En un país como México, con una deteriorada seguridad social, es común encontrar casos trágicos en los que algún artista carece de recursos para atenderse una enfermedad. Las redes sociales se han convertido en un parámetro para retratar la situación económica de escritores, pintores y escultores, entre otros, en las que familiares y amigos solicitan la ayuda comunitaria para costear alguna atención médica. En la mayoría de los casos, las instituciones culturales no reaccionan, hasta que los casos se convierten en un escándalo público.
La historia del poeta mexicano Darío Galicia forma parte de esas negligencias, no sólo oficiales, sino ciudadanas. Nacido en la Ciudad de México el 24 de julio de 1953, estudió danza y literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), institución en la que se formó para escribir y analizar cualquier tema de manera magistral.
Desarrolló su inventiva poética en los parámetros del infrarrealismo, movimiento poético fundado en la Ciudad de México en 1975, grupo al que pertenecieron Roberto Bolaño, Mario Santiago Papasquiaro, José Vicente Anaya, Rubén Medina, Ramón Méndez Estrada y José Rosas Ribeyro, aunque no le gustaba que lo asociaran a esa corriente literaria. El infrarrealismo tenía mucha fuerza en las letras nacionales y se caracterizaba ir contra el establishment de la literatura nacional, en ese tiempo en manos del Nobel mexicano, Octavio Paz.
En voz del músico Rafael Catana, fue un incansable luchador social que nunca se dio por vencido contra las injusticias, y trabajó a favor de las diversidades sexuales.
Galicia es autor de Historias cinematográficas (1987) y La ciencia de la tristeza (1994). Poemas de él fueron publicados en Asamblea de poetas jóvenes de México (1980), editada por Gabriel Zaid. Además, publicó poemas, traducciones, ensayos y cuentos en Sábado, El Búho, Punto de Partida, Plural, Diálogos, Tierra Adentro, Gay Sunshine, Hora de Poesía y Rimbaud Vuelve a Casa, entre otros.
En 1976, a sus 23 años, le realizaron una doble neurocirugía debido a un aneurisma cerebral. Después de la intervención quirúrgica, el poeta tuvo secuelas físicas que afectaron sus destrezas físicas e intelectuales con el paso de los años. Roberto Bolaño, fue a visitarlo en el cuarto del hospital donde Darío se recuperaba, recuerdo que quedaría plasmado en uno de los poemas del autor chileno:
LA VISITA AL CONVALECIENTE
Es 1976 y la Revolución ha sido derrotada
pero aún no lo sabemos.
Tenemos 22, 23 años.
Mario Santiago y yo caminamos por una calle en blanco y negro.
Al final de la calle, en una vecindad escapada de una película de los años cincuenta está
la casa de los padres de Darío Galicia.
Es el año 1976 y a Darío Galicia le han trepanado el cerebro.
Está vivo, la Revolución ha sido derrotada, el día es bonito
pese a los nubarrones que avanzan lentamente desde el norte cruzando el valle.
Darío nos recibe recostado en un diván.
Pero antes hablamos con sus padres, dos personas ya mayores,
el señor y la señora Ardilla que contemplan cómo el bosque
se quema desde una rama verde suspendida en el sueño.
Y la madre nos mira y no nos ve o ve cosas de nosotros que nosotros no sabemos.
Es 1976 y aunque todas las puertas parecen abiertas,
de hecho, si prestáramos atención, podríamos oír cómo
una a una las puertas se cierran.
Las puertas: secciones de metal, planchas de acero reforzado, una a una se van cerrando
en la película del infinito.
Pero nosotros tenemos 22 o 23 años y el infinito no nos asusta.
A Darío Galicia le han trepanado el cerebro, ¡dos veces!,
y uno de los aneurismas se le reventó en medio del Sueño.
Los amigos dicen que ha perdido la memoria.
Así, pues, Mario y yo nos abrimos paso entre películas mexicanas de los cuarenta
y llegamos hasta sus manos flacas que reposan sobre las rodillas en un gesto de plácida espera.
Es 1976 Y es México y los amigos dicen que Darío lo ha olvidado todo, incluso su propia homosexualidad.
Y el padre de Darío dice que no hay mal que por bien no venga.
Y afuera llueve a cántaros:
en el patio de la vecindad la lluvia barre las escaleras
y los pasillos
y se desliza por los rostros de Tin Tan, Resortes y Calambres
que velan en la semi transparencia el año de 1976.
Y Darío comienza a hablar. Está emocionado.
Está contento de que lo hayamos ido a visitar.
Su voz como la de un pájaro: aguda, otra voz,
como si le hubieran hecho algo en las cuerdas vocales.
Ya le crece el pelo pero aún pueden verse las cicatrices de la trepanación.
Estoy bien, dice.
A veces el sueño es tan monótono.
Rincones, regiones desconocidas, pero del mismo sueño.
Naturalmente no ha olvidado que es homosexual (nos reímos),
como tampoco ha olvidado respirar.
Estuve a punto de morir, dice después de pensarlo mucho.
Por un momento creemos que va a llorar.
Pero no es él el que llora.
Tampoco es Mario ni yo.
Sin embargo alguien llora mientras atardece con una lentitud inaudita.
Y Darío dice: el pire definitivo y habla de Vera que estuvo con él en el hospital y de
otros rostros que Mario y yo no conocemos y que ahora él tampoco reconoce.
El pire en blanco y negro de las películas de los cuarenta-cincuenta.
Pedro Infante y Tony Aguilar vestidos de policías
recorriendo en sus motos el atardecer infinito de México.
Y alguien llora pero no somos nosotros.
Si escucháramos con atención podríamos oír los portazos de la historia o del destino.
Pero nosotros sólo escuchamos los hipos de alguien que llora
en alguna parte.
Y Mario se pone a leer poemas.
Le lee poemas a Darío, la voz de Mario tan hermosa mientras afuera cae la lluvia,
y Darío susurra que le gustan los poetas franceses.
Poetas que sólo él y Mario y yo conocemos.
Muchachos de la entonces inimaginable ciudad de París con los ojos enrojecidos por el suicidio.
¡Cuánto le gustan!
Como a mí me gustaban las calles de México en 1968.
Tenía entonces quince años y acababa de llegar.
Era un emigrante de quince años pero las calles de México lo primero que me dicen es
que allí todos somos emigrantes, emigrantes del Espíritu.
Ah, las hermosas, las nunca demasiado ponderadas, las terribles
calles de México colgando del abismo
mientras las demás ciudades del mundo
se hunden en lo uniforme y silencioso.
Y los muchachos, los valientes muchachos homosexuales estampados como santos
fosforescentes en todos estos años, desde 1968 hasta 1976.
Como en un túnel del tiempo, el hoyo que aparece donde menos te lo esperas,
el hoyo metafísico de los adolescentes maricas que se enfrentan
–¡más valientes que nadie!– a la poesía y a la adversidad.
Pero es el año 1976 y la cabeza de Darío Galicia tiene las marcas indelebles de una trepanación.
Es el año previo de los adioses
que avanza como un enorme pájaro drogado
por los callejones sin salida de una vecindad
detenida en el tiempo.
Como un río de negra orina que circunvala la arteria principal de México,
río hablado y navegado por las ratas negras de Chapultepec,
río-palabra, el anillo líquido de las vecindades perdidas en el tiempo.
Y aunque la voz de Mario y la actual voz de Darío
aguda como la de un dibujo animado
llenen de calidez nuestro aire adverso,
yo sé que en las imágenes que nos contemplan con anticipada piedad,
en los iconos transparentes de la pasión mexicana,
se agazapan la gran advertencia y el gran perdón,
aquello innombrable, parte del sueño, que muchos años después
llamaremos con nombres varios que significan derrota.
La derrota de la poesía verdadera, la que nosotros escribimos con sangre.
Y semen y sudor, dice Darío.
Y lágrimas, dice Mario.
Aunque ninguno de los tres está llorando.
Aparte de este poema, Roberto Bolaño, se inspiró en Galicia para crear al personaje Ernesto San Epifanio en la novela Los detectives salvajes.
En la década de 1980, Dario Galicia tuvo muchas colaboraciones en medios literarios, pero después desapareció del escenario de las letras sin avisarle a nadie. Varios escritores se dieron a la tarea de encontrarlo, entre ellos la autora Ana Clavel, Mario Raúl Guzmán y Luis Antonio Gómez. Sus esfuerzos surtieron efectos en abril de 2019. Lo encontraron en muy malas condiciones en el Pueblo San Andrés Tetepilco, había pasado varios años en situación de calle, y presentaba muchos problemas de salud por la falta de alimentación.
Previo a esa búsqueda un fotógrafo había logrado captarlo en las calles de Pueblo San Andrés Tetepilco, tenía la mirada perdida, más encorvado que nunca y caminando con una bolsa de plástico. Estaba completamente abandonado a la suerte.
Ocho meses después, el 30 de diciembre de 2019, Darío falleció a los 66 años tras una crisis a consecuencia de la diabetes que padecía. Su muerte desató críticas de artistas por el abandono en el que estuvo en sus últimos años de vida.
Hoy en Poetripiados, recordamos su obra:
Autobiografía: mándeme a la silla eléctrica
Oxido la tarde en el café
Un duelo negro refleja mi sombra
Recorro el cielo
Mi eterno Meinkampf
Ataúd negro sin estrellas
Las estaciones son polvo negro
No existe el color
El negro es mi duelo
Mis ojos tapados en una celda blanca
No hay voluntad
Los tranquilizantes son el péndulo de mi mente
Aquí estoy encerrado
En mi crujía
Donde ninguna alma late
¿La salud mental?… Es su invención
Psiquiatras asesinos
Enfermeros carcelarios
Enemigos de la invención y la Utopía
A mi huelga de hambre
Pinchan mis venas con comida artificial
Cada gota que cae es un gusto por mi náusea
Me es vetado el grito
Un golpe
Otro madrazo
En un psiquiátrico
Donde ronda mi cadáver
No espero mi Hiroshima
Soy un ciudadano desconocido
Soy un expediente psiquiátrico
Donde no tengo nombre
Ni historia.
Arte poética
No me interesa ser un hombre fragmentario
Ni eructar Marx Marx cada media hora
No quiero ganar un concurso
Ni tampoco becas
Ni ser un poeta profesor
Solo quiero
Caer desnudo en el fondo de un poema
Blues para el retrato de un muchacho proletario
En aquel invierno miré su rostro por primera vez: tenía 16 años, el rostro demacrado y más hermoso aún que el del Che Guevara.
Esta tarde el atavismo es inevitable, esta tarde evoco el rostro de aquel muchacho proletario.
En aquel invierno los termómetros marcaban 3° bajo cero. Y sus zapatos estaban rotos y sus blue jeans raídos y sus bolsillos sin monedas. (Si Vittorio de Sica lo hubiese visto seguramente lo habría filmado.)
En aquel invierno cada claxon era un hito entre el suicidio y la vida, una campanada loca que se rompía lentamente en su tímpano. Sus retinas se concentraban con asco en un lujo inaudito, en un orden aparente, en una cruel abundancia.
En aquel invierno él acostumbraba pararse frente a los baños de vapor o en una esquina. Y en los glaciares esquizofrénicos de su mente anidaba la esperanza de poder vender esa noche su cuerpo a cambio de una cama y un plato de comida.