Síndrome de Agnes
—¿No me cree? No me importa.
—¿Y por qué habría de creerle?
—¿Y por qué habría de no hacerlo?
—¿Se siente usted bien?
—¿Pregunta usted por mí o por lo que salió en la ventana?
—Pregunto a quién me conteste.
—Buena respuesta.
El último resquicio de cordura baña los hilos de plata tejidos firmemente y cosidos entre cabellos color otoño. Así seguimos en esta visión caótica. Me lo habían dicho pero nunca llegué a creerlo, tal vez por miedo. Lo que se oculta no es tan bueno ni tan malo, solamente es. ¿Cómo saberlo? no puedo oír ni mis propios pensamientos.
—¿Y respecto a 24-1118-124?
—Parece que no responde o que oculta algo.
—¿De qué habla?
—Solo habla sobre Agnes, una obsesión por algo que no existe.
—¿Cree usted que Agnes es solo un delirio de esa atrofiada mente?
—Es un síndrome común, lo reconozco en cuanto lo veo.
—¿Lo asegura?
—Lo único seguro es que nada es seguro.
Un paseo entre cielos lluviosos de octubre. Cuando caminaba podía decidir, un paso aquí otro por allá; ahora doy vueltas en círculos. No estoy tan loco como creo, he visto de frente a la muerte. Eso es todo.
—Yo amo a Agnes, ¿por qué no me cree?
—¿Por qué habría de creerle?
—¿Por qué habría de no hacerlo?
—¿Por qué insiste con lo mismo?
—¿Por qué no hacerlo? Seguiré aquí por siempre.
—¿Duerme usted, acaso?
—No veo por qué habría de hacerlo.
El mundo está de cabeza, no lo puedo afirmar. El señor que camina en el techo dice que estoy en lo correcto, por alguna razón no le creo. El faquir de la esquina sabe de qué estoy hablando, pero nunca me hace caso. Al diablo él y su maldita concentración. De nada sirve ahora está rascándole la espalda a la señora que teje las paredes. Sonido, silencio, sonido, silencio. Todos generamos ruidos, aún la incoherencia. Pero ¿qué es normal? De todos modos ¿qué más da?
—¿Reconoce usted esta imagen?
—No es una imagen, es una fotografía.
—No se puede hacer una fotografía de algo que no existe.
—Que usted no lo vea no quiere decir que no exista.
—No necesito peroratas, sé que este animal no existe.
—Usted sueña despierto, cree en no ver cosas que siempre han existido y a mí me mantiene dando vueltas mientras algo oculta.
—¿Que insinúa?
—Lo que usted evade.
—Me rindo, con usted no se puede. Es imposible.
—¿Tan imposible como la salamandra?
No hablo otro idioma, sería una pérdida de tiempo. Quizá si logro quedarme en silencio pueda causar algún efecto, hablando he logrado nada.
—Yo amo a Agnes, no importa si usted me cree o no.
— …
—¡Nerber dirben darben dorfen!
Me acuso de ser improbable mas no incierto. ¿A quién engaño? estoy ordeñando sueños a descontento con el juicio y la ensalada de zanahorias con betabeles. Ni siquiera Alicia me entiende, ¿puedo cambiarme de ciudad? ¿O puedo deambular entre calles? Aún no conozco todo, que mal, que bien. ¿Para qué pierdo tiempo hablando conmigo?
—¿Ahora sí podemos hablar?
—Cada quien es libre ¿por qué lo pregunta?
—Recuerde que no toleraré ese comportamiento.
—¿Cree usted en las abedulias?
—¿Intenta tomarme por estúpido?
—Cada quien es libre, creí que ya habíamos pasado el tema.
—¿Cree usted que su irreverencia ayudará en algo?
—¿Estará usted también enamorado de Agnes?
—Creo que está perturbado, sufre del maldito síndrome.
—Maldito yo, entonces.
—Nadie cuerdo se maldice a sí mismo.
—¿Es amenaza o promesa?
—¿Se ha escuchado usted cuando habla?
—Yo amo a Agnes y usted no va a quitármela.
—Lo siento, no puedo hacer nada por usted.
—¿Siente usted a la salamandra?
—Lo siento, es imposible.
—¿Tan imposible como la salamandra?
La luna hasta arriba. Todo arde, todo arde. Ella está sola en algún lugar, pero no sueña conmigo, cabalga su caballo a lo lejos, sin temblores, no me encara. Que bendición es la ignorancia.
—¡YO AMO A AGNES!
— …
—No le grito a usted, le grito a ella.
— …
—¿No le importa? Pues a mí tampoco me importa.
—…
—¡YO AMO A AGNES!
——————————————————————————————————————-
Prueba y error
Escuché como retumbó el suelo. Desperté, el temblor me hizo despertar.
No puedo moverme, lo único que puedo hacer es respirar con vehemencia. Todo brilla en duotono, blancos y negros profundos. Dos uniformados me rodean, desatan correas y comparten observaciones entre mascarillas que impiden entender o leer sus labios. Me ignoran, se retiran dejándome a merced de la iluminación y la sordera. Me levanto, ambos desaparecieron detrás de alguna puerta oculta.
Di vueltas en redondo recorriendo la única pared de la habitación sin encontrar la mínima estría, algún resquicio que indique la posición de la puerta y demuestre que esos dos personajes no eran alucinaciones. Caí en depresión, lloré desesperado. Tengo la sensación de ser observado a todo momento. Observo la cúpula de espejos que completa la semiesfera superior de la sala. La cama no está sujeta, la arrastro en procesión mortuoria, no quiero hacer movimientos bruscos, notarán de mis intenciones. Tampoco sé si alguien me ve o si produzco sonido alguno. La cúpula me pone nervioso. Descubro un pozo sin luz, temo lo peor con sólo asomarme.
Titubeo eternidades, la paranoia se posesiona de mi capacidad de asombro. ¿Por qué está oculto bajo la cama? ¿Por qué no hay luz? ¿Por qué estoy aquí? Me aviento a la inhóspita garganta. La caída no es tan dura ni tan profunda como la imaginé, una sustancia con olor a encierro y suspenso fluye bajo mis pies. Palpo las grasientas paredes, son redondas, de diámetro más grande que mis brazos extendidos. Únicas alternativas atrás o adelante. Avanzo, sé lo que hay sobre mí.
La oscuridad no da chance de franquearla. Tiemblo sin parar, sudo frío, cada paso puede ser el último. Pero no me rindo aunque el miedo musite lo contrario. No tengo idea de cuánto he avanzado ni conozco el final. Hilos de agua me siguen, han crecido, algo obstruye mi andar sobre el fango.
Una forma cuadrada empotrada a media altura. La caja posee asas y abre cabalmente, pero está vacía, dudo de mi suerte y dudo un poco más. Descubro una caja incompleta, hace falta la pared de fondo, mis brazos no la detectan y la única opción es meterme. No hay más a donde ir a menos que ose regresar. Continúo a gatas, el túnel se vuelve más estrecho cada vez. No hay miedo, soy el sentenciado a muerte que aceptó la conclusión por adelantado.
Arrastrándome al fondo de mi claustrofobia, encuentro el lado faltante de la caja y empujo. Luz al final del túnel. Lloro de alegría, me apresuro a salir del confinamiento que resulta ser un archivero gigante. Más confusión que antes. Estoy en un cuarto altísimo, cuadrado, repleto de archiveros de todas formas, tamaños y materiales. Mi vista sigue defectuosa, no distingo colores fuera del duocromo. Decido cruzar a ciegas la única puerta de la habitación. Giro la perilla, cruzo el portal sin abrir los ojos, cierro pesadamente al sentirme del otro lado.
Escucho murmullos en todas direcciones, mi piel se eriza. Escucho claramente. Sonrío sin querer, me anima a abrir los ojos aun temiendo lo que encontraré. Un pasillo de largos brazos con puertas de metal a intervalos, paredes verdes que contrastan con la cuadrícula bicolor del suelo. Estático, pasmado, contemplo los colores brillantes. Comprendo menos este absurdo, incoherente, cuento de ficción mal escrito.
Deambulo por el pasillo de puerta en puerta sin atreverme a abrirlas. Sigo por inercia hasta que una se abre. Me asomo tratando de no desmayar, conmoción inminente; en cada poro del cuerpo, sudor y temblores. Respiro hondo antes de dejarme vencer, lo desconocido llena mis pulmones exprimiéndolos en lenta procesión de estallidos. Náuseas, aprieto los ojos para evitar el vértigo, el mismo pavor me obliga a abrirlos de nuevo.
Entro al cuarto sombrío, un rayo de luz ilumina al hombre atado a la silla. Su rostro cubierto con una bolsa negra y sus brazos atados tras su espalda con una cadena brillante. Mueve su cabeza en todas direcciones. Está olfateándome, nota mi presencia, no puedo disimular. Decide romper la tensa telaraña que va dejando el segundero. Su voz me da una idea de rudeza en sus facciones.
—Pensé que nunca llegarías —dijo.
—¿No dirás nada? Sé que estas aquí —Obstrucción del flujo de ideas. No puedo responder. Respiro intranquilo sin atreverme a hablar.
—¿Sabes por qué estás aquí? —Dudo mucho, un prisionero no debe hacer esa pregunta. Maquinalmente bajo la guardia, no sé qué esperar.
—Dime tú, ¿qué hago aquí? ¿Qué lugar es este?
—No creo que quieras saberlo.
—¿Qué haces tú aquí? ¿Por qué estas amarrado?
—No creo que puedas entenderlo —su respuesta me congela— Lo que buscas lo sabes de memoria, yo no podría decírtelo.
—¿Por qué lo dices? ni siquiera me conoces.
—¿Acaso tú si te conoces? ¿Podrías explicarme quién eres?
—No — No sé qué hacer, qué preguntar. Por momentos su voz y la mía se asemejan.
—¿Por qué yo?
—No puedo darte una respuesta que sabes de antemano.
Prefiero callar. Prefiero no moverme. No sé porque estoy / estamos aquí; no sé nada, solo quedarme quieto. Dos uniformados entran, me sujetan, no opongo resistencia. El cuerpo se niega a responder lo siento demasiado pesado. El pasillo no es tan largo como imaginaba. Me arrastran sin decir palabra hasta dejarme
sobre una banda transportadora. Otra banda lleva bultos en dirección contraria. Desde un alto ventanal un hombre alto me observa, puedo verle sin problemas. Otro se acerca mientras caigo vertiginosamente.
—Doctor Ambroz, el sujeto 0B0030B003 está listo para las pruebas.
—Verifique que todo esté en orden, no quiero más problemas.
—No se preocupe doctor, checamos cada uno de los niveles, esta vez no fallará.
—Eso espero. Encontrar el alma será mucho más difícil de lo que esperábamos, estos robots no confían ni en su propio dios. No creen ni en ellos mismos.
Lo leo perfectamente de sus labios mientras estoy postrado sobre una de las enormes montañas de cuerpos putrefactos, parte restos de materia orgánica, parte restos de metal. Y comprendí. Escuché temblar el suelo, pero esta vez no puedo despertar. Mi sistema se ha vuelto inoperable.
——————————————————————————————————————-
No conozco a Paullete
—Le juro señor que nunca la he visto, no la conozco. Le juro por mi madrecita santa que nunca la había visto.
—Mírala bien, tal vez la recuerdes.
—¿Por qué me obliga a hacerlo? no es agradable, ya le dije mil veces ¡no la conozco!
—¿Por qué lloras? ¿Te da miedo el frío? ¿Qué no eres hombrecito?
—Es el frío de sus ojos lo que me da miedo, eso y nada más. Pero le juro que nunca la había visto. ¿Qué dios no me oye cada vez que digo lo mismo? ¿Cuántas veces le voy a repetir que no la conozco? Nunca la he visto.
—¿A poco no la conocías cuando la seguías hasta la escuela?
—¡No la seguía! estudiábamos juntos pero nunca la seguía desde su casa. Nunca esperaba escondido tras la cerca a que saliera con su reluciente vestido blanco, le juro que no la conozco, señor.
—¿Y por eso no la ves?
—¿Cómo voy a verla, señor? Si ahora sus ojos están tristes, tan fríos, terroríficos. Antes brillaban más que el sol, iluminaban todo lo que se pusiera frente a ellos. ¿Cómo voy a verlos ahora, señor? Antes rogaba que me vieran y lloraba cuando no lo hacían. ¿Cómo voy a verlos si hoy están fríos y oscuros como la noche, señor?
—Ahora te pusiste romántico ¿Por qué no me dices la verdad de una vez por todas?
—La verdad, señor, es que no la conozco. La verdad está en sus labios, está en todo lo que dicen. Aun morados, sus labios solo reflejan verdad, ahí está la verdad en la forma que ella hablaba. Pero no me hablaba a mí. Y ahora menos que pueda.
—Deja de darle vueltas al asunto, cabrón, habla claro.
—¿Qué más quiere que le diga, señor? no la conozco, nunca la he visto. Así como ella nunca lo hizo. Ni ayer que fui a buscarla a la escuela me vio. Ni cuando un día antes agarré a golpes a quien la hizo llorar. Me expulsaron, señor y nunca me extrañó pero yo sí. Por eso regresé a buscarla pero nunca me vio y nunca la había visto, señor.
—¿Te estás haciendo el gracioso o qué chingados?
—No señor, le juro que nunca la había visto, no la conozco. Así como ella tampoco me ha visto y tampoco me conoce. Ni cuando la seguí a su casa ese día, ni cuando la tomé de la mano sin que me notara.
—…
—No la conozco, señor y ella no me conoce. Ni me vio cuando la tomé por la fuerza ni me conoció cuando la obligué a verme y le arranque a mordidas su precioso vestido blanco. No la conozco, señor.
—No entiendo…
—¿Qué es lo que no entiende? No entiende que no la he visto, que no pude verla a los ojos cuando grite su nombre y arranqué su deliciosa piel. No pude verla ni puedo verla hoy porque no la conozco, porque ella nunca me vio. Ni cuando le lloré sobre sus ojos de terror ni cuando le juré que la amaba. No puedo compartirla señor, si no es mía no es de nadie, porque no la conozco, nunca la he visto.
—…
—Le juro por mi madre, señor, que no la he conozco, nunca la he visto. Le juro que no conozco a Paullete.
——————————
Zambra.
Chiapas, México.
Escritor y músico aficionado. Fue a la primaria, aprendió a escribir y desde entonces no ha dejado de hacerlo.