El viento de marzo, cómplice de efemérides y nostalgias, trajo consigo un nuevo aniversario del nacimiento de Octavio Paz, el hombre que, con su pluma, escribió sobre las sombras y las luces de la identidad mexicana. Nació en la Ciudad de México el 31 de marzo de 1914, cuando los balazos de la Revolución se oían en las calles y en la memoria de su familia. Su abuelo, Irineo Paz, novelista y soldado; su padre, abogado de verbo encendido y compromiso zapatista. Con semejante linaje, Octavio no podía ser menos que un volcán de palabras y pensamiento, un cartógrafo de la incertidumbre nacional.
Desde niño, las letras lo atraparon como una enredadera que no suelta a su presa. Apenas con diecisiete años publicó Mar de día, una obra aún incierta, tentativa como las primeras luces del alba. Pero fue con El laberinto de la soledad que su nombre quedó tatuado en la conciencia del mundo. Ahí, Paz desnudó el alma mexicana, su orfandad histórica, su angustia festiva y su búsqueda infinita de identidad, con la prosa vibrante y certera de un oráculo que escribe con bisturí en lugar de pluma.
Su carrera literaria navegó entre la poesía y el ensayo, construyendo puentes entre el lenguaje y la existencia misma. Fue un alquimista de palabras, un explorador de la estructura y el ritmo, guiado por el surrealismo, el existencialismo y la pasión por la tradición oriental. En Piedra de sol, ese río de versos ininterrumpidos, el tiempo se hace circular, y en Blanco, el poema se despliega en columnas múltiples, invitando al lector a descubrirlo en distintas dimensiones.
Pero Paz no solo habitó los laberintos de la literatura, también transitó los pasillos del poder. Diplomático errante, recorrió el mundo desde su puesto en el Servicio Exterior Mexicano, llevando su aguda mirada a Francia, Japón y la India, donde su poesía absorbió la mística y la cadencia de lo oriental. No obstante, su espíritu libre y crítico le costó amistades y posiciones. Cuando en 1968 el gobierno mexicano derramó sangre en Tlatelolco, renunció a su cargo como embajador en protesta. Fue una decisión que resonó como un trueno en el panorama intelectual.
Siempre en el ojo del huracán, Octavio Paz supo que las palabras eran su mejor armadura. Polemizó con la izquierda latinoamericana, denunció los abusos del socialismo, se enfrentó a intelectuales y escritores como Pablo Neruda, con quien rompió lazos al llamarlo “poeta traidor”. Más tarde, Vargas Llosa lo acusó de ser demasiado indulgente con el sistema político mexicano, quel viejo PRI que tanto odiamos hoy. La soledad no solo era un tema en sus ensayos, sino una consecuencia de su independencia ideológica.
En su vida personal, el amor fue un laberinto en el que dejó huellas de fuego y cicatrices. Su matrimonio con Elena Garro fue una batalla entre dos volcanes. Ella, feroz y talentosa, lo acusó de haber sofocado sus aspiraciones y de sumirla en el silencio. Tuvieron una hija, Helena, a quien la relación tensa entre sus padres le arrebató la cercanía paterna. Con Marie-José Tramini, su segunda esposa, encontró una estabilidad tardía, pero la sombra de sus pasiones pasadas nunca dejó de acecharlo.
Con el tiempo, su obra se expandió como la luz en un vitral. Tradujo a poetas de todos los rincones del mundo, desde Apollinaire hasta Matsuo Basho, y su propia voz resonó en más de treinta idiomas. En 1990, la Academia Sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura, un reconocimiento tardío pero justo para quien había tejido la palabra con la precisión de un artesano y la profundidad de un filósofo.
Murió el 19 de abril de 1998, en la Casa de Alvarado, su refugio final en Coyoacán. Hoy en su aniversario de nacimiento, te presentamos varios de sus poemas.
A través de la noche urbana de piedra y sequía…
A través de la noche urbana de piedra y sequía
entra el campo a mi cuarto.
Alarga brazos verdes con pulseras de pájaros,
con pulseras de hojas.
Lleva un río de la mano.
El cielo del campo también entra,
con su cesta de joyas acabadas de cortar.
Y el mar se sienta junto a mí,
extendiendo su cola blanquísima en el suelo.
Del silencio brota un árbol de música.
Del árbol cuelgan todas las palabras hermosas
que brillan, maduran, caen.
En mi frente, cueva que habita un relámpago…
Pero todo se ha poblado de alas.
Aquí
Mis pasos en esta calle
resuenan
en otra calle
donde
oigo mis pasos
pasar en esta calle
donde
Sólo es real la niebla.
El fuego de cada día
A Juan García Ponce
Como el aire
hace y deshace
sobre las páginas de la geología,
sobre las mesas planetarias,
sus invisibles edificios:
el hombre.
Su lenguaje es un grano apenas,
pero quemante,
en la palma del espacio.
Sílabas son incandescencias.
También son plantas:
sus raíces
fracturan el silencio,
sus ramas
construyen casas de sonidos.
Sílabas:
se enlazan y se desenlazan,
juegan
a las semejanzas y las desemejanzas.
Sílabas:
maduran en las frentes,
florecen en las bocas.
Sus raíces
beben noche, comen luz.
Lenguajes:
árboles incandescentes
de follajes de lluvias.
Vegetaciones de relámpagos,
geometrías de ecos:
sobre la hoja de papel
el poema se hace
como el día
sobre la palma del espacio.
Niña
Nombras el árbol, niña.
Y el árbol crece, lento y pleno,
anegando los aires,
verde deslumbramiento,
hasta volvernos verde la mirada.
Nombras el cielo, niña.
Y el cielo azul, la nube blanca,
la luz de la mañana,
se meten en el pecho
hasta volverlo cielo y transparencia.
Nombras el agua, niña.
Y el agua brota, no sé dónde,
baña la tierra negra,
reverdece la flor, brilla en las hojas
y en húmedos vapores nos convierte.
No dices nada, niña.
Y nace del silencio
la vida en una ola
de música amarilla;
su dorada marea
nos alza a plenitudes,
nos vuelve a ser nosotros, extraviados.
¡Niña que me levanta y resucita!
¡Ola sin fin, sin límites, eterna!
Epitafio de un poeta
Quiso cantar, cantar
para olvidar
su vida verdadera de mentiras
y recordar
su mentirosa vida de verdades.