. Qué poco le duró la cordura. Mira cómo anda. El pobre. Y se lo digo así, en su propia cara. Aunque no tenga rostro. Y lo invento en otro tiempo. En un país sin personas. Solos Dios y yo. A ver quién se burla. A ver si al fin puedo mirarle los ojos y no decirle nada. Tan solo pensar y pensar y pensar y pensar sin que Él me escuche: que se atragante Dios con mi silencio.
¡René! ¡René! ¡René!
Antes no me nombraban. Antes solo me decían mira cómo anda. Pero ahora es ¡René! ¡René! ¡René! Y yo aquí pensando. Y ¡René! ¡René! ¡René! A punto de mirarle a los ojos… pero me llaman. ¡René! ¡René! ¡René! Y dejo de pensar. Y me levanto. Y le digo a Dios no hemos terminado. Y ¡René! ¡René! ¡René!
A veces prefiero que me llamen así. Aunque sea en mala forma. Aunque después me hagan mil preguntas. Y por qué fuiste a ese lugar. Por qué saliste de tu casa. Por qué empezaste a gritar cosas. Y quién era el cabecilla. Y así todos los días. Y ¡René! ¡René! ¡René! Y yo dejo de pensar. Y ¡René! ¡René! ¡René! Y Dios está nervioso. Y ¡René! ¡René! ¡René! Porque le he dicho que las preguntas son para Él. Y ¡René! Pero descubro que son mis manos las que tiemblan. ¡René! Porque nadie puede hacerle preguntas a un sin rostro. ¡René! Y trato de buscarle los ojos a Dios. Y la nariz. Y la boca. Pero ¡René! Y por qué fuiste a ese lugar. Di ¡René! Quién era el cabecilla. El cabecilla era Dios. Pero nadie me cree. Porque nadie me escucha. Porque no digo nada. Porque tan solo lo pienso. Porque no quiero delatarlo.
Y cada vez que escucho ¡René! ¡René! ¡René!, no es porque digan ¡René! ¡René! ¡René! Cada vez que siento un ¡René!, en verdad gritan 3028. Así me llaman aquí. Y me gusta. Cualquier cosa es mejor que mira cómo anda, qué poco le duró la cordura. Y aunque sigo escuchando ¡René!, yo sé que ellos repiten 3028. Y entonces me levanto. Y dejo a Dios con la palabra en la boca. Y por qué fuiste a ese lugar. Pero realmente yo no fui. Yo tan solo pasaba. Porque mi hermana me dijo busca la niña al cuido. Y yo voy a buscarla. Pero al cruzar la calzada hay mucha gente. Gente que grita. Gente que salta. Gente diciendo cualquier cosa. Y parecen alegres. Y, a la vez, tan furiosos. Y yo también quiero gritar. Y todos están locos. O todos están cuerdos. Pero ¡la niña! Y llegan ustedes. Pero ¡la niña! Y nos llevan. Aunque yo solo pasaba. Aunque mi hermana me dijo busca la niña al cuido. Aunque yo sigo aquí. Y ahora soy el 3028. Pero debo ser René. Porque la niña. Y el cuido. Y tengo que buscarla.
Mejor me siento aquí, para que Dios me reinvente. Pero tengo que volver a explicar que yo solo pasaba. Pero tengo que volver a decir que la niña. Y el cuido. Y debo recogerla. Que mi hermana me mata. Esta vez sí me mata. Por eso estaba en la calle. Porque fui por la niña. Y ustedes no me dejan buscarla. Ahora soy el 3028, y no mira cómo está René. Pero debo ser yo nuevamente. Porque la niña… ¿Ya me puedo ir?
Mejor me siento entonces.
¡René! ¡René! ¡René!
Estoy hablando con Dios.
¡René! ¡René! ¡René!
Pero yo solo pasaba.
¡René! ¡René! ¡René!
La gente grita cosas.
¡René! ¡René! ¡René!
Yo también quiero gritar.
¡René! ¡René! ¡René!
Pero no digo nada.
¡René!
Y llegan ustedes.
¡René!
Y nos llevan.
¡René!
¿Ya me puedo ir? ¿Qué tengo que hacer y que me dejen? Ya yo les dije todo.
Ah, sí. El cabecilla. Pero es que llego a la calzada y ya está armado aquello. No puedo decirles quién empezó la cosa. Porque todos gritaban. Porque todos saltaban. Porque llegaron ustedes y no me dio tiempo a buscar a la niña.
Claro que quiero ayudar, pero primero hablo con Dios. No, no me estoy burlando. Es que Dios se siente solo. Es nada más un momento. Ya verán.
Y cierro los ojos. Y los aprieto mucho. Y pido que Dios me invente en otro sitio. Lejos de todo. En un tiempo aún más lejano. En un país sin tiempo. Y le pido a Dios que me arranque la memoria. Que la deshaga y me borre. Pero no sé si Él es fruto de las cosas que pienso. Y entonces Dios me castiga. Y me vuelve a inventar y soy el 3028. Rodeado de las mismas personas. Que me dicen por qué fuiste a ese lugar. Por qué saliste de tu casa. Por qué empezaste a gritar cosas. Y quién era el cabecilla. Y así todos los días.
Claro que quiero ayudar, no le hablo más a Dios. Es más, lo voy a delatar. Él es el cabecilla. ¿Ya me puedo ir? No, no me estoy burlando. Es que ya les dije todo. Déjenme ir, porque la niña… Que mi hermana me mata. Esta vez sí me mata.
Mejor me siento a pensar.
¡René! ¡René! ¡René!
Aunque Dios no me invente.
¡René! ¡René! ¡René!
Aunque no tenga rostro.
¡René! ¡René! ¡René!
Aunque no diga nada.
¡René! ¡René! ¡René!
Aunque yo lo delate.
¡René! ¡René! ¡René!
Aunque nadie me crea.
¡René! ¡René! ¡René!
¿Esas caras? ¿Quiénes son? Que no, no tengo idea. ¿Ya me puedo ir? Y no, no las conozco. Puede que sí hayan estado… Puede que no. Debo buscar a la niña. Por fin, ¿ya puedo irme? No, no vi ninguno de esos rostros. Solo sé que había voces. Voces que gritaban. Yo también quise gritar. Pero ¡la niña! Ahora sí me debo ir. Pero ustedes no me dejan. Como no me dejaron ese día. Y yo solo pasaba. Porque mi hermana me dijo busca la niña al cuido. Pero al cruzar la calzada estaban las voces. Diciendo cualquier cosa. Y estaban los cuerpos de esas voces. Cuerpos alegres. Cuerpos eufóricos. Y llegaron ustedes. Y yo sigo aquí. Y ahora soy el 3028.
Que no sé quiénes son.
¡3028!
Que no he visto esas caras.
¡3028!
Que a lo mejor sí estuvieron.
¡3028!
O a lo mejor no.
¡3028!
Que no tengo certeza.
¡3028!
Que la niña en el cuido.
¡3028!
¿Ya me puedo ir?
Mejor me siento y le pregunto a Dios. A lo mejor Él coopera. ¿Por qué fuiste a ese lugar? ¡Responde!, que no tengo todo el día. ¿Por qué no estabas en casa? ¡Contéstame ahora mismo! Yo sí no creo en cuentos de locos. A nosotros nos da igual tú condición mental. ¿Tú me entiendes, Dios, lo que te digo? Ahora di ¿quién era el cabecilla? ¿Tú también gritaste cosas? Hasta que no confieses no sales de aquí. Y no, no te puedes ir. Piensa en tu hermana que te espera. Piensa en la niña. No te me hagas más el sordo. Yo sé que estás escuchando. Si tú cooperas, te vamos a ayudar. ¿No quieres estar en casa? ¿No quieres buscar a la niña? Contesta, Dios. Y no te burles.
A ver, di si conoces estas caras. ¿Ellos estaban allí cuando llegaste? Sí, yo sé que solo pasabas. Pero responde. ¿Estos son los cabecillas? Si no colaboras no te dejamos ir. Contesta, Dios, para que luego no te mate tu hermana. Piensa en ella. Y en la niña. La niña está en el cuido ¿lo recuerdas? Y tienes que buscarla. Pero antes dinos, quiénes estaban al frente de aquello. ¿Eran estas caras? Colabora con nosotros. Y así te puedes ir. No, no importa que no recuerdes. No importa que pasabas. Solo di que eran ellos. Vamos, Dios, haz por la niña el esfuerzo. Estos eran los rostros ¿verdad? Anda, di que sí. Y te dejamos.
Mejor me levanto y no pienso más.
¡René! ¡René! ¡René!
Está bien, sí son ellos.
¡René! ¡René! ¡René!
Ellos son los cabecillas.
¡René! ¡René! ¡René!
Aunque nunca los he visto.
¡René! ¡René! ¡René!
Aunque solo escuché voces.
¡René! ¡René! ¡René!
Aunque yo solo pasaba.
¡René! ¡René! ¡René!
Aunque solo había cuerpos.
¡René! ¡René! ¡René!
Cuerpos que gritaban.
¡René! ¡René! ¡René!
Aunque no vi ni un solo rostro.
¡René! ¡René! ¡René!
Ellos son los cabecillas…
¿Ya me puedo ir?
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Dayanet Polo Matos
Especialista en Medicina General Integral. Oftalmóloga. Pertenece a los talleres virtuales: “El Túnel”, “Espacio Abierto” y “Prosa”. Premios en el concurso de poesía erótica Farraluque (2021) y Homenaje a Eloísa Álvarez Guedes (2022). Ha tenido publicaciones en las revistas Hipocampo, Azahar, El Nahual Errante, Letra y legal,142 Cultural y Korad. También en las últimas ediciones de Tiempo de Poesía (antología poética iberoamericana), Cuando puedas (antología iberoamericana de cuentos) y Un soneto me manda a ser amante (antología poética argentina).
A continuación un relato de Dayanet Polo Matos:
Antoku
El monje bebe su té en silencio mientras contempla los crisantemos que acaban de florecer. Escucha un crujido de muerte. Una bola de fuego surca el cielo por encima de su cabeza en dirección al bosque. Loado sea Buda, va a incendiarlo todo. Matará a las aves que lo despiertan todas las mañanas y secará el lago. Morirán todas las truchas. Quizás ni siquiera se salve su choza de bambú.
Aprisa, la estera, la escudilla y la cuchara de madera, todo lo demás es superfluo. Lo otro importante, su kesa, lo tiene encima. La túnica confeccionada por su maestro con los sudarios de otros monjes fallecidos, el legado de sus hermanos.
Su cabeza rapada brilla, cubierta de un sudor frío que huele a miedo. Baja la colina con sus escasos bártulos a la espalda, tropezando con cuanto tronco caído hay en el suelo. Debe llegar al pueblo y transmitir el aviso por si el incendio se propaga.
Una llovizna tibia lo sorprende en la entrada de la aldea y el monzón avanza como samurái con katana afilada, protegiendo a su señor feudal. El eremita duerme esa noche en un rincón cercano al fuego que le han ofrecido por caridad. Buda misericordioso ilumine a esta familia.
Cuando la tormenta descarga su furia, el monje sube la colina. La espesura le resulta más importante que su mísera cabaña, la cual probablemente haya sido arrastrada por las inundaciones. Está intacto, alabado sea el nombre de Buda. Reverdecido por las lluvias. ¿Pero no debería haber alguna rama rota o árboles quemados?
Encuentra a un niño de apenas cinco años que juega al lado de los restos de un cascarón negro, como los de un huevo centenario. Está solo, como un pajarillo que se ha caído del nido. Contrario a su costumbre de no interferir en asuntos ajenos, le pregunta:
—Criatura, ¿qué haces aquí? ¿Dónde están tus padres?
El infante dirige sus grandes ojos al amable extraño.
—¿Padre?
Hay tanta armonía en su voz que el hombre siente la compasión brotar de sus entrañas. Le tiende una mano abierta y el niño posa la suya en aquella, cálida y áspera. Se levanta y lo sigue.
El monje juraría que es un príncipe perdido. Busca infructuosamente información, pero nadie reclama un hijo ni un sobrino. Lo llama Antoku, cómo el monarca ahogado del clan Heike.
¿Quién eres, mi pequeño príncipe? Tú educación es exquisita, como si te hubieras criado en el Castillo Azuchi y eres tan hermoso como la luna llena de primavera. ¿De dónde saliste?
Comienza a enseñarle a leer y el arte de la caligrafía. Antoku bebe a grandes tragos de las enseñanzas de Buda y el monje comprende su propósito. Su camino es mostrarle la senda a este ser puro, quien podría llegar a ser el próximo Daruma.
No quiero perderte, hijo querido. En todo este tiempo he buscado a tu familia desaparecida, sin resultados. Pero voy a dejar de hacerlo porque tengo miedo. Te quiero demasiado y no podría separarme de ti ahora.
Antoku con diez años es capaz de discutir sobre las sagradas enseñanzas. A los doce comienza a estudiar los koans y sobresale tanto que a los quince el maestro se declara insuficiente. El chico se niega a asistir a un monasterio si su padre adoptivo no lo acompaña. Entonces el ermitaño comprende que Antoku aún no está listo porque no ha logrado desprenderse del mundo y respira aliviado porque ponen tierra de por medio entre ellos y la montaña.
Antoku llega a los dieciséis en el monasterio, resolviendo el último koan y el anciano monje está orgulloso. La cabeza calva del joven se inclina para recibir su kesa, traje de puntadas tan minuciosas que no se nota donde termina el regalo de un maestro y comienza el de otro. El superior, una mañana, le pone una mano en el hombro y le anuncia que está listo para recibir el bastón de maestro. Su padre adoptivo escucha una vocecita que le dice: “Es hora de devolver el regalo”. Malos augurios lo rondan.
En la última meditación en el monasterio algo cambia en Antoku. Su piel emite un brillo que hasta la gente común nota y cuando lo miras a los ojos, es como mirar donde se une el cielo con el mar. El anciano se angustia en silencio. Pero sus hermanos están tan satisfechos al pensar que el joven ha alcanzado la iluminación, tan anhelada por todos, que lo felicitan. Una mañana de verano deciden regresar a la montaña. Antoku lleva el bastón y va en un mutismo espeso, respetado por el monje.
—Padre mío, quisiera volver al lugar donde me encontraste hace tantos años.
—Por supuesto, hijo. Te llevaré en cuanto lleguemos.
La tarde los acompaña. Aún está el cascarón en el mismo lugar. A su alrededor, la hierba no ha crecido y una fila de hormigas, que cruzaba por esa área hace tantos años, se mantiene inmóvil. Pero el ermitaño no lo nota, atento a su hijo.
El chico se detiene y toma el bastón por los extremos. Lo empuja con ambas manos y el rústico trozo de madera se encoge a un palmo de longitud, luego con afecto abraza al anciano. El maestro está tan maravillado que no puede hablar.
¿Qué está pasando, hijo querido? ¿Por qué tengo este dolor en el pecho?
—Gracias por todos estos años, sensei…padre.
Rompe la unión y se sienta en el suelo, en un espacio entre los trozos de cáscara, con el bastón entre sus muslos, agarrando sus rodillas con firmeza. Los trozos se juntan, armando una estructura ovoide que parece alargarse en el proceso, porque cubre completamente al joven. El viejo golpea el metal con los puños. Al no obtener respuesta coloca la frente sobre el metal frío y hace un reproche.
—Busqué por tantos años y tú tenías todas las respuestas.
La cubierta se vuelve tibia al tacto. De alguna manera el anciano “escucha” la respuesta de Antoku a través de su piel.
—Estaba programado para olvidar, padre mío, y recuperar mis memorias en el momento de partir. Mi cuerpo también recordará su forma original cuando toque el aire de mi mundo.
¿Por qué, Antoku? ¿Por qué todo esto? ¿Por qué tanto desgaste?
Viene a la mente del monje una imagen de Antoku vestido con su kesa brillante. El anciano puede ver delante del joven una serie de formas de vida que no conoce, todos con la suya propia y con las cabezas inclinadas en gesto de meditación. Detrás de él la figura de los maestros anteriores, que sonríen y asienten.
—Retírate, por favor, padre. Saldrá fuego cuando mi vehículo parta.
El eremita se desplaza hacia atrás, a una distancia prudente. El huevo se impulsa con un chorro ígneo y asciende hasta que los ojos llorosos del maestro dejan de verlo. El anciano recita, entre las sombras de la noche que ya llega:
Rápido alumbras.
Muy rápido te apagas
Insecto de luz.