La moneda de los deseos
Tiré desde la cubierta más alta
una moneda que brilló y se anegó en las aguas barrosas,
una cosa de luz que arrebataron el tiempo y la tiniebla.
Borges. A UNA MONEDA.
*
Una moneda al aire es una esfera
de cristal aparente,
aparición fantasma de caras infinitas,
hecha de gravedad para engañar
a los ojos incrédulos.
Tal vez en esta esfera
se vislumbre el futuro de la imaginación,
esa imaginación que el deseo idolatra
como al tótem tribal, inalcanzable
a las manos comunes de la tribu,
pero accesible a todas las miradas
capaces de confiar
en lo que sin tocarse
bien pueda producir satisfacciones
anheladas, ocultas
a una mente cualquiera que la invoque.
Esa esfera al azar, algunas veces,
beneficia al que mira a través de ella,
como en pos de un futuro saltimbanqui
inmediato al instante en el que gira.
Otras veces engaña, ilusiona a la mano
del ojo que la avienta o la recoge,
haciéndole creer en los anocheceres
repletos de girándulas
como discos de tiempo dando vueltas
sobre su mismo andar de luminosas
mentiras que parecen verdaderas
confesiones de un yo
anónimo, secreto a voces en idiomas
que mueren al nacer.
Una moneda al aire es una esfera,
una fuente repleta de monedas
que perdieron la vista.
**
Arrojar la moneda
al aire de la nada
en que todo es posible
es una forma práctica
de enriquecerse pronto,
si adquiere la riqueza
otros significados
de acuerdo a la memoria
de quien la ponga en venta
entre los mercaderes
de la imaginación.
Girándula y esfera,
esa moneda al aire
acumula deseos, y el deseo
del cuerpo que los pida
abre a veces la boca.
–Yo quiero –dicen,
a la infeliz moneda–
que me des cuanto quepa
en el talego azul del infinito.
– Yo quiero –piden–
un querer que no sea tan amargo
como el deseo oscuro
devorador de entrañas
cuando no tiene espejos a la mano
donde mire a su par y le acaricie
con el tacto de Onán en su pupila.
El deseo también pide deseos,
y ruega a la moneda que le otorgue
cualquier bien que se pueda
tocar con cada poro de la piel,
más allá de los ojos
cuyo atisbar externo
a las entrañas dejan
un sabor a cartón,
a papel sin rayar
o charca sin insectos.
Mas la ilusión-girándula,
hermosa pero breve
no siempre satisface los deseos
que le ruegan extraños,
ni le cumple al deseo
peticiones carnales.
Perdura sin embargo, vuelta y vuelta,
una moneda al aire, la palabra.
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Las aladas palabras
¿De verdad tienen alas las palabras
de Homero? ¿Son los dioses el diablo?
Luis Alberto de Cuenca
Entonces escribió, el lenguaraz,
las aladas palabras con la lengua
y su mundo montó
en medio de la nada murmurante
Lamió el limo del aire,
así fue que salieron a relucir las lomas
de ciudades sin nombres
en medio de la luz de los inventos,
de la luz inservible de las cosas, y cosos
como ombligos neonatos
de las mismas ciudades aún sin bautizar,
plazuelas circulares
que farfullaban –fofas–
funámbulos fonemas funcionando
por vez primera adentro y afuera de la boca
de aquel que, lenguaraz,
dibujó con la lengua, unas saladas alas
a las palabras locas
que a volar se lanzaron
como insectos coleópteros
en la costa salina, salivante
de una boca sin cara como truco de magia.
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Formas de escape
*
Rondaba el siglo XII a las comarcas
donde imperaban –reyes– los misterios
que a la fecha no logran descifrar
los escépticos diestros en el arte
de impugnar todo aquello
que no encaje en su lógica
de ilógicos videntes.
Entonces ocurrió lo que aquí se repite:
La mulata de Córdoba
dibuja en la pared una pequeña nave.
Como le gusta ser protagonista
de ferias y de circos,
llama a su celador que se convierte
en un espectador involuntario.
Le dice: es para huir
a algún país remoto
donde me espera un cielo
sembrado con nenúfares,
y en su costado un sapo –mi mascota
que dicta las palabras que te digo.
Mientras el carcelero
ríe de la mulata,
ella toca el dibujo que se agranda
y el agua inunda toda la prisión
con mil nubes que ahogan
a carcelarios, reos
y rameras que hicieron
del amor su refugio.
Ella trepa en su nave
y un batir de alas de miradas grises
revolotea, densa en torno suyo
como nube de moscos o de avispas
listas a aguijonear cuanto esté cerca.
Atrás queda el futuro
de cuantos desfallecen,
ante el exorbitado
mirar, de ese destino
que no puede creer cómo esas vidas
que ya daba por suyas,
que imaginaba dentro
de su enorme valija
de viajero imposible de vencer
–como la ancianidad, como la muerte–,
se ahogan sin consuelo
bajo el mar repentino de septiembre
que devora la aldea donde otrora
la mulata de Córdoba estuviese cautiva,
rehén involuntario de la lógica
y la incredulidad,
hoy comida de peces y moluscos
muy al fondo del cielo de ese mar
que treparon los muros de la cárcel
en el castillo de San Juan de Ulúa.
**
Escapar de la noche
a través de los párpados
como nueces herméticas
que doblan las bisagras
de su cuerpo en mitades
iguales entre sí.
Subir en esas cáscaras abiertas
como si fueran barcos
sin mástiles ni velas ni motores
que ayuden a avanzar
al confín de la nada en donde todo
se forma y se deforma.
Utilizar los párpados
a manera de puertas que conduzcan
sin cabina de mando, sin timón,
aparte del viajero
que se introduzca en ellos,
hacia ninguna parte.
Pero ante todo usarlos,
en la distancia oscura
de la vigilia al sueño,
como fórmula hechiza
que el aprendiz de mago
memorizó en la palma
abierta de su mano,
y usó por vez primera
contra sus enemigos,
animales quiméricos
en las horas de insomnio.
Escapar del infierno cotidiano
que habita la rutina,
requiere de otras técnicas
que manuales de magia
o secretos malditos de familia
no pueden conseguir.
El conductor del taxi –en cuyos ojos
las calles son espejos
ante espejos idénticos–,
la maestra que olvida
en cada madrugada
las letras de su nombre,
y aquel oficinista que el domingo
saluda a las palomas en el parque
como si fueran clientes,
piden a bocajarro o en silencio
que se mueran los lunes,
los martes y los miércoles
en la daga asesina de los jueves
o el tempestuoso mar de cada viernes.
Escapar del infierno cotidiano
que habita la rutina,
es un truco fugaz que no puede aprenderse,
tampoco repetirse:
las palabras que tejen su mensaje
lo borran al instante.
El secreto consiste en dibujar
en el aire, en el agua,
en el fuego y la tierra al mismo tiempo,
el deseo más fuerte que palpite
–como un demonio hambriento–
en el pozo sin fondo
de las propias las entrañas,
y arrojarse al abismo
que se forme al hacer el dibujo
que se borra a sí mismo en cada punto
que avance, en cada raya que forme, en cada forma
ideada por ojos sin pupilas.
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