Es increíble la escena del embajador extranjero, Ken Salazar, abrazando a la Iglesia Católica como si fuese un báculo para la estabilidad de México. Desde su púlpito mediático, nos sermonea sobre diálogos profundos y soluciones mágicas, mientras posa al lado del obispo de Cuernavaca y secretario del Episcopado Mexicano (CEM), Ramón Castro Castro, como si fuera parte de una obra de teatro cuyo guion desconoce el pueblo que observa, expectante y desconfiado.
Al embajador Salazar le gusta visitar al obispo, pues en el 2023, cuando el ambiente electoral comenzaba a encenderse, ya se habían reunido.
¿Desde cuándo la Iglesia, aquella que debería velar por las almas y no por los votos, se convirtió en un actor político de la oposición? ¿Y desde cuándo un embajador, figura diplomática cuya misión debería ser el respeto y la neutralidad, se permite señalar el “liderazgo fundamental” de una institución que, históricamente, ha estado tan atada a los vaivenes del poder que a veces olvida su carácter espiritual?
Salazar, con su sombrero bien plantado y su discurso meloso, conservador, parece no comprender que en México hemos librado batallas profundas y desgarradoras para separar el altar del poder. Benito Juárez, con su Ley de Reforma, logró que la iglesia no se entrometiera en la vida pública, porque cuando lo hacía, perdía su esencia y se convertía en un peón más en el tablero político. Lo que siguen pasando.
En estos días, la Iglesia Católica no actúa como guía espiritual, sino como un eco de los sectores más conservadores, los prianistas, aquellos que han encontrado en sus púlpitos un espacio para atacar reformas sociales y desacreditar un gobierno que, aunque imperfecto, busca priorizar a los pobres y marginados. El obispo que recibe al embajador no está solo celebrando una misa; está protagonizando una escena cuidadosamente orquestada para fortalecer a una oposición que carece de liderazgos sólidos y recurre a sotanas y sermones para mantenerse vigente.
Pero el problema no es solo la Iglesia. Es también este embajador que parece desconocer el delicado arte de la diplomacia. Salazar habla de “diálogo profundo” como si México fuese un alumno desobediente que necesita lecciones de su maestro del norte. ¿Dónde queda el respeto a la autodeterminación? ¿Por qué la insistencia en señalar qué caminos debemos tomar o qué actores debemos incluir en nuestro diálogo nacional?
Es cierto que los problemas de economía, pobreza, migración y seguridad requieren soluciones. Pero esas soluciones no vendrán de reuniones entre un embajador extranjero y un obispo que ha tomado un papel político. Vendrán del trabajo constante y comprometido de un gobierno que tiene las puertas abiertas al diálogo, como lo dijo Salazar, pero que también debe mantenerse firme en proteger la soberanía nacional.
Nos queda claro que México no necesita que le dicten cómo resolver sus problemas desde una mezcla incómoda de religión y política. Necesitamos liderazgos auténticos, soluciones reales y una separación clara entre los poderes espirituales y los temporales. Porque cuando los sotanas se mezclan con las corbatas y los embajadores juegan a ser actores políticos, el pueblo queda, una vez más, en medio del fuego cruzado de intereses ajenos.
Y mientras Salazar ofrece sus sermones sobre “campañas de paz” y “diálogo”, las mexicanas y los mexicanos seguimos avanzando, a pesar de los que insisten en mirarnos desde arriba, olvidando que aquí abajo el corazón late con fuerza, listo para defender lo que tanto nos ha costado construir.