Pocos personajes en la historia reciente de México representan con mayor nitidez la fractura entre el discurso y la práctica que el expresidente cuyo legado está marcado por la devastación económica y social de millones. En un escenario donde el cinismo parece ser la única moneda de cambio, no sorprende que aquel que convirtió las deudas privadas en públicas y fortaleció la brecha de la desigualdad hoy se erija como comentarista de lo que llama “democracia”.
Sin mencionar nombres, sus recientes declaraciones insinúan que en la administración actual las riendas del poder no las lleva quien está al frente, sino quien le precedió. Pero, ¿es que acaso el exmandatario, cuyo sexenio fue un laboratorio de injusticias, está en condiciones de hablar de transparencia y legitimidad?
Veamos paso a paso. El gobierno de 1994 a 2000 no solo heredó al país una deuda eterna, con el Fobaproa como su insignia más indecorosa, sino que cimentó un modelo donde los privilegios de la élite empresarial se blindaron a costa de la miseria popular. La ironía no se pierde: quien saqueó con rescates bancarios, privatizó hasta el aire y entregó bienes públicos a intereses privados, ahora se coloca como un observador moralista del presente. Por supuesto, a eso habría que sumarle las masacres, las violaciones sistemáticas a los derechos humanos y las estrategias de contrainsurgencia que marcaron ese sexenio con sangre y terror.
El expresidente aseguró el pasado viernes 10 de enero de 2025, que México ha dejado de ser un país democrático con Estado de derecho. Durante el Seminario de Perspectivas Económicas 2025 del ITAM, criticó reformas como la del Poder Judicial y la eliminación de órganos autónomos, señalando que han llevado al país hacia una autocracia partidista. Además alertó sobre “el peligro” de condiciones electorales desiguales y la consolidación de un “estado policial,” calificando la situación actual como “muy grave.”
El modelo económico zedillista perfeccionó la receta neoliberal que comenzó en los años ochenta: despojar al Estado de activos estratégicos para entregarlos a unos cuantos, bajo la promesa de un progreso que nunca llegó para la mayoría. Ferrocarriles, aeropuertos, satélites y hasta el agua fueron desmantelados y vendidos a precio de saldo, mientras el país observaba impotente cómo el “desarrollo” se traducía en más pobreza y menos oportunidades. Esta traición estructural no solo fue económica, sino también ética, ya que los recursos públicos se utilizaron para rescatar los negocios fallidos de quienes, irónicamente, aplaudían la iniciativa privada.
El contraste es abismal, porque mientras el discurso oficial hablaba de modernización y globalización, la realidad evidenciaba un gobierno dedicado a consolidar el poder de unos pocos. Y ahora, desde la comodidad del privilegio que nunca abandonó, el expresidente sugiere que la democracia actual está en riesgo. Sin embargo, ¿qué mayor amenaza para la democracia que el saqueo de un país entero en nombre de una ideología?
A los latrocinios económicos debemos agregarle los delitos de lesa humanidad. De acuerdo con datos periodísticos, los pueblos indígenas, los zapatistas y los movimientos sociales enfrentaron la represión de un Estado que no dudó en utilizar paramilitares, espionaje y ejecuciones extrajudiciales para sofocar cualquier resistencia. Las masacres de Acteal, Aguas Blancas y El Bosque no son solo episodios oscuros; son recordatorios de un régimen que consideró la violencia una herramienta legítima para perpetuar el control.
La indignación crece cuando se sabe que el entonces presidente ordenó cerrar investigaciones que vinculaban a su familia política con cárteles del narcotráfico. En este contexto, la aparente preocupación por la conducción política del país actual se revela como un acto de hipocresía insuperable. El pasado no solo lo condena, sino que lo silencia.
En tiempos donde la memoria histórica es indispensable, las nuevas generaciones deben saber que quienes se presentan como críticos del presente, en muchas ocasiones llevan en sus manos las huellas de un pasado que no se puede olvidar. El expresidente que hoy lanza juicios desde el extranjero parece desconocer que su propio mandato fue un monumento a la simulación, al abuso y a la entrega del país al mejor postor.
Mientras los efectos del Fobaproa siguen hipotecando el futuro de los mexicanos y las heridas de la represión zedillista permanecen abiertas, sus palabras no son más que un recordatorio de cómo el poder se aferra al privilegio incluso en el ocaso de su relevancia. Al final, la historia no lo absolverá. Al tiempo.