En el año que nació el escritor ruso Antón Chéjov sucedieron varios eventos históricos. El 6 de noviembre de 1860, en Estados Unidos, Abraham Lincoln se convirtió en el primer republicano en ser elegido presidente, y unos días después, el 10 de diciembre se concedió el voto a las mujeres en el estado de Wyoming, por primera vez en tierras estadounidenses. En México, por esos tiempos, el 4 de diciembre se decretó la Ley de Libertad de Cultos, emitida desde Veracruz, donde residía entonces el gobierno del presidente Benito Juárez.
Chéjov, el gran cuentista, dramaturgo y médico ruso, vio la luz por primera vez un 29 de enero en Taganrog, una ciudad localizada a las orillas del mar de Azov.
De acuerdo con los estudios que hay sobre su vida y obra, creció en una familia de escasos recursos, cuyo padre fue el mercader Pavel Chéjov. Acabó sus estudios secundarios en el poblado en el que nació hasta que junto con sus parientes se marchó a Moscú. En la capital rusa, cursó medicina entre 1879 y 1884, aunque en realidad estaba más interesado en la literatura.
Sus primeras letras aparecieron en revistas humorísticas, en 1886, las cuales fueron firmadas bajo varios seudónimos como Antosha Chejonté, Ulises, El hermano de mi hermano, entre otros.
Los textos publicados en esas revistas se reunieron para editar su primer libro, Cuentos de Melpómene (1884), y algunos de los relatos más sobresalientes en esa obra y en Relatos Variopintos (1886), son El camaleón, La muerte de un funcionario, el suboficial Prishibéev, el gordo y el flaco.
La fuerza de su literatura provocó muchas reacciones, una de ellas fue la del escritor ruso Dmitri Grigoróvich, quien le escribió una carta, en la que le advirtió que debía seguir escribiendo para no cometer un pecado moral: “Usted está destinado a escribir algunas obras excelentes, realmente valiosas. Cometerá un gran pecado moral si no responde a esas esperanzas. Para ello es preciso respetar en sí un talento que tan pocas veces se concede”.
Quien ha leído a Chéjov, puede disfrutar de un estilo marcado por el laconismo expresivo, es decir, de una escritura breve y concisa, con las palabras justas y, a la vez, ingeniosas, además de que en las historias los pensamientos de sus personajes juegan un papel estelar.
El escritor mexicano Sergio Pitol, en su análisis de La Gaviota, una pieza teatral en cuatro actos de Chéjov escrita en 1896, pintó de una buena forma al ruso:
“Para entendernos, cuando Chéjov se consideraba un escritor realista, lo hacía con la misma tranquila convicción con que Tolstoi y Dostoievski aceptaron el término. El adjetivo para ellos y para sus contemporáneos tenía un sentido preciso. Sin embargo, paradójicamente, no hay ningún estudio contemporáneo sobre Chéjov que no se detenga en mostrar la intensa carga simbólica incorporada en su obra”, escribió para la Revista de la Universidad en enero de 1994.
En ese análisis de la obra con la que se inició la transformación del teatro contemporáneo, Pitol asegura que “una de una de las modalidades del relato chejoviano es su fragmentación, a veces su pulverización. No se trata de un capricho. Es una respuesta formal a uno de los temas más inquietantes de este autor. El mundo de Chéjov parece girar en torno a un eje: la incomunicación. La ruptura de la comunicación se da sobre todo entre las personas más sensibles, más generosas, y afecta las relaciones más delicadas, las de los amantes, los amigos, las que existen entre padres e hijos. Los personajes poco a poco enmudecen, las palabras se les congelan, y cuando se ven forzados a hablar coagulan el lenguaje, lo infectan, de modo que lo que hubiera podido ser fiesta de reconciliación, epifanía, se transforma en duelo de enemigos, en desbarrancamiento”.
Dos temas que brillan en la obra de Chéjov, son la oposición de la voluntad contra toda forma de avasallamiento, y por supuesto el de la verdad y la transparencia, contra la mentira, y todo lo gris.
Tuvo fe en el progreso y en la ciencia, y simpatías por el positivismo. Hacia el final de su vida se radicalizó, hasta separarse de algunas amistades, incluso plasmó varias críticas contra escritores, como Tolstói y sus enseñanzas evangélicas: “La moral de Tolstói ya no me conmueve. En el fondo de mi corazón no me es simpática. Por mis venas corre sangre campesina. ¡Que no vengan a mí con virtudes de mujiks!. Desde muy joven he creído en el progreso. Reflexiones objetivas y mi sentido de justicia me dicen que en la electricidad y en el vapor hay más amor por el hombre que en la castidad, el ayuno y el rechazo de la carne”.
Acerca de su muerte, se creyó por más de un siglo que había sido a causa de un ataque al corazón y se especuló que la tuberculosis había estado detrás de su partida el 15 de julio de 1904.
El maestro del relato murió a los 44 años de edad en el complejo hotelero alemán de Badenweiler, donde había llegado después de una exacerbación de su tuberculosis.
En enero de 2018, científicos de Instituto de Investigaciones sobre Biociencias Quadram de la ciudad de Norwich (Reino Unido), dieron a conocer las verdaderas causas de su fallecimiento.
La noticia, publicada por el diario The Times, señala que los investigadores sometieron a un minucioso análisis químico las muestras tomadas de una postal firmada por el dramaturgo, de diversas cartas y también de la camisa con manchas de sangre que el escritor llevaba en el momento de su muerte.
En las muestras, junto con las proteínas que atestiguan la presencia de las bacterias de la tuberculosis, los científicos hallaron una sustancia proteica que -con muchas probabilidades- pudo haber promovido la formación de un trombo, lo que habría conducido a un bloqueo de sus vasos sanguíneos y a una hemorragia cerebral, coincidieron los investigadores británicos.
Hoy en Poetripiados, te presentamos uno de los cuentos de este gran escritor ruso.
El trágico
Por Anton Chejov
Se celebraba el beneficio del trágico Fenoguenov.
La función era un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.
Ruidosas salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las señoras lo saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban.
Pero la más entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una función de teatro!
– ¡Dios mío, qué bien trabajan! ¡Es admirable! -le decía a su padre cada vez que bajaba el telón-. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo!
Su entusiasmo era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la música.
– ¡Papá! -dijo en el último entreacto-. Sube al escenario e invítalos a todos a comer en casa mañana.
Su padre subió al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invitó a los actores a comer.
– Vengan todos, excepto las mujeres -le dijo por lo bajo a Fenoguenov-. Mi hija es aún demasiado joven…
Al día siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron.
La comida fue aburridísima. Limonadov, desde el primer plato hasta los postres, estuvo hablando de su estimación al jefe de policía y a todas las autoridades. De sobremesa, Vodolasov lució sus facultades cómicas imitando a los comerciantes borrachos y a los armenios, y Fenoguenov, un ucranio de elevada estatura, ojos negros y frente severa, recitó el monólogo de Hamlet. Luego, el empresario contó, con lágrimas en los ojos, su entrevista con el anciano gobernador de la provincia, el general Kaniuchin.
El jefe de policía escuchaba, se aburría y se sonreía bonachonamente. Estaba contento, a pesar de que Limonadov olía mal y Fenoguenov llevaba un frac prestado, que le venía ancho, y unas botas muy viejas. Placíanle a su hija, la divertían, y él no necesitaba más. Macha, por su parte, miraba a los artistas llena de admiración, sin quitarles ojo. ¡En su vida había visto hombres de tanto talento, tan extraordinarios! Por la noche fue de nuevo al teatro con su padre.
Una semana después, los artistas volvieron a comer en casa del funcionario policíaco. Y las invitaciones, ora a comer, ora a cenar, fueron menudeando, hasta llegar a ser casi diarias. La afición de Macha al arte teatral subió de punto, y no había función a la que no asistiese la joven.
La pobre muchacha acabó por enamorarse de Fenoguenov.
Una mañana, aprovechando la ausencia de su padre, que había ido a la estación a recibir al arzobispo, Macha se escapó con la compañía, y en el camino se casó con su ídolo Fenoguenov. Celebrada la boda, los artistas le dirigieron una larga carta sentimental al jefe de policía. Todos tomaron parte en la composición de la epístola.
– ¡Ante todo, exponle los motivos! -le decía Limonadov a Vodolasov, que redactaba el documento-. Y hazle presente nuestra estimación: ¡los burócratas se pagan mucho de estas cosas!… Añade algunas frases conmovedoras, que lo hagan llorar…
La respuesta del funcionario sorprendió dolorosamente a los artistas: el padre de Macha decía que renegaba de su hija, que no le perdonaría nunca el «haberse casado con un zascandil idiota, con un ser inútil y ocioso».
Al día siguiente, la joven le escribía a su padre:
«¡Papá, me pega! ¡Perdónanos!»
Sí, Fenoguenov le pegaba, en el escenario, delante de Limonadov, de la doncella y de los lampistas. No le podía perdonar el chasco que se había llevado. Se había casado con ella, persuadido por los consejos de Limonadov.
– ¡Sería tonto -le decía el empresario- dejar escapar una ocasión como ésta! Por ese dinero sería yo capaz, no ya de casarme, de dejar que me deportasen a la Siberia. En cuanto te cases construyes un teatro, y hete convertido en empresario de la noche a la mañana.
Y todos aquellos sueños habíanse trocado en humo: ¡el maldito padre renegaba de su hija y no le daba un cuarto!
Fenoguenov apretaba los puños y rugía:
– ¡Si no me manda dinero le voy a pegar más palizas a la niña!…
La compañía intentó trasladarse a otra ciudad a hurto de Macha y zafarse así de ella. Los artistas estaban ya en el tren, que se disponía a partir, cuando llegó la pobre, jadeante, a la estación.
– He sido ofendido por su padre de usted -le declara Fenoguenov-, y todo ha concluido entre nosotros.
Pero, ella, sin preocuparse de la curiosidad que la escena había despertado entre los viajeros, se postró ante él y le tendió los brazos, gritándole:
– ¡Lo amo a usted! ¡No me abandone! ¡No puedo vivir sin usted!
Los artistas, tras una corta deliberación, consintieron en llevarla con ellos en calidad de partiquina.
Empezó por representar papeles de criada y de paje; pero cuando la señora Beobajtova, orgullo de la compañía, se escapó, la reemplazó ella en el puesto de primera ingenua. Aunque ceceaba y era tímida, no tardó, habituada a la escena, en atraerse las simpatías del público. Fenoguenov, con todo, seguía considerándola una carga.
– ¡Vaya una actriz! -decía-. No tiene figura ni maneras, y además es muy bestia.
Una noche la compañía representaba Los bandidos, de Schiller. Fenoguenov hacía de Franz y Macha de Amalia. Él gritaba, aullaba, temblaba de pies a cabeza; Macha recitaba su papel como un escolar su lección.
En la escena en que Franz le declara su pasión a Amalia, ella debía echar mano a la espada, rechazar a Franz y gritarle: «¡Vete!» En vez de eso, cuando Fenoguenov la estrechó entre sus brazos de hierro, se estremeció como un pajarito y no se movió.
– ¡Tenga usted piedad de mí! -le susurró al oído-. ¡Soy tan desgraciada!
– ¡No te sabes el papel! -le silbó colérico Fenoguenov- ¡Escucha al apuntador!
Terminada la función, el empresario y Fenoguenov sentáronse en la caja y se pusieron a charlar.
– ¡Tu mujer no se sabe los papeles! -se lamentó Limonadov.
Fenoguenov suspiró y su mal humor subió de punto.
Al día siguiente, Macha, en una tiendecita de junto al teatro, le escribía a su padre:
«¡Papá, me pega! ¡Perdónanos! Mándanos dinero.»