Si ojeamos, con la fruición característica de un degustador de la exquisitez lírica, cualquier antología o selección de poesía cubana de todos los tiempos, nos encontraremos con la feliz presencia de un gran número de poetisas, cuya obra, a la par de los más destacados literatos de la isla, ha, no sólo sobrevivido a la mella que el tiempo deja en la memoria, sino además brillado con luz de enana blanca en el ingente universo de nuestras letras. Si usted, querido sibarita de la poesía, leyera una hipotética antología de mujeres poetas cubanas, apreciaría además del talento que confiere Calíope a sus más dilectas hijas, la evolución de un pensamiento que es en la actualidad un fenómeno sociocultural de un fuerte impacto: el feminismo.
La literatura evoluciona a la par del pensamiento. El feminismo, como fenómeno sociopolítico consumado, se manifiesta plenamente en la literatura moderna, si bien se pueden rastrear sus primeros pasos como una pulsión de libertad, el deseo de la mujer de liberarse de las ataduras sociales y de alzar su voz en un medio que todavía hoy intenta acallarlas.
En la lírica contemporánea cubana son muchas las poetas que desde esta perspectiva alzan, como estandarte de lucha, su poética. Sin mencionar nombres por temor de dejar incompleta la lista de autoras publicadas y reconocidas en el ámbito nacional e internacional, tomaremos como piedra de toque a la joven autora villaclareña (no publicada aún) Jany Sánchez Triana (Villaclara, diciembre de 1997), quien, además de trabajar a tiempo completo en Imagenología en un hospital municipal de su provincia, escribe poesía desde hace algunos años.
Si partimos de la premisa de que en la obra de Jany Sánchez el feminismo es también un humanismo (trastocando el término sartreano), comprobaremos cómo en su obra el elemento humano es profundo, filtro por el cual pasan las percepciones de la cotidianidad, la existencia, la lucha social y diferentes puntos de vista relacionados con la sexualidad, la política y la sociedad. Tomemos como ejemplo el poema que comienza «No quiero tener hijos…», el cual pudiera ser interpretado como una forma de protesta contra aquellos que ven a la mujer como un objeto sexual diseñado con la función de dar placer al hombre y procrear hijos. A la tradición patriarcal opone un nuevo punto de vista, el cual supone una emancipación de los prejuicios raciales, de género y sexuales. En otro de sus textos, titulado “Petricor”, se funden el deseo erótico y el deseo de libertad, dotando a la Patria de un cuerpo sensitivo. Sin más preámbulos queda invitado el querido lector a disfrutar de la originalidad poética de Jany Sánchez Triana.
«No quiero tener hijos…»
No quiero tener hijos,
o mejor dicho,
los quiero sin que me crezca el vientre.
Procrear por la piel y dar a luz por los poros.
Sin epidural ni escalpelo.
Rozar dermis para engendrar
y al tacto fecundar los estratos.
Nadie notará que estoy encinta, pues las capas de la piel
sabrán resguardar bien el feto
y veintinueve días
después bajo el claror del plenilunio
brotarán los hijos.
Mi madre no verá a sus nietos
crecer en mi abdomen.
No sabrá que está por convertirse en abuela
y seguramente no le gustarán
esas modernidades de preñarse por los brazos.
La gente comentará por el pueblo
que ser madre
a mi edad es complejo.
Los que no me conocen marido
pronosticarán que moriré tortillera y sin hijos.
No habrá bultos ni síntomas
y el halo lunar será el único vaticinio de maternidad.
Vellos de punta
anunciarán el nacimiento
y el rocío epitelial
revelará el rompimiento de la fuente.
Finalmente cuando se abran las capas dérmicas
nacerán mis hijos.
Niños como cualquiera,
como los que crecen en el vientre y salen de él.
No harán falta ginecólogos,
enfermeras o comadronas.
Solo dermatólogos y ventanas abiertas para dejar
entrar a la Luna.
Por las porciones tatuadas
supongo que no habrá paritorio o quizás me nazcan hijos
con las pieles ilustradas.
De mayor
les preguntarán si estuvieron presos,
y con orgullo,
responderán que sí,
que fueron reclusos de los brazos de su madre.
Frutos del acto de fornicar piel con piel.
Voraces lamerán mis heridas,
calmarán el dolor con su primer llanto.
En mi pecho les lavaré las células muertas que reposan
en su carne al natalicio.
Los abrigaré con las telas más finas,
me arrancaré los tegumentos para tejerles vestidos
y los cobijaré del hombre
que teme a las razas.
Los cobijaré, incluso de mí.
No tendrán miedo de su piel negra,
de su piel blanca.
Recogeré cada raíz placentaria y la plantaré.
A la siguiente noche de luna llena las capas
volverán a su estado natural.
La piel no dilata como la vagina,
pero muda.
No quedarán cicatrices del parto
y al puerperio las huellas de la piel estriada mutarán
a hermosos tatuajes de henna.
El dermatólogo habrá sellado mis poros
y mi madre sentada en una butaca de mimbre,
enternecida en llanto,
me ayudará a amamantar
a mis hijos.
«Quiero contemplar el paisaje…”
Quiero contemplar el paisaje
que yace a través de mi ventana
pero no tengo ventana
y a veces, solo a veces, no tengo ojos.
Voy a oscuras dando traspiés con las paredes.
Unas paredes regias
que dividen la sala del comedor.
Al comedor no va nadie.
No tiene sillas ni mesas ni comida.
Solo hambre y alguna que otra mosca
queriendo matar su hambre
y al final termina comiéndola.
Una larva, dos larvas
y salen mil moscas más
para seguir devorando el hambre que se respira.
La foto torcida de la sala me mira
esperando que la enderece,
la cambie, le sonría,
le limpie las cagarrutas de moscas.
Esa foto me recuerda mi yo de antes,
al que tenía luz,
al que tenía dientes.
No hay luz en la sala
ni en el comedor ni en mis ojos.
El oftalmólogo dice que estoy bien,
que mis ojos perciben la luz
y los colores de forma correcta
y que la falta de vista
pudiese ser debido al hambre
o a las moscas que degustan
el hambre de mirar que crece en mis ojos.
Los días que tengo ojos alcanzo a ver una ventana
que vislumbra detrás un paisaje.
Cruzo una sala, un comedor
y una foto extraña para llegar hasta ella.
Me acerco, la abro
y el panorama es hermoso.
Se levanta frente a mí una ceiba imponente
de ojos grandes, de boca grande,
de nariz pequeña.
Me mira fijo.
Me observa como si quisiera decirme algo
pero imagina lo insólito que sería
escuchar hablar a una ceiba.
La gente dirá que estoy loca
y me apuntarán con el dedo para indicarle al resto
que yo soy la loca
que habla con las ceibas.
Murmura algo pero no logro entenderla del todo.
Cierro la ventana de un sobresalto,
parpadeo,
en un instante la sala se llena de fotos
y el comedor de comensales.
Las moscas degustan mis heces
y defecan con entusiasmo
sobre los cuadros, sobre el marco de la ventana.
No hay larvas esta vez.
Ni luz ni colores ni yo.
La ceiba sigue en pie pero no dejaré que me hable.
Me taparé los oídos,
los ojos
y me haré la desentendida.
Arrurú mi niña
Mi cama es king, con espacio para cuatro,
pero solo vienen tres.
Duerme niña duerme
que El Coco espera impaciente por llegar.
Siempre viene:
a veces tarde, a veces sereno.
Le hice hueco en la cama
entre la señora decrépita y yo.
Cuando llega se acurruca en mi pecho, fuerte,
como si tuviese miedo
y no se va.
Se funde en un sueño.
Sueña conmigo y con los que atormenta
cada noche.
Viene con hambre,
devora mis sueños en un dos por tres
y quedo vacía.
Sin sueño, sin sueños.
La señora decrépita tiene el sueño profundo,
como si estuviese en coma,
solo se espabila para hacer(me) el amor.
Se sienta en mi pecho
y se queda quieta encima de mí,
mirándome fijo.
Se lanza a mi cuello,
entrelaza sus minúsculas manos con cierto tesón y desespero,
me abraza por diecisiete segundos.
Lo mismo que dura un orgasmo.
Su forma de amar es esa,
pero yo no he sabido corresponderle con igual placer.
Antes de dormir me canta nanas.
Arrurú mi niña, arrurú mi amor.
Las tararea casi en silencio
y nos tiende sus manos para hacernos de almohadas al Coco y a mí.
Me besa la frente
y luego cae rendida en su lado de la cama.
Bajo la intimidad del claro de luna que atraviesa
las rendijas de la vieja ventana
nos acurrucamos los tres
y copulamos de esa manera misteriosa
que solo conoce la dama.
Al alba ya no están.
Antes del alba regresan a sus camas de viudos.
Y despierto en mi cama king, sola,
con sueño, con sueños.
Hay días que de tanto fornicar amanezco salpicada de miedos ajenos.
Me lavo la cara,
los miedos se escurren por el lavabo y me queda limpísimo el rostro, el alma,
hasta que cae la noche.
Manifiesto de un deambulante
Paseo por calles que reinventan el porvenir
y trastocan la realidad.
Sucursales de la utopía que garantizan
la prontitud de que “un mundo mejor se avecina”,
mientras al otro lado del mar
un hombre escenifica en tiempo real
una tragedia de Shakespeare
en honor a una deidad que él mismo duda si existe;
y rostros de espectadores tristes subastando otro acto, aplauden sin brazos la gloriosa acción.
Calles plagadas de lamentos
enfundados tras una sonrisa.
Necrópolis repobladas que han contribuido
a disminuir el índice de pobreza
augurando un formidable futuro impoluto de cizañas,
mientras al otro lado de la valla
las cucarachas se alimentan
de los más suculentos manjares.
Senderos de aniquilación.
Caminos inertes
rodeados de condominios desahuciados,
parques llenos de perros
hostigando en nombre del amo que apalea su lomo.
Las huellas de los pies descalzos
van labrando la ruta de almas misérrimas
que a las puertas del cielo
deciden entrar y ni siquiera Dios les abre.
Nadie conoce sus nombres.
Nadie les pregunta sus sueños.
Exploro ciudades moribundas.
La agonía del gentío emana un bullicio peculiar,
las voces de los vivos
se amalgaman al murmuro de los muertos.
Semidifuntos implorando eutanasia:
le tienen pavor a la muerte,
pero mucho más a morir condenados en vida.
Calles asediadas de libertinaje
a tan solo dos céntimos de libertad.
Altares que enaltecen grandes mentiras
y grandes lacayos:
benditos malditos.
Construcciones babilónicas
miran en silencio las barbaries
mas no arremeten con violencia su cuerpo histórico.
Callan.
Igual que callan los «no»,
igual que callan todos los demás
mientras un telediario difunde que, víctima
de un conflicto por quien tiene los pantalones
más grandes,
un pueblo perece.
Paseo por calles que soslayan la verdad;
espejismos de revolución
que reflejan la falta de cojones de decir lo que se piensa.
La “pulcritud” no cesa,
mientras expurgan a la humanidad
los vertederos siguen abarrotados;
como de costumbre
acabamos desechando la basura incorrecta.
Barrios desnudos, baldosas maltrechas;
lloro de nube, grito de cielo.
Nadie dice nada, nadie hace nada.
Transitan en silencio,
deambulan como las sombras.
Afuera la rama del olivo ha tocado suelo,
pronto nosotros también.
Petricor
El olor a tierra mojada
me excita,
de la misma manera que excita un satisfayer.
Sentir que el polvo
se entremezcla
con el agua y meterme
los cinco dedos en el short
y hurgar en mi vagina,
es lo mismo.
Sácate esa mano de ahí, muchacha, vocifera mi madre.
Me da pena que me sorprenda haciendo
estas cosas, pero no puedo
evitarlo.
Estuve investigando y la molécula
responsable de mis placeres
se llama geosmina.
4.8a-dimetildecalina-4a-ol.
Mi tierra también huele así cuando se empapa
de las lágrimas del insurrecto.
La mano esta vez no va
a la vagina,
sino a los ojos.
No te andes en los ojos, muchacha, vocifera otra vez mi madre.
Pero el erotismo no se elude,
se sucumbe a él y qué más erótico
que el llanto
de un condenado en armas.
Son lágrimas de libertad, de tierra viva.
Me restriego los ojos
con fuerza
y todo el llanto sale,
la rabia, la inconformidad, la fe, la fuerza.
Llueve
adentro y afuera,
y por vez primera tengo un orgasmo múltiple.