Primera parte
I
Pese a todo siguieron mirándose. Hubo un instante en que tampoco reconocieron su voz. Primero se desvaneció el recuerdo de la última reunión en el sótano de La Cucaracha, y luego se vinieron abajo todas sus creencias. Ninguna de las cuatro sabía cómo habían llegado hasta ese lugar.
Ese día comenzó cuando Mariana sintió un revoloteo de cuervos debajo de su ombligo. No sabía si era por la ansiedad o por el hambre. Intentó no ponerle mucha atención. Se levantó del sillón en el que se quedó recostada Alexa, quien la siguió con la mirada en medio de la sala a media luz.
Olía a tabaco y el humo de cigarro flotaba junto a las réplicas de las obras de Andy Warhol y su Marilyn Monroe, que colgaban de la pared pintada de negro. En el otro sofá todavía dormían Lucía y La Tibi, sin ropa, casi como quienes al final de una noche sin rumbo terminan convertidas en cenizas del placer.
—¿Dónde chingados estamos? —preguntó con la voz pastosa después de correr la cortina blanca y asomarse por la ventana.
Ninguna de las tres le respondió. Lucía y La Tibi seguían entrelazadas en un sueño profundo. Cualquiera que las hubiera visto pensaría que estaban muertas. Alexa estiró sus brazos y volteó su rostro contra el respaldo del sillón para evitar la luz.
La mesa de madera parecía un rompecabezas. Además del salero de plástico color rosa con azul, había un mapa, algunas cucharas y un montón de fotografías.
—¿Y Panchito? —lanzó otra pregunta cuando vio su acordeón acomodado entre las patas, el asiento y el travesaño de una de las cinco sillas.
Su tono no tuvo eco. Luego intentó enfocar la mirada en el reloj de la pared, pero se dio cuenta que las manecillas giraban al revés.
Mariana tiene 19 años y mide un metro con setenta. Su tono de piel anémico suele broncearse con las largas caminatas entre su escuela y el trabajo. Prefiere andar a pie que trasladarse en el transporte colectivo, porque le parece un mal servicio público, además le hace bien el ejercicio para mantener el azúcar a raya. Tiene una cara de serenidad y una frente amplia, que junto a sus ojos movedizos y su nariz de muñeca, la hacen parecer casi siempre tranquila, aunque pocas veces se sienta así.
Buscó su celular para ver la hora pero no lo encontró. Tampoco localizó el teléfono de las demás. Hizo varios ejercicios mentales para intentar recordar cómo llegaron a ese sitio y tuvo algunos recuerdos, pero muy lejanos: un paseo a caballo cuando era niña, el vértigo que sentía en el sexto piso del edificio, donde solía hablar con sus amigas del Universo y de Dios, el salto en paracaídas en Nueva York que nunca se atrevió a dar, y su extravío de dos días en el Centro de la Ciudad de México.
—¿No piensan levantarse?
II
La Tibi es una suerte de fantasma errante. Parece desorientada mientras camina entre las cuatro paredes del sótano de La Cucaracha. El lugar, dice don Gabo, parece una tumba cerca de la línea fronteriza.
—Aquí en los tiempos de la prohibición gabacha se escondía mucho whisky antes de cruzarlo al otro lado —recordó don Gabriel mientras señalaba con su dedo índice derecho hacia el norte.
—¿De qué año son estas máquinas tragamonedas? —interrumpió La Tibi.
—Por eso la avenida Juárez, era conocida antes como ´la calle de los casinos´, había muchos casinos, supongo que deben de ser después de la década de 1930 —intuyó el dueño del lugar, quien solía pasar las noches sólo en el bar, porque no todos los clientes le caían bien, y por eso a veces cerraba la puerta del negocio, que era conocido más como un museo y no una cantina.
La Tibi, al igual que Mariana, era delgada, pero su tono de piel era moreno claro, aunque era un poco más alta. Sus amigas le decían también La Gata, porque era medio escurridiza y solía pasar largos períodos desconectada de la vida social.
—¿A cuánta gente habrán estafado con esta madre? –terció Panchito-. Yo por eso nunca he tirado a la basura mi dinero en estas máquinas.
—Ni dinero tienes, cabrón —lanzó su dardo La Tibi.
Mariana estaba sentada en las escaleras que conducen al sótano, a un lado del acordeón de Panchito. No dejaba de pensar en cómo le harían para esconder el camello que tenían en el piso de la cantina, amarrado a una de las mesas de billar, frente a la barra, donde están colgados todo tipo de instrumentos musicales.
Don Gabriel les había prometido que ahora sí, les mostraría el túnel, cuyo acceso estaba tapado con cemento, pero que conectaba con otros lugares, entre ellos, el cuarto de los masones escondido bajo el Monumento a Benito Juárez.
—Hay que mover aquella máquina tragamonedas, ahí está la compuerta, para que ya me crean —dijo el dueño del sitio al tiempo que las volteó a ver para ver sus rostros con marcados por la sorpresa y la curiosidad.
La existencia de túneles en en Centro de la urbe, se mezclaba entre los mitos y las leyendas surgidas después de la Revolución Mexicana. Pese a las investigaciones de periodistas no habían sido localizados y mientras que algunos historiadores aseguraban que eran parte de la Toma de Ciudad Juárez, otros decían que se trataba únicamente de mazmorras, utilizadas en la época de la prohibición de licor de Estados Unidos. La idea de dar por fin con una prueba de su existencia, había llevado a La Tibi y a sus amigas a indagar sobre la veracidad de los túneles. Dos meses atrás localizaron en una tienda de ropa de la avenida Juárez, un sótano que concluyeron había sido construído por revolucionarios.
Mariana se levantó para ayudar a mover la máquina, que estaba muy pesada.
—Voy por una soga que tengo arriba —expresó don Gabriel, quien subió apurado.
—Ya se cagó su pinche camello —gritó con la voz grave y hueca desde el primer piso.
Los cinco simularon no haber escuchado el reclamo del propietario de La Cucaracha. Lo conocían por neurótico, aunque muy buen amigo.
III
Panchito se inició en el narco poco antes de la mayoría de edad. Uno de sus compañeros de la preparatoria lo metió al negocio, cuando el cártel aún pagaba bien a sus empleados.
Le dieron mil dólares por manejar un vehículo lleno de marihuana, mientras el miedo jugaba carreras con la adrenalina. Fue de una bodega cerca del aeropuerto, hasta una casa de seguridad en Anapra, a unos cuantos metros de la línea fronteriza.
Era un narcojunior. Aunque su familia no tenía dinero de sobra porque sus padres eran maestros y cobraban doble plaza en el sindicato gracias a su filiación al PRI, tampoco le faltaban recursos. De niño tuvo oportunidad de estudiar en escuelas de música, donde aprendió a tocar la guitarra, el bajo y el acordeón. A finales de la década de 1990, él y otros integrantes del cártel se reunían los jueves en la discoteca Electri Q’ y el viernes en el Chihuahua Charlies para embriagarse durante la noche, y divagar en la madrugada con las narices inflamadas de cocaína. No todo era malo, también tenían su lado religioso y moral, sobre todo cuando acudían con su familia a misa, y los lunes se presentaban en la escuela o sus lugares de trabajo como estudiantes y directivos respetables.
Diez años antes tuvo su primer encierro. No se cansaba de contar historias, algunas de ellas quizá no existieron y sólo estaban en su cabeza. De todos modos, solía tener a su alrededor a varios reos atentos a sus anécdotas, después de que la Federal lo detuvo en un operativo en una casa de seguridad en la colonia Altavista. Una tarde, después de la hora de la comida contó una de ellas.
—El día más machín fue una mañana que casi me lleva la chingada. Estábamos esperando al compa que íbamos a darle piso pero el cabrón traía a dos escoltas. Le pusimos cola como por media hora porque le debía feria al patrón, fue en Paseo Triunfo y Plutarco. Los guarros se dieron cuenta y bajaron de las trocas y se armaron los putazos —relató a los demás presos, quienes apenas parpadeaban.
Usaba esas pláticas para mantener su cuota de poder y algo de protección. Ese día antes de que los guardias les hablaran para regresar a las celdas, contó con detalle de lupa lo que siguió después de la refriega.
—Nos metimos a los dos escoltas pero alcanzaron a darle en la madre al Ticho, el pistolero más chavito que teníamos en la célula.
El silencio se apoderó de todos, y Pancho hizo una larga pausa mientras les analizaba los rostros de sorpresa.
—Yo fui el que me acerqué hasta donde estaba el objetivo, un bato de mucha lana que lavaba lana para el cártel. Estaba herido, recargado en el asiento trasero de una Cherokee y le dije: “esto va por los 3 millones de dólares que no quisiste pagarle al Ruco”. Y le disparé en la cabeza.
Las imágenes que aparecieron en los periódicos locales le dieron la vuelta al mundo. En primer plano se observaba los dos vehículos llenos de agujeros, con lo escoltas bocaabajo sobre el pavimento y al fondo, en el segundo piso de la primaria Abraham González, decenas de niños apostados en los pasillos, desde donde veían con asombro lo que sucedía después con los elementos del forense, y los cuerpos policiacos de los tres niveles de Gobierno.
Así terminó su carrera delictiva.
IV
Cuando despertó, el dragón todavía estaba allí. No era como la serpiente antigua y tampoco como los otros reptiles gigantes que se desplazaban cada vez que sonaba el ruido de las campanas en los túneles subterráneos de Ciudad Juárez. Éste era como un caimán color verde oscuro, con alas y cuernos. Lo vio recargado en el televisor, casi inmóvil, con la mirada de un demonio perdido en la Tierra.
Eran las cuatro de la mañana cuando abrió los ojos por una intuición. Alexa desarrolló esa habilidad con el paso de los años. Aprendió a percibir la realidad de una manera clara e inmediata sin la intervención de la razón desde los ocho años, una vez que sintió que alguien estaba debajo de su cama.
Alexa era una mujer morena, alta, delgada, con la nariz puntiaguda, ojos negrísimos y fugitivos. Aunque tenía 25 años, sus manos eran torpes y rugosas. Sus amigas le decían La Bruja porque solía aparecerse en los lugares donde hablaban de ella. En una ocasión mientras Mariana veía una foto de Alexa en Facebook, sucedió lo inevitable.
—He aquí, que yo estoy parado a la puerta y llamo; si alguno oyere mi voz, y abriere la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo —recitó Alexa de memoria el versículo de La Biblia.
—A éste le abre el portero, y las ovejas oyen su voz; llama a sus ovejas por nombre y las conduce afuera —respondió también con su vago aprendizaje de los libros sagrados.
—¿Y si te hablo como Pedro Páramo —dijo después de que Mariana la abrió la puerta.
—Preferiría que me llamaras como Ronald, y después tocaras el piano como jazzista estadounidense radicado en París.
Ambas soltaron una carcajada y fueron por La Tibi para ir a La Cucaracha y entrar otra vez a la vida underground que se desarrollaba bajo la superficie de la ciudad.
Sí, el dragón todavía estaba allí.
V
La noche en que Panchito encontró el camello en la vecindad sucedieron cosas realmente extrañas. Eran las siete pe-eme cuando salió del Eugenios para irse a su casa. Al abrir la puerta del bar tomó una bocanada de aire, con la misma desesperación sentida de quien está a punto de ahogarse por aguantar la respiración bajo el agua.
Primero sintió el cascabeleo de su cuerpo y eso le recordó la última vez que su auto terminó en el taller mecánico, y después avanzó entre el remolino de imágenes agolpadas en su cabeza: desde su segundo divorcio hasta las deudas pagadas con bonos de gastritis, y a veces con nudos en el cuello convertidos en pesadillas.
El ruido de los camiones del transporte público a esa hora, mezclado con el de las sirenas de ambulancias y patrullas, avivaba el caos interno a través de los oídos. Intentó relajarse, respirar hondo y poner la mente en blanco, como le había recomendado una amiga cada vez que se sintiera así, incluso recurrió a contemplar el cielo rojo de octubre pero nada de eso logró calmarlo.
De pronto encontró bajos sus pies una frase y diez metros después otra, hasta que, mientras avanzaba con la incertidumbre a cuestas, las palabras adquirieron cierta lógica tranquilizadora. Se trataba de un mensaje que lo conduciría hasta una cantina clandestina en una vecindad, localizada cerca de las vías del ferrocarril.
Sin importarle si aquello era una broma, una ocurrencia o hasta una trampa, apresuró el paso para llegar lo antes posible al multifamiliar indicado. El portón estaba semiabierto, como lo señaló la última frase, y avanzó hasta la escalera que se encontraba en medio del patio para subir lentamente. Al llegar al descanso se encendieron las luces del último cuarto del lado derecho.
Notó que los demás aposentos estaban abandonados porque algunos carecían de puertas y otros de cortinas. Tocó la puerta pero nadie respondió. Adentro había dos mujeres jóvenes desnudas sentadas en un sofá rezando cada una con un rosario en las manos. La luz opaca y el humo que flotaba en el ambiente, apenas le permitieron ver al fondo una barra hecha con un tablón sostenido sobre dos botes grandes de lámina. Vio una botella de tequila casi vacía y a un lado, apenas legible, una servilleta con otra indicación escrita con un lápiz.
Bebió el último trago del tequila y entró a la recámara con la curiosidad de un gato para buscar el agujero por el que se indicaba ingresar. La única manera de acceder era acostado y así se desplazó pecho tierra hasta la luz al final del túnel. El angosto pasadizo lo llevó hasta una compuerta detrás de la que había un jardín.
—¿Dónde estabas, niño?— preguntó una mujer agitada.
Inmediatamente reconoció esa voz de la infancia. Era su madre.
Aunque pensó en explicarle que venía del futuro, preferió quedarse en silencio.
Era hora de dormir y empezar una nueva vida.
VI
Luego de salir de la cárcel, Pancho se metió a trabajar como trailero. En ese empleo le sucedieron algunas cosas fuera de lo común, como la vez que le pareció extraño encontrarse en una de las carreteras que se sabía de memoria, con una cabaña justo a la mitad del camino. Aunque estaba ubicada a unos metros del área de descanso, donde estaciona su tractocamión para estirarse antes de conducir tres horas más, nunca la había visto. Podía jurar que jamás había visto ese lugar. La historia sucedió más o menos así en tiempo presente:
Son las seis de la mañana. Un par luces de neón y un letrero hecho de madera le dan la bienvenida. El anuncio tiene las letras astilladas, y rayadas con nombres y fechas muy antiguas.
Entra al sitio como un graznido de cuervo. Adentro alguien toca el sax. Huele a humo de cigarro mezclado con desodorante ambiental. La poca iluminación apenas deja ver las siluetas de algunas personas sentadas en la barra y en las sillas de las mesas. No se ha dado cuenta que son maniquíes, igual que el hombre barbón que se encuentra a un lado de la caja.
Pancho se sienta frente al saxofonista. Escucha con atención las escalas de blues y jazz. La melodía escala sin prisa las paredes. Luego gira colgada de los ventiladores del techo. El piso de madera cruje en do menor. Ahora se siente relajado pero no hay nadie que le ofrezca un café o cualquier otra bebida para pasar el rato, y eso lo empieza a incomodar un poco. Aún no percibe que las manecillas de su reloj giran al revés.
La música le hace creer que sus manos se han vuelto de plástico, igual que sus brazos y piernas. Por lo pronto no puede moverse. Parece que el sax imita el canto vocal que Pancho tiene en su cabeza, igual que la polirritmia en los contratiempos de su corazón, que cada vez tiene menos latidos.
En la escena ha entrado un baterista con un redoble, luego un bajista tabletea para darle paso a una mujer que colorea el ambiente con un requinto largo e improvisado.
Mientras la canción avanza, a Pancho se le ha olvidado cómo hablar. Quiere ponerse de pie pero el cuerpo ya no le responde. Engañado por su mente ve cómo desaparecen los músicos con sus instrumentos: primero la mujer y su eterna escala melancólica, luego el bajista que se eleva a las estrellas y al final se esfuma el hombre sin ojos con un redoble.
Sólo queda ver cómo el saxofonista sonríe con esa mirada diabólica en su última canción mientras alguien apaga la luz.
(Espera pronto la segunda parte de El Encierro)