Bertolt Brecht tiene una frase, quizás muy conocida, que dice: Hay hombres que luchan un día y son buenos, hay otros que luchan un año y son mejores, hay quienes luchan muchos años y son muy buenos, pero hay los que luchan toda la vida y esos son los imprescindibles. Siguiendo esta línea de pensamiento podemos decir, y es evidente, que también existen mujeres que cumplen con estos calificativos, y que, yendo aún más lejos, existen mujeres convertidas en hombres que, de tan imprescindibles, resultaron ser peligrosas. Tal es el caso de Enriqueta Favez, la cual llegó a Baracoa y se convirtió en la primera mujer que ejerció la medicina en el archipiélago antillano. Pero lo curioso es que lo hizo vestida de hombre.
Según el historiador cubano Julio César González Pagés, autor del libro Por andar vestida de hombre, Enriqueta Favez nacería en Lausana, Suiza, en el año 1791; aunque otra fecha posible sería el 1786, época en la que soplaban desde Francia los vientos revolucionarios y Robespierre enarbolaba las banderas aceradas de la guillotina.
Estudió medicina en un tiempo en el que las mujeres no podían acceder a estos estudios, para lograr su sueño se vistió de hombre usando el uniforme militar de su difunto esposo y adoptó el nombre de Enrique Favez. Su mente brillante le permitió graduarse en medicina y poco después se enlistó como cirujano de campaña en el ejército de Napoleón Bonaparte, durante los cinco años que duró la invasión a Rusia. Luego de terminar la guerra, sin nada que la vinculara a Francia, viajó primero a Guadalupe y después, por razones desconocidas, llegó al oriente de Cuba y se trasladó a la remota región de Baracoa; la cual fue la primera villa fundada por los españoles y actualmente es un municipio de la provincia de Guantánamo. Se estableció en la zona y desempeñó su labor médica, para convertirse en la primera mujer que realizaba este oficio en Cuba. Más que la destreza para curar enfermedades, resaltan en su figura la visión humanista, el apego a los pobres a quienes trataba sin importar que no pudieran pagar y el trato igualitario hacia la población negra y mestiza. Además, alfabetizó a negros esclavos y libertos.
Una de sus pacientes fue Juana de León, la cual se encontraba en estado precario de salud y atravesaba adversidades económicas, que rebasaron a su enfermedad. Al poco tiempo, el cirujano Enrique Favez pidió su mano en matrimonio, prometiendo que, de acceder, la ayudaría a salir de la pobreza. Antes de contraer nupcias le confesó su condición real de mujer. Ambos se comprometieron a guardar el secreto. Se trataría, entonces, del primer matrimonio lésbico que se tiene registro en la isla, aunque claramente, solo se concretó porque mantenía oculto su verdadero género con el cual no se identificaba. Juana de León participaba activamente de la vida social y es posible que en sus habituales cotilleos con sus confidentes revelara el secreto de su esposo, como sea, hasta el momento nadie sospechaba.
Según palabras de Annemarie Sancar, recogidas en el prólogo de la obra citada, el caso de Enriqueta Favez resulta conmovedor en nuestros tiempos, ya que se trata de una mujer que, en condición de emigrante, y para evitar la discriminación por ser considerada del “sexo débil”, considerado así incluso en nuestros tiempos, asumió el papel masculino, yendo más allá de un caso de transexualidad, pues su acción debe ser vista como una rebelión contra las jerarquías sociales. No estamos tan distantes, como pareciera, de esa época colonial marcada por los prejuicios. Nótese las palabras de la Administración en cuanto a las mujeres, pronunciadas a raíz del juicio:
La mujer para nosotros es un ser débil a quien rodeamos desde la niñez de tiernos cuidados; la educación que procuramos darle, las máximas que le inculcamos y las consideraciones que le tenemos, todo tiende a hacer de su corazón una fuente de virtudes que madre algún día ha de fructificar en el alma de sus hijos.
Pero esa debilidad y esa terneza suele desmentirse a veces presentándose mujeres de carácter varonil cuyas acciones atrevidas asombran hasta los hombres más valientes y arrojados.
Por desgracia, el médico no pudo mantener su secreto oculto durante mucho tiempo. Un día, estando ebrio en su habitación, fue sorprendido por la criada, teniendo Favez la camisa desabotonada, tras revisarla le fue revelado su verdadero género. A pesar de que él (ella) y su esposa intentaron sobornarla al día siguiente para que no hablara, ya la criada había comentado lo visto y los rumores se comenzaron a propagar como una enfermedad indetenible. Un tío de Juana la instó a confesar la verdad acerca de Enrique, para no manchar el nombre de la familia. Juana de León no tardó en revelar dicha verdad y en los procesos judiciales emitió un testimonio desfavorable.
Una mirada a las acusaciones judiciales, a las cartas relacionadas con el proceso y los interrogatorios dejados por escrito, guardados por la Administración de la colonia y que el historiador Julio Pagés recoge en su libro, nos develan la verdadera cara de la sociedad de entonces, maniatada por principios morales que, más que buscar el bien, terminaban siendo una cárcel para el pensamiento. Una cárcel repleta de instrumentos de tortura. Enrique Favez fue sometido a toda clase de vejaciones, hasta el punto de que intentara acabar con su vida mientras se encontraba tras las rejas.
Confesó que su nombre verdadero era Enriqueta y que se había puesto el vestido de hombre para poder ejercer la medicina. La confesión no fue suficiente, la desnudaron y expusieron en público, para que no quedaran dudas de la transgresión. Fue condenada a un reclusorio, cuatro años en la Casa de San Juan Nepomuceno de Recogidas. Le fueron retirados los títulos y se ordenó la extradición fuera de territorio español cumplida la condena. Por petición de ella fue trasladada a New Orleans, tras lo cual ingresó a una organización religiosa donde siguió trabajando por la causa de los pobres. Llegó a convertirse en Madre Superiora de la congregación. Estuvo en Veracruz en calidad de misionera y en la capital de Guadalajara funda, en la Iglesia de San Felipe Neri, una filial de la Congregación de la Caridad. Sin embargo, nunca olvidó su amor por Juana de León, a quién nunca culpó por lo sucedido. Cerramos esta crónica, cuyos hechos están recogidos en el libro citado Ut Supra, y en el cual nos hemos basado, con una carta que remitiría a Juana desde New Orleans tras conocer la noticia de su deceso:
Nueva Orleans, 23 de mayo de 1846.
Amada Juana:
No puedo pensar que lo que me dicen sea verdad. No puedes haber muerto sin yo verte, mi vida se apagará si no tengo la ilusión de reeditar los días más felices de mi vida que fueron a tu lado.
Nunca te culpé por lo que pasó, fueron todos ellos los que no entendieron que nos amábamos pese a todo. Solo quisiera que lo que me dicen sea mentira; por favor escríbeme aunque sea solo para saber que estás viva.
Si tú mueres, una parte de mí lo hará, la mejor de todas, te lo juro que ya no podré ser el mismo. Dame por favor alguna señal de vida.
Te quiere
Enrique