Por alguna razón lingüística, racional o emotiva, existe la tendencia social a fragmentar el cuerpo cuando de amor se trata. El numen amado se coloca bajo el yugo de lo enorme para que cada detalle corpóreo (piel, brazos, boca, manos, hombros, lunares inhóspitos apenas visibles) cobre importancia superlativa. El enamorado se detiene en esa pequeña pincelada ajena para los demás pero que aparece en el otro: atrapa al amante un minúsculo destello sobre el rostro idealizado, la textura del pelo, el calor de las manos se convierte en causa de culto; el hallazgo le produce certeza y contubernio. Cree que ha conocido, por anticipado, al amado pues vive el instante del encuentro como un hechizo. La certeza proviene de lo intangible y del referente imaginado (pues el amor no tiene sitio preciso, es artilugio o pacto amoroso de algo donde no existe).
Al parecer, lo intangible se vuelve esencial ya que solo se es capaz de sentir parcial y fugazmente. La fuerza innominable de la que va acompañado el amor suele producir esa paradoja de sentir demasiado, aunque fragmentariamente: ¿quién puede dar cuenta del amor cabalmente? ¿Quién cuenta con certeza lo vivido después de un encuentro amoroso? Solo quedan sensaciones que algunos (por alguna extraña razón) se atreven a nombrar: los poetas suelen hacerlo —esos locos desventurados que han querido hacer lo imposible: trabajar, construir, reparar, con ese fango tramposo que son las palabras, una experiencia.

La metonimia, la sinestesia, la metáfora, la personificación suelen ser aliadas de los poetas; son técnicas retóricas empleadas para traducir, del lenguaje amoroso, lo divino que hay en él. Con ellas, el poeta va en busca de esa significación nueva que nombra de manera tangencial lo intangible (a la amada en todas sus facetas).
Estos recursos literarios producen connotaciones novedosas que dotan al lector de nuevos sentidos; es decir, de significados que no había visto ni pensado hasta que el vate propuso una otra forma de nombrar (mirar) a lo amado. Los siguientes versos dan cuenta de esta técnica literaria: “Donde el amor moró y tuvo reino / queda ya sólo un muro que avasalla la hierba…” (“Blues”). Aquí se nombra de forma indirecta el acontecimiento amoroso completo, hay una reducción de la trama que da cuenta del inicio y final de una relación primero feliz y ahora devastada.
El lenguaje poético constituye una herramienta poderosa para nombrar de forma breve, precisa y reparadora lo que a cada ser humano le acontece en la vida. Es el lenguaje de Dios que dialoga con lo inasible; conversa con lo oscuro, etéreo e intemporal vivido y expresado en el ser de las personas. Es lenguaje propio de lo divino que emplea para hacer una composición, cuya selección de palabras dispuestas en un orden específico producirán revelaciones constantes (transgresora o no) sobre lo “conocido-acontecido”. En este sentido, la poesía constituye una oportunidad para el lector de asomarse a una visión o a un entendimiento distinto sobre una experiencia cercana o posible para él: el amor, tema por excelencia de lo poético, se revela inusitado en la voz del poeta como un reino o un muro invadido por la hierba silvestre, por ejemplo.

De esta manera, cuando José Carlos Becerra (Tabasco 1936, Brindis, Italia,1970) murió, ya había dejado un legado poético de ocho años esparcido en diversas publicaciones, mismas que fueron reunidas por Octavio Paz (quien escribe el prólogo), Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco. La obra de este notable y joven poeta fue recuperada por la intensa y melancólica belleza de su propuesta, por la singularidad visionaria del amor que fusiona hombre-naturaleza; hombre-amada, hombre-tiempo y memoria, entre otros tópicos relevantes. Él fue fiel traductor de lo intangible, elaboró una descripción emotiva de su bullente vida interior que (al leerlo) recuerda la nuestra. Es él quien afirma:
Sólo hablábamos debajo de la sal,
en las últimas consideraciones de la estación lluviosa, en la espesa humedad de la madera.
Sólo hablábamos en la boca de la noche,
allí escuchábamos los nombres que las aguas deshacían olvidando.
Mi camisa estaba llena de huellas oscuras y diurnas,
y la Palabra, la misma, devorando mi boca,
comiendo como un animal hambriento en el corazón de aquel que la padece y la dice.
Yo miraba igual que los ríos,
verificaba las rotas murallas, los andrajos humanos que la eternidad retiraba de la muerte (“Relación de hechos”).
Se reconoce en su obra la tendencia subjetiva, novedosa para su época. Esta sensibilidad intensificada transita por tópicos que le hacen doblemente inusitado para la poética mexicana de su época e incluso en la actual. Emplea el versículo que da peso y consistencia a sus ideas de manera crítica ante su entorno (está ese rasgo contestatario de los años sesenta presentes en su obra) que le permite aguzar su sensible melancolía. Los paisajes selváticos van de su interior al mundo y viceversa, de ahí que naturaleza y ser se fusionen para ser parte de un mismo ser existente en el mundo. Este pensamiento recuerda el paralelismo del que suele echar mano el pensamiento mítico, donde todo lo existente está al mismo nivel y posee la misma importancia, todo es sagrado. Quizá sea la fórmula adecuada para ser parte de un todo y así la soledad, el dolor, la añoranza se conviertan en un reducto poético, en unos cuantos versos extraordinarios.
Bibliografía:
Becerra, José Carlos. El otoño recorre las islas. México, Era, 1973.