Juan tiene cara de hambre. Pero no es hambre de ningún modo: es una especie de rocío y tierra que le corre por la cara. O es el frío y el calor que formaron una piedra delante de sus ojos. Juan está loco, pero no loco del todo. Hay un punto en que Juan es infalible: los recuerdos. Para encontrarlos explora todo. De repente aparece y es que está buscando algún reflejo. Un vidrio, una fuente de agua, un espejo. Nada le resulta lejano; deambula por la casa con total libertad. Por ahí saca la lengua frente a un vidrio, una ventana. Es que ve a sus padres, que tiritando de frío en un lejano invierno, lo miran con ojos cansados que trata de neutralizar con una sonrisa constante. No cree que el color de los ojos tenga importancia (ni el marrón, ni el celeste, ni el verde), lo importante es si están cansados o no. Tira sus ojos marrones, no quiere ser igual que sus padres. Se pone unos celestes. Pero no le conforma: se vuelve a poner los ojos que tenía. Se pone maderas bajo los pies. Quiere ser alto. La altura no le convence; se los vuelve a sacar. Se revisa la barba en busca de piojos. La revuelve. Cuando cree que encuentra uno lo quita con sus dedos hasta arrancarlo; y lo tira lejos sin mirar. Le da risa su risa y abre bien la boca de satisfecho. Es buen momento de revisarla con el índice, hasta encontrar la muela que le falta. Es torpe, y cuando pasa buscando imágenes, se golpea con cualquier obstáculo y entonces llora como si fuese un bebé.
¿Es que nunca fue un bebé? Bueno, cuando nació lo era, pero su llanto no le importaba a nadie. Sus padres solían pelear: la pobreza no les caía bien. Los inviernos lo abrigaban tarde, tardaban en cambiarle los pañales mojados. A veces recibía teta y a veces mamadera. La conversación cuando le daban la teta no iba dirigida a él, como corresponde a todo bebé: los disgustos y los buenos momentos son una combinación peligrosa. Esto Juan no lo recuerda tan bien pero nadie, ni los más olvidadizos, se desprenden de sus primeros sentimientos. La comida, luego, nunca fue abundante, más bien monótona. Papas, con suerte verdura, y poca carne. En sus primeros pasos, que uno suele dedicar a sus padres, a mitad de camino el progenitor se daba vuelta –seguramente irritado- y lo dejaba solo. La soledad en la inmensidad de la casa lo confundía y caía al piso… y se ponía a llorar. Golpes, mala comida, frío, miseria y malhumor lo convirtieron en tontito. Un día descubrió, de alguna manera, que saber no le servía de nada. No llamaba la atención de sus padres y abandonó la escuela y su contacto con los demás. Pasó a reírse de sí mismo, la barba le creció, nunca alcanzó la altura media, y los espejos, los vidrios, el agua, le devolvían la imagen de alguien que pudo ser, más bonito, más cuidadoso su aspecto, ojos marrones como él, pelo marrón, carita un tanto oscura, pero que mira con confianza a través de los años. Y le sonríe. Una mirada gemela, es cierto, que también le genera risas, porque en el fondo, eso que ve, no lo puede creer.
Carlos Cristián Italiano escribe desde niño siempre, pero su formación de familia fue mediante y estudios de médico postergaron este interés. A pesar eso publica desde principios de este siglo y participa entregando escritos y coordinando un taller de investigación en literatura latinoamericana. Vive en la provincia de San Luis, república Argentina. Su correo electrónico es criselferroviario@gmail.co