Desde temprano la casa quedó vacía. La rutina de hace cuatro meses había transcurrido normalmente: mi papá discutiendo con mi mamá, molesto, recriminándole que ella siempre solapa mis berrinches y huevonada. Luego la voz de mi hermana distante y condescendiente, culpándome, diciendo que yo era el causante de las peleas de nuestros padres. Siempre la escuchaba estoico, envuelto en mis sábanas, dejando que soltara su retahíla repetitiva, apretando los dientes, pero esta vez agregó algo nuevo y me dijo: “No te hagas pendejo, sabemos que te masturbas en la noche. Todos escuchamos tu pinche ruido”. Y mi silencio terminó. Me sentí indignado y me paré de la cama aventando las sábanas, sintiendo cómo mi cara me ardía de la pena y le grité, no recuerdo muy bien qué, pero su respuesta fue dar media vuelta y salir con un gesto de indignación de mi cuarto (y cuarto es un decir, porque tres de las paredes son muebles).
A lo lejos sonaba aún la voz de mi papá, furioso, gritando que no sólo yo era un nini, sino que también hacía más de cuatro meses que no salía. Eso era francamente una mentira, tenía justamente cuatro meses, había llevado la cuenta en mi cabeza como parte de mis registros.
A las 7:30 la casa quedó vacía. Me vestí frente al único espejo que teníamos, uno grande y con un marco de madera, regalo de mi abuela. Parado frente al espejo me parecía frustrante que nadie fuera capaz de notar que el del reflejo no era yo. Había estado pidiéndole a las personas que me miraran y dijeran sí veían algo extraño en mí, en mi piel, si no se me estaba cayendo o pudriendo, pero siempre me daban respuestas negativas. Era como si no lo notaran, o no lo quisieran notar, o estuvieran ciegos. Terminé por resignarme. Era yo quien tenía que llevar el registro de lo que le pasaba a esta piel que no era la mía. A veces terminaba por fastidiarme y arañaba o soltaba puñetazos en el pellejo que traía encima y que todos burlonamente me decían que era mi piel. Atacaba a “mis” mejillas, “mi” vientre y me sentía satisfecho.
Constantemente tenía pesadillas y despertaba empapado en sudor, como si me derritiera por dentro, sofocado de no poder salir, y aún recordaba el sueño donde monstruos ataviados con pieles humanas danzaban en compañía de cocodrilos y hermafroditas. Yo los miraba sonriente y echaba a correr con ellos, bailaba feliz, pero de repente empezaban a reír, me petrificaba y veía que me señalaban.
Total. Estuve paseándome por la azotea de la casa, escondiéndome entre los tabiques del cuarto que mi papá nunca terminó, viendo a las vecinas que lavaban su ropa, y ahí, en cuclillas, miraba sus pantaletas al sol, su pecho mojado. Estuve ahí escondido como lagarto mucho tiempo, hasta que me aburrí. Estaba tan fastidiado de la casa, del encierro, de todo, que quise volver a salir.
Caminaba sobre la banqueta nervioso, decorosamente enfundado en ropa holgada y gruesa, tratando de ocultar lo más posible mi falsa piel. Había veces que creía que ya no lo iba a soportar y la arrancaría para brincar sobre cualquier persona para desollarla y ponerme su piel, convirtiéndome en un moderno Xipe-Totec. Muchas veces había visto a mi hermana mientras se vestía para ir a la escuela, imaginando que me ponía su piel para danzar con ella puesta, feliz poque ya no señalarían mi pellejo lacerado y quemado. Entre más fantaseaba con ponerme otra piel, más me convencía de que esta que traía no era mía y ya se estaba pudriendo. Podía sentir que me picaba debajo.
Llegué al parque y me puse a merodear por los estanques. Estar ahí, tan cerca del agua, mirando a los patos, respirando el aire de los árboles, me hacía sentir tranquilo, me hacía recordar las historias que mi abuela contaba sobre nuestro apellido “Chan del Agua”. Di varías vueltas por ahí, hasta que escuché una risa y me sentí paralizado. Lo sabían, dije con un hilo de voz. Busqué nervioso a la persona que reía, hasta que escuché más risas. Todos lo sabían, todos sabían lo que había debajo de mi ropa, todos sabían que esta fea piel empezaba a pegárseme. Eché a correr histérico, sintiendo que las risas me perseguían acompañadas de miradas apabullantes, de dedos que me señalaban secretamente, de voces que murmuraban. Todos me seguían.
En mi huida choqué con una muchacha. Mi cara se estampó contra ella y empezó a quejarse del golpe, pero yo lo sabía, ella también se había dado cuenta de mi piel. Me levanté y seguí corriendo, intentando esquivar a las personas. Todos en ese lugar se habían dado cuenta.
No me detuve hasta que llegué al zaguán de mi casa. Jadeaba con las piernas temblando, recargado contra la puerta y sin querer, empecé a llorar, rascándome con fuerza el brazo.
Bill A. Faña. 1997, México. Estudiante de antropología social en la UAM-I. Procrastinador profesional y “escritor” o escribidor emergente. Ha publicado en el fanzine Nación Alíen y la revista TintaSangre. (1997, México) Estudiante de antropología social en la UAM-I. Ha publicado en el fanzines y algunas revistas.