“Definido en términos psicológicos,
un fanático es el que conscientemente
sobrecompensa una duda secreta”
Aldous Huxley
María Sabina fue una chamana mexicana que trascendió los límites territoriales para influir en el mundo entero. Su fama de “ver el interior de las personas” se debió en gran parte al uso del peyote y su sustancia activa, la mezcalina. Fue visitada por grandes personalidades, desde el famoso escritor Aldous Huxley (uno de los precursores de la distopía) y el cineasta Walt Disney, hasta los icónicos músicos Jim Morrison, Mick Jagger y John Lennon.
El simbolista francés Charles Baudelaire, dentro de Las flores del mal, escribió a modo de cierre en el himno a la belleza: “menos odioso el mundo, más ligero el instante” (Baudelaire, 1962). En estas pocas palabras puede resumirse la intención del músico británico Syd Barrett por hacer música. Ante el episodio traumático de la muerte de su padre, la música fue para él un escape perfecto; su realidad psíquica encontraba en la psicodelia de sus canciones un verdadero espacio de ser. En su música era pleno, sin las censuras que imponen todas las sociedades a los individuos.
Entendemos entonces que Syd conjugaba la realidad material con el espacio simbólico al que lo trasladaba su música, aunado a los estímulos provocados por el uso del LSD. Este último, cuya génesis también se debe a la búsqueda de un escape de la realidad material, se ha convertido en un mecanismo de evasión que, hoy en día, mantiene al mundo de cabeza.
Usar estimulantes ha sido parte de la historia de muchos artistas de diversas disciplinas: encontramos al genio de Poe (Davidson, 1957), influido en muchas ocasiones por su afición al opio o al ron; las puertas de la percepción de Huxley, abiertas por su experiencia con la mezcalina; la sociedad parisina de simbolistas, envuelta en fumadores de opio y frecuentes consumidores de absenta; o la afición de Balzac a la cafeína. La adicción, como consecuencia de un escape de lo mundano, ha legado a la humanidad grandes obras que han traspasado el tiempo.
¿A dónde nos traslada la música? Sería estéril intentar explicar algo que Tolstói describió perfectamente. En su novela La sonata a Kreutzer (Tolstói, 2012), basada en la pieza homónima de Beethoven, el escritor relata:
“La música me obliga a olvidarme de mí mismo, a olvidar mi situación concreta, y me transporta a una situación diversa, que no es la mía; bajo la influencia de la música me parece escuchar lo que en realidad no escucho, entender lo que no entiendo, poder hacer cosas que en realidad no puedo hacer. De repente la música me transporta directamente a la condición espiritual en la cual se encontraba su autor en el momento de escribirla. Mi ánimo se funde con el suyo, y yo me voy transfiriendo junto con el autor desde un estado de ánimo a otro, pero por qué pasa esto yo no lo sé… Ciertamente el que escribió la música —pongamos que se trate de la Sonata a Kreutzer de Beethoven— sabía por qué se encontraba en este estado de ánimo, que lo obligaba a cumplir determinados actos y que, por lo tanto, para él tenía sentido.”
Desde esta perspectiva, el interés de Barret era separarse de su realidad material, vivir una situación psíquica que lo alejara de los impuestos sociales y de lo crudo que se presentaba para él la realidad. Aunado al uso de sustancias psicotrópicas, el artista hacía una descarga de energía psíquica, la desfogaba y transmitía en su música. Para el psicoanálisis, conjugaba lo real con lo simbólico. Es de esta manera en que también su música juega un papel crucial en la identificación con diversos sujetos, tanto por lo que se expresa en la parte lírica de sus composiciones como en todo lo relativo a las fibras más sensibles que despiertan los acordes y que transportan a un plano real distinto a sus escuchas, y que en diversas ocasiones también los puede conjugar con diversos estimulantes que pueden ir desde la simple cafeína o aminoácidos que estimulan el sistema nervioso, hasta el uso de sustancias como opiáceos u opioides.
De la misma manera, podemos entender su influencia en las masas. Sus creaciones proyectaban ese desencanto social, invitaban a un viaje fuera de los límites terrenales. Existía una identificación del oyente con el músico, una simbiosis donde también el escucha descargaba energía de la libido y encontraba una estabilización entre lo material y lo simbólico, y que hoy en día continúa con una vigencia extraordinaria.
De esta manera, podemos entender a aquel sujeto que requiere su dosis diaria de Barret, de Morrison o los acordes del piano de Manzarek; envolverse en la oscuridad propia de Ozzy; hacer, como lo inmortalizó el poeta maldito por excelencia Baudelaire, menos odioso el mundo y más ligero el instante.
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Trabajos citados
Baudelaire, C. (1962). Le fleurs du mal. New York: Washington Square press book.
Davidson, E. H. (1957). POE a critical study. Cambridge: The Belknap Press of Harvard university.
Tolstoi, L. (2012). La sonata a Kreutzer (Primera ed.). (L. A. Irene Andresco, Trad.) Madrid, España: Alianza editorial.