Lorenzo levanta la mano, haciendo con sus dedos la señal de “dinero” a los pocos foráneos que transitan por la ruta de terracería que conduce al mirador de la Barranca Sinforosa en la sierra Tarahumara.
-No hay, no hay nada, grita el hombre de piel morena a los visitantes que detienen por un momento el vehículo tratando de escuchar y entender las señales. De primera instancia piensan que han equivocado la ruta pero luego se dan cuenta que el llamado es por otro motivo.
Desde atrás de un muro construido con cientos de piedras redondas que encajan una a una a la perfección, el hombre sonríe tímido -casi con vergüenza podría pensarse- y agacha la cabeza antes de volver a emitir palabra.
Su rostro marcado con surcos profundos lo delata como alguien que ha vivido en el campo desde siempre, laborando al aire libre, bajo los rayos del imponente sol del verano o el cruento invierno en las montañas. Las manos callosas dan cuenta del trabajo diario en los sembradíos de maíz que hoy lucen desolados en espera de que las lluvias de la temporada lleguen pronto. De lo contrario crecerán a destiempo y en consecuencia no habrá cosecha. Después vendrá la falta de alimento, el hambre, la migración a la ciudad en busca de la sobrevivencia, la falta de oportunidades y la mendicidad.
Es una reacción en cadena que muchos conocen pero que pocos quieren decir.
Lorenzo no lo tiene muy claro pero presiente el futuro a partir de un presente cada vez más adverso.
-Las cosechas han sido malas desde hace años, no sé si será la falta de fertilizante o de agua. El tiempo se ha vuelto loco, a veces pasan meses sin que caiga una sola gota de lluvia y de pronto se vienen unas tormentas muy grandes que destruyen todo. Algo está pasando. A lo mejor la tierra ya se cansó, dice y se queda en silencio con la mirada fija en los montículos terrosos que se extienden entre las plantas lacias que apenas alcanzan un color verde pálido.
Ser campesino ya no sirve de nada, suelta Lorenzo repentinamente las palabras con un tono de desesperanza que duele, cala hondo porque a veces la tristeza del otro se convierte en algo propio. Algunos le llaman “empatía”, otros simplemente reviven recuerdos de infancia, duelos personales a causa de las ausencias impuestas por el destino, añoranzas que se meten bajo la piel emulando a un ejército de tijerillas hambrientas.
La frustración se adivina también en la mirada oscura del ojo derecho de Lorenzo, el izquierdo vive en la mediana opacidad de una catarata en ciernes.
¿Qué piensas hacer? –pregunta el turista citadino que no entiende nada de ciclos agrícolas, siembras de temporal, descanso obligado a la tierra para una mejor y larga vida, plagas que nacen y se multiplican con el calor, la importancia de las lluvias de abril o mayo, la esperanza que duerme a un costado del campesino y se rompe con él cuando la sequía se hace presente.
El cuestionamiento del visitante ocasiona una sonrisa consecuente en el rostro de Lorenzo ante la mezcla de inocencia-ignorancia que advierte en el citadino.
-Pos qué más voy a hacer sino trabajar, estas piedras me verán morir, responde divertido y explica que sus hijos crecieron y se marcharon a trabajar a otra parte del mundo con un montón de sueños a cuestas y la misma esperanza que a él lo mantiene vivo.
No sabe cómo les va porque habla poco con ellos, solo cuando acude al pueblo los viernes por la tarde y consigue un teléfono para que aquellos le llamen. Lorenzo no tiene teléfono celular porque sería imposible pagar por el servicio y aunque lo tuviera, hasta su casa no llega la señal.
-Tuvimos tres hombres y dos mujeres. Se fueron porque aquí no hay futuro, nomás hay que voltear para los lados p´a darse cuenta. No podían quedarse aquí a vivir como nosotros: esperando siempre que haya lluvia o que el año sea bueno. Tenían que irse y se fueron.
Sus hijos ya no son un motivo que le obligue a trabajar, es cierto, pero aún es necesario alimentarse para seguir poniéndose de pie cada mañana, ayudar a Margarita (su esposa) en los quehaceres diarios porque aún convalece de la cirugía que le hicieron hace poco para retirarle el apéndice roto.
-Ahora me toca cuidarla porque se le reventó la “péndis” y se infectó su estómago por dentro. Duró muchos días en el hospital pero ahí va poco a poco, saliendo ya de la enfermedad.
Con un gesto de asombro Lorenzo asegura al visitante que en cuanto Margarita pudo ponerse de pie, la sacó del hospital porque no quería que le pegara “el virus ese que anda por ahí”, porque dicen que es muy “bravo” y mata a las personas con tanta rapidez como se pasa de unos a otros.
Él no quería que eso le pasara a Margarita porque a pesar de cualquier cosa, ella sigue siendo su compañera de vida, la que eligió hace tantos años que ya ni los recuerda pero, por la edad de los hijos, deben ser treinta o más.
-Acá no nos llega el virus porque estamos lejos de todo y es poca la gente que se acerca. Cuando voy al pueblo me cuido, en el hospital donde estuvo Margarita nos enseñaron cómo.
La plática que empezó como un llamado de auxilio, se alarga un poco más pero el sol continúa su camino en cielo para colocarse en lo más alto de este. Es mediodía y la sombra de los árboles cae sobre sí mismos dejando sin cobijo a los dos hombres.
El citadino se despide de Lorenzo con un apretón de manos intencionado a pesar de la pandemia. El visitante solo quiere dejar, sin decir palabra, un billete de cualquier color en la mano del campesino para que este no sienta pena por las desgracias que no se piden, pero llegan solas.
Periodista / Escritora Mexicana. Licenciada en Filosofía con una Maestría en Periodismo. Ha escrito libros de Poesía, cuento y novela además de trabajar de manera cotidiana el reportaje y la crónica. Además de la obra impresa que incluye 9 libros, ha publicado textos en periódicos y revistas digitales tanto de México como del extranjero. Forma parte de diversas antologías de poesía y cuento. Su labor periodística y literaria le ha hecho ganadora de diferentes premios y reconocimientos así como el nombramiento como mujer chihuahuense destacada en letras y literatura.
Algunas de sus obras son: La Tinta de los Cerezos, Sobreviviente, Valkiria, Flores de un Paraíso Perdido, El Canto de las Brujas, Lágrimas de Barro, Los Ojos de la Luna, Entre las Sombras y Alas Robadas.
Forma parte de las Antologías: A golpe de Linterna, Cien años del Cuento Mexicano, Poemas de Pandemia, Cuentena –cuentos de cuarentena- (ambos editados en Guatemala) Coordenadas de Voces Femeninas, Desierto en Escarlata. Historias policiacas de Ciudad Juárez, Anatomía de signos, Color y palabra en la mujer Chihuahuense, entre otras.