¿Los poemas son nuestros? ¿A quién le pertenecen los poemas? ¿Al autor que los escribe? Un poeta moderno sería estricto pero ambiguo al respecto: los poemas escritos por él son suyos, le pertenecen en calidad de bien intelectual, aunque paralelamente no deje de apremiarle una búsqueda inmaculada por colocar su poesía en la propiedad de la lengua común, que tiende a ser anónima, es decir suyos pero a la vez de todos, de la tradición del idioma.
Si miramos atrás, hallaríamos pruebas de que esta relación entre el creador y su poema ha sido motivo de reflexión desde siempre. Entre los pieles rojas, cuenta Ernesto Cardenal, los poemas eran considerados propiedad privada; si se quería cantar o danzar un canto ajeno era necesario pagar por esa libertad, aunque una vez comprada la autorización, la canción se podía conocer hasta los lugares más alejados llevada por canoas, algo similar al copyright contemporáneo: los cantos como propiedad de explotación. En este tenor, un indio navajo decía: “Yo siempre he sido pobre. No conozco ninguna canción”. Y en algunas tribus del Oeste, la lista de propiedades inmateriales abarcaba también a los espíritus guardianes, los nombres propios y los signos heráldicos.
Para el poeta moderno, ¿este íntimo sentimiento de pertenencia es el mismo? José Gorostiza se lamentaba de que la poesía moderna se hubiera volcado casi exclusivamente a la expresión de la subjetividad personal, lo que llamamos “poesía lírica”, y lo que a la vez es sinónimo de “poesía del yo”. En comparación, la poesía primitiva buscaba un impacto colectivo de otro orden, o cumplía funciones extras, curar a alguien, por ejemplo, sanar a la gente con un tipo de lenguaje específico. Se entiende que para el poseedor de tal capacidad, ese canto fuera una posesión inestimable, a tal punto que también informa Cardenal de un hechicero tunebo que, habiendo visto cómo su canción era tomada por un extraño, “huyó al monte y no se le vio más”.
Escindido, marginal, periférico, el canto de los modernos ya no señala la triple unión primigenia hombre-lenguaje-naturaleza, sino su pérdida y carencia. ¿Contra qué mal social puede un poeta moderno sanar? ¿O es que también la poesía lírica nos sana? Y de ser así, ¿de qué? Restringida pero indispensablemente, ¿de nosotros mismos?
He aquí otro ejemplo de esta pérdida esencial. Desprovistos de nuestras actuales vías de información, la cantidad de saberes que los niños jaljas mongoles debían aprender de memoria, a través de refranes, cánticos y acertijos, era descomunal. El dominio del pastoreo no solo incluía destreza en sus faenas requeridas sino también el poseer conocimiento sobre los diferentes tipos de pastos de la región y qué animales se benefician más de cada hierba, la sanación de los animales enfermos, la guía de las migraciones y las rutas adecuadas para tal propósito, la ubicación detallada de caudales subterráneos y depósitos minerales, la interpretación exacta de los cambios atmosféricos… Cuánto dependía de ese conocimiento versado.
Poco se ha reparado en la virtud de esta gente para la memorización. El rey Gesar es un poema de más de un millón de versos (el poema más largo del mundo) que aún hoy es aprendido y memorizado por juglares regionales mongoles y tibetanos, el juglar que en cada recitación vuelve a poner en viva circulación social ese ramo de canciones, mitos, cuentos y leyendas que conforman la epopeya. En un sentido mítico y colectivo, el juglar que la canta es también su autor.
Dejando de lado el hecho de que la poesía moderna parece especialmente cómoda en la atmósfera de la lectura más que en la de la recitación —lo cual no es una minusvalía ni un vituperio, prácticamente todos somos un ejemplo de ello— uno no deja de constatar que la poesía, como la vida, se sobrepone. Aún hoy el lenguaje infantil está atravesado de canciones, ese lenguaje con el que nos adentramos y nos preparamos para la vida adulta simbolizándola, imaginándola y ritualizándola.
Al respecto, Enrique Amiel afirmaba que la poesía infantil consiste en simular la vida adulta adelantándosele, mientras que no es raro que la poesía de la edad madura suela retroceder a los reinos de la infancia. La lírica como el domino de lo lejano, de lo que no está aquí, pero lo anuncia, y lo recrea.
Cantar también es anunciar y recrear. Quizá la función social del poeta y su poema todavía exista aunque en la contradicción: el poeta apela al reconocimiento y a la participación comunal diferenciándose a sí mismo de todos, en un acto que nos beneficia en su distinción, enunciándolo como lo diría el mexicano Eduardo Langagne:
“Entre la multitud
puedes reconocerme, amor:
yo soy el que va cantando.”
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Juan Fernando Mondragón (Toluca, México, 1991) es Maestro en Humanidades por la UAEMex. Estudió Literatura Italiana e Hispanoamericana en la UNLP, La Plata, Argentina. Becario del Curso para Jóvenes Escritores de Verano 2012 de la Fundación para las Letras Mexicanas, del Festival Interfaz Pachuca 2018, y del Pecda Estado de México 2014–2015 y 2017–2018. Finalista del Certamen Internacional de Cuento Corto de la Editorial Benma en 2013, y ganador en el Concurso 52 Punto de Partida de la UNAM y de la “Presea Ignacio Manuel Altamirano”. Autor del libro Máscara vs cabellera (UAEM, 2020), así como de artículos académicos y traducciones de poesía desde lenguas romances. Ha impartido talleres de creación literaria y dirige el sitio de difusión de la lengua y la literatura www.laletraescondida.com