En el penúltimo round, citando las palabras de otro boxeador, Philip Roth lo ha dejado claro: “Lo hice lo mejor que pude con lo que tenía”.
Antes de apagarse la luz final, Roth ya no tenía palabras propias; besando la lona ensangrentada, en un último ejercicio de honestidad, cita la grandeza de Joe Louis.
Al carecer de fortaleza, soltaba: “Ya sólo hago el ridículo”. La batalla estaba dada, 85 años de ofrecer y recibir. ¿Un golpe más? Ni con la sombra. No, ahora su poder lo había abandonado.
El tiempo justo de recoger la toalla, colgar los guantes, bajar el interruptor…
Ante la oferta de la gloria fácil, en estos tiempos de ideas generalizadas, constructores de escribas y triunfos pactados –que se nos han convertido, prensa incluida, más en reuniones de familia que en auténticos encuentros literarios–, pocos anteponen la verdad sellada en los guantes y, desclasificando la hombría histórica de los carteles de Box, se muestran bajo la centelleante bata de la mentira: lloriqueos de palabras por escribir, cabezazos que soportar, sumados equívocos de los jueces, venganzas ciegas venidas del réferi y más golpes bajos por recibir… Y aún así, el aullido: “¡Déjenme subir de nuevo al ring!”.
Roth es la lección final de un escritor vacío: tras haber retratado, título a título, la hermosa miseria de la condición humana, todo él se encuentra ya transformado en libro: o la Muerte lo lee o se va sin nada, se lleva nada, porque Philip Roth ya no es nada, sino su obra: “La mancha humana”, “La conjura contra América”, “Me casé con un comunista”, “Pastoral americana”, “Némesis”…
Lo que para otros derrotados de la vida, levantarse signifique encender un cerillo al paso de una dignidad que ya nadie ve, que a nadie importa, que ningún hijo de puta aprecia, Philip Roth sabe, de antemano, lo que es perder los ojos en el horizonte visual de lo morado, recoger los dientes como teclas de un piano venido del sexto piso, doblarse ante el navajazo de un hígado deshecho, asfixiarse por las constricción de las costillas, borbotear sangre –en el crepúsculo de los ídolos– como una nube rota… Todo lo anterior acompañado de la soledad sudorosa del filósofo que habita a todo pugilista añejo, seguido de los reclamos del magnate culoatornillado frente al escritorio, enjuiciado eternamente por la familia… que no entendió el oficio, que no entiende el fracaso y que no entenderá la renuncia.
Subir y bajar del ring es similar a entrar a un prostíbulo y confundir los libros con las putas –las mujeres como “un trozo de carne”, diría, y por eso no le dieron el Nobel–, galantear con esa impostación de sonrisa fracturada y, de nuevo, pasada la danza, abandonar la contienda con un rictus de sorpresa y desencanto…
Si el destino de la existencia se asemeja al de un boxeador, habría que desatender el consejo de su mejor enemigo, Norman Mailer –“¡Los hombres duros no bailan!”– y empuñar con decisión el lápiz… ¡Entonces, ágil, como el elegante coraje de la lumbre, se escribirá de nuevo, con los puños, sobre la roca de la vida!
raelart@hotmail.com