Cada tarde y noche se escuchaban ruidos muy extraños mezclados con muchas risas. Todos los que habitaban el lugar se erizaban y se miraban unos a otros, ya que esas extrañas risas provenían de una casa abandonada, deteriorada por el miedo y por el tiempo. Los vecinos contaban que en otros días era una casa espaciosa, llena de luz y alegría, habitada por una familia de tres miembros, a uno de los cuales le sucedió una desgracia que entristeció para siempre los colores de la olvidada casa.
Al caer la noche el ruido más perturbador se escuchaba subir desde el sótano de la morada, además se prendían luces que iluminaban desde dentro las ventanas donde un día se olvidaron todos los juguetes intactos. En el stock de juguetes abandonados se contaban varias muñecas con pestañas grandes y gestos eternizados; una casa de juguete donde cabía perfectamente el gato; juegos de mesa para tomar el té; muñecos de peluche…, ya que la dueña amaba dormir abrazada a ellos; había dentro una cama con limpias sábanas estampadas con flores, encima descansaba una muñeca vestida con ojos azules y ropas de estilo victoriano, cuya sintética belleza parecía iluminar la habitación.
A la luz taciturna de la lámpara encendida jugueteaba una música infantil al son de la cual danzaban extrañamente todos los peluches, las muñecas y una cafetera con la que todos los danzantes jugaban a tomar el té, movidos al parecer por una voluntad ajena, que no era la de un ser vivo. A pesar de estos sucesos que intranquilizaban a los vecinos el ambiente era calmo y la vieja casa irradiaba cierta energía parecida al amor, debido quizá a que Sofía, el ente que habitaba ese sitio, se la pasaba jugando y cantando, como si su existencia se hubiese encapsulado en algún momento feliz de su infancia, el cual se repetía incesantemente en el espacio eterno de la casa.
Así pasó un largo tiempo sin que nadie perturbara la casa ni a su extraño huésped, pero un día apareció en el jardín un letrero blanco con letras rojas que decía: “Se vende”. El espíritu juguetón de Sofía no quería irse todavía, no hasta llegar el momento adecuado ¿o el inquilino adecuado?, pero una un día muy de mañana llegaron varias camionetas dispuestas con enseres y personal para arreglar y pintar la casa.
Sofía hacía mucho ruido para asustarlos, pero el trajín de los trabajadores minimizaba los azarosos esfuerzos de Sofía. Alguna vez procuró asustarlos tirando un bote de solvente o dejando impresas las huellas de sus pequeñas manos en una pared recién pintada, pero fue inútil. Al finalizar el trabajo la casa quedó esplendorosa como antes, y entonces acudieron a valorarla muchos posibles compradores, pero todo fue en vano, ya que a ellos sí los asustaban los berrinches de Sofía, y durante varios meses, nadie se decidió a comprar la casa.
Una noche azul y tormentosa, fría, con vientos soplando de todos lados, se estacionó en la puerta un pequeño y viejo carro, el cual apenas podía avanzar, éste traía en su interior, entre otras cosas, una familia pobre y aventurera que había salido en busca de una vida mejor al abandonar su pueblo donde no tenían ya un modo digno de vivir. Sumado a ello, hacía unos días los habían echado de una pequeña habitación, donde dormían hacinados, debido a que no pudieron pagar el último mes de renta.
Esta familia estaba formada por ambos padres y dos hijos, el menor de ellos aún en brazos; la otra, una niña de siete años con hermosos ojos y grandes pestañas de sonrisa pícara llamada Fernanda. Los padres eran pobres, pero muy trabajadores. Los niños, después del ajetreo del viaje, estaban ya preocupados, cansados, hambrientos, y temblaban de frío porque llovía muy fuerte afuera y su infeliz carcacha se había detenido y no podía andar más.
Los dos adultos se miraban uno al otro sin saber qué hacer; el cansancio también los había alcanzado ya, así que decidieron tocar a la puerta donde casualmente el carro se había detenido, ya que había luz y ruido alegrando la casa con el letrero de venta caído debido al fuerte viento.
Al llegar a la entrada, las puertas se abrieron de par en par para dejarlos pasar y los recibió un tenue calor que desprendía la chimenea encendida; una casa luminosa y acogedora, estaba recién amueblada para ser mostrada. Se sintieron invitados, aunque pensaron que los dueños, que no habían salido a ahuyentarlos o recibirlos, quizá no querían ser incomodados por sus dos niños o bien eran muy tímidos.
Entraron. Se quitaron su humilde ropa para secarla y por fortuna encontraron cuatro mantas dobladas, además de almohadas; acostaron a los niños cuando todos estuvieron secos. Se quedaron dormidos a pesar de que todos tenían hambre, no habían comido nada en días.
A la mañana siguiente, al salir el Sol, se despertaron abruptamente con temor de haber molestado u ofendido a los dueños, pero para su gran sorpresa, en la mesa había para los invitados espontáneos: jugos, café, leche, panes, frutas, cereales y huevos.
No sin vergüenza se sentaron a desayunar, pero lo más sorprendente fue que había un peluche color café con el nombre de Ángel —así se llamaba el niño pequeño—, y una muñeca ricamente vestida, con el nombre de Fernanda; también una carta recién escrita dirigida a los dueños de la casa. Apenas terminaron su alimento cuando se abrió intempestivamente la puerta y entró un anciano doloroso que puso cara de asombro al ver a unos extraños acomodados en su antigua casa.
Enérgicamente, pero con educación, preguntó qué hacían ahí, pero al ver los juguetes de Sofía dispersos por la sala, se quedó mudo, poniéndose a llorar con gran desconsuelo en forma incontenible. Nadie supo qué hacer, solo los niños con su ingenua bondad supieron lo que se debería de hacer y decir; corrieron ambos hacia el viejo que sollozaba, le dieron un beso y las gracias, además entre ambos lo apretaron en un abrazo muy fuerte. Pasado el episodio, la madre le dio una larga y necesaria explicación de su presencia en la casa y le entregó la carta que encontraron, la cual decía lo siguiente:
Queridos papá y mamá, aunque me fui de esta vida nunca me fui de la casa porque me gustaba mucho, casi tanto como mis juguetes y sabía que tarde o temprano la venderían, por eso me quedé esperando a la familia ideal para que la habitara y poder compartir con ellos todos mis juguetes, para mí lo más importante era colorearles la vida con una esperanza, compartir mi corazón lleno de amor con otros niños a través de mis juguetes, yo no quería molestar a nadie; no se preocupen, estoy bien y feliz, hoy que he encontrado la familia ideal, al fin regresé con mi creador quien ya me estaba esperando.
Al leer la carta que temblaba entre sus manos, el viejo se dio cuenta que eran los tiernos garabatos de su hija Sofía, entonces el anciano sintió un gran alivio que hacía mucho no experimentaba, e inmediatamente supo qué hacer: escuchó la explicación de los padres de esos pequeños, después les invitó a quedarse para cuidar y mantener la casa luminosa y alegre de nuevo, también les pagaría un sueldo por atender la casa y cuidar el jardín y a ambos niños les permitiría disponer de todos los juguetes que se encontraban guardados desde la partida de Sofía.
Cuando el señor de la casa se despidió, les dejó las llaves de la vivienda junto con algo de dinero, al retirarse los niños lo abrazaron, le pidieron que regresara lo antes posible, querían que fuera como un abuelo para ellos y éste aceptó ir cada uno o dos meses junto a su esposa para convivir y así disfrutar de los niños.
Los ancianos siempre fueron muy amados por los pequeñines, de alguna forma el destino tramó secretamente la felicidad de todos usando el hilo de algunos acontecimientos tristes y desafortunados. La casa volvió a encenderse de música y risas, pero ya proveniente de los nuevos niños. Al fantasma de Sofía nunca se lo volvió a escuchar, pero todos la recordaban a diario: en una canción, en un espacio de la casa, en un juguete. La soledad había desaparecido de la casa que ahora estaba llena de inédito amor y dulce esperanza.
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Rocío Medina es originaria de Ciudad de México, y actualmente radica en Tapachula, Chiapas. Médico de profesión y escritora por convicción. Forma parte del grupo de escritoras Tejedoras de Vida, con las cuales promueven la conciencia ecológica y los valores, a través de la literatura, entre jóvenes y niños. Sus cuentos los promueve a través de la página: Cuentos del alma con mantra. El traje y el espejo, es su primera obra publicada a través de la editorial Ala Ediciones.