Nos quedamos sin señal. No podremos revisar, de nuevo, el Google map. Hemos tomado por caminos alternativos durante la noche por lo que casi no dormí. Ahora, ya de día, varados en algún lugar, el baño del micro se satura al igual que la propia paciencia. Hace horas que deberíamos haber llegado a destino y no parece importar demasiado.
El calor comienza a potenciarse a través de la puerta que los choferes dejaron abierta. Apenas se los divisa a lo lejos; no entiendo qué hacen en aquella especie de casilla que parece una marquita rectangular en el paisaje.
Mi acompañante mexicano me mostró el punto geográfico dónde nos encontrábamos hace horas, recién entrada la noche. Todavía en movimiento me quejé en voz baja del desvío inconsulto. No se veía nada a través de las ventanillas, lo que me hacía sentir mareada.
Sigo con el temor de esta situación insólita, al menos para mí y una parejita de argentinos jóvenes. De La Plata, se presentaron, además de decir sus nombres. De la CABA, les contesté, parada, a tres filas de distancia. Como si aclaráramos algo privado y de antemano.
En esta región, las ciudades son pequeñas. En medio de la gran vegetación se ven sólo desde ciertos ángulos del terreno. No es el caso de donde estamos ahora.
Cuando el micro estacionó era de madrugada. Cerca de la intersección de dos caminos angostos. No se escuchó una sola frase por parte de los choferes. Se apagó el motor y hubo un movimiento corporal en los asientos. Yo me levanté como si tuviera un resorte.
Esperaba que dijeran que se había descompuesto el motor. Fui hacia adelante e hice un gesto de interrogación. El compañero del conductor comentó que iban a esperar a que aclarara. Tenían poca gasolina, quizá necesitaran ayuda para continuar.
El tono en el que hablaba era tan dubitativo que me sorprendía. Y no supe cómo volver a preguntar por qué parábamos en esta zona. Apenas se veía hasta donde alumbraban las luces del vehículo. Ningún cartel, sólo montículos difusos, tal vez, arbustos tupidos.
Volví a mi asiento donde mi compañero, Humberto, dormía con placidez. En cambio, observé que la mayoría de los pasajeros estaban despiertos. Hablaban en diferentes idiomas. Mucho europeo, reflexioné, también japoneses. Quizá estaban nerviosos.
Cerré los ojos, agotada, y dormité un rato largo.
Me desperté en medio de ronquidos y más oscuridad.
Con un mínimo de datos de mi teléfono, logré quejarme al 0800 que figuraba en un autoadhesivo. Escuché como respuesta hay que esperar en un ratito, órale. Sonaba entre molesto y autoritario.
A la hora insistí. La misma respuesta sin sentido. Qué habría que esperar, les pregunté. Y se cortó la comunicación.
Lo que sea que esperábamos, no fue aclarado. Pareciera que para estos supervisores el tiempo es un concepto ingobernable.
Si lo pienso, en mi cabeza no existía ningún mapa hasta hace pocas semanas. Fui construyendo alguna idea de estas provincias con las páginas web que revisé antes y después de llegar al país. Y con las charlas de los nuevos amigos.
El viaje tomó consistencia mental junto con la confusión creciente de calles difíciles de deletrear. Sus nombres de una mitología extravagante. Dioses o una especie de superhéroes y superheroínas de los comics, hablando en lengua voluptuosa.
Con Humberto ya habíamos tabulado varias diferencias y similitudes idiomáticas. Nos divertimos creando un diccionario argentino-mexicano con los boludos y los güey y chidos, con cada marca idiomática.
Ese deseo de dominar sus significados pero también el sentido de lo que se está diciendo. Jugamos a provocar, a insultar, o por lo contrario, ser amigables, tiernos, amorosos. Un país, después de todo, está construido con palabras. Una sociedad trafica dialectos con los que nos vinculamos.
Suelo quedar en desventaja descriptiva con mi compañero. Es antropólogo y logra superponer datos institucionales junto con los territoriales y económicos de manera creativa. Un pueblo, un lugar en cualquier punto geográfico, toman formas fantasmagóricas en nuestras conversaciones.
Me enseña a detectar las variadísimas arquitecturas; los bordados de las distintas comunidades originarias. Trato de desentrañar claves, códigos inadvertidos para una extranjera.
Me siento avasallada. Y soy la que necesito de la supuesta objetividad de un mapa, para no disolverme en medio de todo esto.
Quiero llegar hasta acá, dije hace días, cuando agrandábamos los puntos rojos, azules y amarillos para medir kilómetros, en la pantalla del celular. Decidimos, así, viajar hacia la frontera sur. Por lugares donde se escucha una multiplicidad de lenguajes en el aire.
En este momento, algunos pasajeros comienzan a ir al pastizal para hacer sus necesidades. Hurgamos lo que tenemos para comer en los bolsos de mano. Estamos en esa franja horaria entre el desayuno y el almuerzo cuando más hambre se tiene. Fuimos reducidos a nuestros menesteres básicos. Y mis pensamientos giran de manera obsesiva sobre las posibles causas del desvío. ¿A nadie más le importa qué nos llevó hasta aquí?
Toda empresa traza una ruta de manera racional, lógica. Deberían avisar antes de salir, de la posibilidad de cambios. Deberían haberme explicado algo concreto en el 0800. Pienso en tantos rumores que circulan sobre narcos y fuerzas de seguridad. Sé que hay algo de lo que me pierdo.
Me han dicho con admiración que pertenezco a una sociedad donde nos quejamos y exigimos por nuestros derechos, nos gustaría ser como ustedes. Y yo quisiera tener su calma. O resignación.
Revolviendo entre la ropa encuentro uno de esos folletos turísticos. Aparece un fragmento de un mapa.
Humber, mirá…
Claramente no le interesa pero va a tener esa amabilidad caballeresca, de otra época, que les conocí a ciertos hombres mexicanos. Prestará atención al papel laminado conmigo. Y sus reacciones despreocupadas no me alivian ni un poco. Aunque asumo que no debemos estar en presencia de ninguna catástrofe.
A estas alturas ya no sé a qué se debe mi ánimo. Vengo perdiendo las coordenadas culturales después de tantos meses por aquí.
Por momentos me reprocho la desconfianza.
Creo que preciso de alguna inmediatez. El alrededor me produce extrañeza. El paisaje denso, sus olores muy distintos. Un cielo abierto por donde se cuelan susurros de animales. Una suspensión visible de las horas. No quiero usar la palabra exótico.
Cualquiera de nosotros es exótico en relación al resto del planeta. Lo que me sucede tendrá que ver con alguna otra cuestión. Estoy cansada, es eso.
Vuelvo al papel. A ese punto negro de mayor tamaño, con el nombre de Oaxaca. Y otro, diminuto, con unos dibujos de pirámides al costado, donde figura: Monte Albán. Mi mundo vuelve a alterarse, cambia de dimensión. Hay fugas, se trazan otras zonas hacia allí.
Unimos con una birome los circulitos como en un deja vu a lo largo de las carreteras, no rutas como digo yo, casi con enojo.
Quiero marcar alguna diferencia con mi forma de hablar. En medio de esta beatitud insoportable, que terminen de saber que no soy de acá.
Ya no se trata de regionalismos. Otra simbología se replica en los glifos de las piedras. Aparece una sensación invertebrada: el dominio del espacio, lo tienen otros.
Pienso en los mapas hechos a mano de los antiguos conquistadores. Sus escuálidos ayudantes tuvieron que prestar atención minuciosa a los detalles.
Anduvieron por aquí con ojos bien abiertos. La tridimensionalidad los engullía. Había que plasmarla para volver sobre sus pisadas. Pero no preguntaron ni se arrojaron a descansar en ningún momento. Tenían un plan apurado de apropiación.
De pronto, escucho voces con ese acento fuerte: harán el trasbordo en un nuevo bus que ya está viniendo. En un ratito, por favor.
No lo puedo creer, exclamo, y mi compañero de viajes hace un gesto de tener mucha hambre. Ya nos vamos, agrega, sonriente.
No hay forma de encuadrar esto, menciono a sabiendas de que no me hago entender. De las dificultades de cualquier traducción, de lo ignoto.
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Catalina Boccardo nació en 1961 en la Ciudad de Buenos Aires. Ha publicado entre otros libros El jardín santo (Ediciones en Danza, 2011); Territorios (Ediciones Del Dock, 2012), Formosa (Ediciones Suri porfiado, 2015), y los siguientes cuadernos: mangos, elementos, bailar y clases de collage (ediciones La Mariposa y La Iguana, 2013-2014).