LA METÁFORA SUBRAYADA, DE FEDERICO CORRAL VALLEJO
Dentro de la tradición de la palabra escrita, más propiamente de la poesía, encontramos la metáfora, cuya raíz etimológica del griego nos la revela como un ir con nosotros más allá, un conducirnos fuera de los límites, pero el lector se preguntará: ¿Más allá de qué o de quién? ¿de qué clase de límites se hace alusión? Y la respuesta es más allá de todo aquello que de tan cotidiano resulta cognoscible, aprehensible, mediante el conocimiento. La palabra como metáfora se contempla entonces como un elemento clave para llegar a una cierta comprensión de nuestro entorno. La palabra enumera, nombra, define todo aquello que hemos denominado cosas y nos las hace familiares.
En los primeros balbuceos de la humanidad parece darse el gran salto a la palabra, y, posteriormente, a la metáfora. Pero como las cosas no tenían nombre aún, al ir más allá de lo cognoscible de las cosas, al nombrarlas, todas ellas resultaron ser metáforas. Así se resuelve el dilema de ¿qué fue primero, la palabra o la metáfora? Y luego, cuando las cosas se desgastaron ante los ojos de los hombres de tanto nombrarlas, se abolieron las metáforas y surgieron las palabras. Ahora, es la metáfora la que le otorga a una cosa archirreconocida un nombre que ya le pertenece a otra. Aún más, no solamente le otorga la metáfora un nombre nuevo a la cosa, sino que también le transfiere las cualidades de esa primera cosa a una segunda. Así tenemos que, el helicóptero es una metáfora que vuela del caballito del diablo, o libélula. El submarino es una metáfora de una ballena. Un tanque de guerra es una metáfora de una tortuga. El radar es una metáfora del sistema de localización de los objetos que poseen los murciélagos. La rueca es una metáfora del quehacer de los arácnidos. Si la técnica y la ciencia han surgido de esta capacidad de metaforizar el quehacer y las cualidades de los otros seres que habitan en la naturaleza y han hecho posible el progreso, entonces la técnica, la ciencia y el progreso surgen de ese sentimiento profundo que es la poesía.
También Juan Pueblo tienen su arsenal de metáforas, por ejemplo, los obreros, a la hora de comer en el área de trabajo ponen tortillas en el comal “hasta que se nuble”; dicen que la luna es de queso, que el viento sopla, que una cueva está oscura como boca de lobo, que un niño come como pelón de hospicio, que un lisiado es como un punto y coma, que los sueños se derrumban como un castillo de naipes, que nadie se muere en la víspera, etcétera, etcétera. Gracias a estas metáforas, que son imágenes, y a otras tantas, Juan Pueblo tiene el alma de poeta y no lo sabe.
En “La metáfora subrayada”, su autor, Federico Corral Vallejo, comienza por definir qué es una metáfora, y luego subraya las relaciones que ésta sostiene con el lenguaje, con el canto, con la imaginación y con algunas interpretaciones del mundo a través de su aparición en la poesía.
Es curioso que Federico Corral Vallejo, en principio, nos advierta y nos prevenga de caer en la alegorización, que según él, es un vicio provocado por un exceso de metaforización que habrá de conducirnos a un mero laberinto retórico y banal, y que luego, páginas más adelante, haga un encomio de la alegoría, llamándole la madre de todas las metáforas y tildándola como aquella que posee el máximo grado en el universo metafórico, contradiciendo así, su propio hilo discursivo.
Corral Vallejo comete ciertos deslices en el análisis de algunos textos breves con los que apuntala su encomioso discurso metáforico. El primero de ellos ocurre cuando cita la tercia de versos más citados del poeta español Jorge Manrique, y en los cuales se puede leer:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar
que es el morir…
Corral Vallejo afirma que en el último verso de esta triada: que es el morir, la vida es comparada con el morir, cuando en realidad el poeta español nos habla de la vita brevis, pero Corral Vallejo nos distrae de la verdadera metaforización, que es la comparación de que la vida es tan corta como un río, y la comparación del mar que es la muerte hacia donde desembocan nuestras vidas que son ríos.
El segundo desliz ocurre cuando el escritor parralense sobrevalora el texto titulado “Mi bolsa”, escrito por su coterránea María Luisa Jara, y lo adjetiva de magistral y lo pone como ejemplo sublime, cuando a las claras se nota que es un texto mediocre, con imágenes riesgosas, que si bien, es cierto, se pueden prestar a múltiples interpretaciones, pero éstas no propiamente nos conducen al poema excelso que Corral Vallejo parece haber encontrado. De hecho el texto ni siquiera alcanza la categoría de poema. Pierde su naturaleza poética precisamente por la cualidad que debería rescatarla: la adjetivación. Comprendemos entonces, y muy claramente, lo que Rubén Darío nos advertía de que el adjetivo, cuando no da vida, mata.
Por otro lado, nos encontramos ante el caso del ensayista que ha encontrado a un texto que se le acomoda porque, de manera muy conveniente, va de acuerdo con la dirección de su propio discurso. Corral Vallejo encorseta al texto, haciéndolo caber en sus pretensiones que le parecen las más pertinentes al ensayo que escribe y se atreve a calificarlo de excelente, cito el texto íntegro:
MI BOLSA
En ella llevo el púrpura
de la sonrisa femenina
los sueños arcoíricos
de dormidas palabras
fragancias primaverales
de mi sensualidad festiva…
lunas y soles
de escondida riqueza
suavidad de pieles
que nunca se marchitan
albo manto que absorbe
lágrimas furtivas.
Lo único que sacamos en claro, un caso digno de Sherlock Holmes, que los tres enigmas básicos se refieren al colorete, al dinero y al pañuelo, pero las lleva a cabo con el recurso de la alusión fallida.
La metáfora es otra cosa, la metáfora no facilita el camino del lector principiante porque es un tropo cuya labor es la de trasladar el sentido llano de las voces a otro figurado, en relación a una comparación tácita, es decir, la metáfora convierte al lenguaje recto, lineal, en lenguaje hermético. Eleva su rango de dificultad en demérito de su propia comprensión. En cambio, para el lector avezado, eleva el rango de placer estético que produce la imagen poética lograda gracias a la metaforización de la palabra.
“La metáfora subrayada”, de Federico Corral Vallejo, necesita una revisión exhaustiva de su autor. Afortunadamente, lo que los escritores escribimos siempre, no son libros, sino “borradores”, intentos de libros. La tarea de pulir y corregir un texto, un libro completo, nunca se termina. Tal vez por eso los últimos libros de poesía de los grandes autores, siempre son los mismos libros del principio, pero a la vez son otros, gracias a ese demonio cáustico llamado autocorrección. Enhorabuena por todos nosotros los lectores.
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