Mientras ardo en temperatura, 39.5, leo por tercera vez Sendero de suicidas, o tal vez me estoy suicidando de esta forma corporal, como lo hicieron cada uno de los personajes que abundan este libro, no se hacía donde me lleve el delirio, no sé cuánto soporte mi cuerpo ese calor que deflagra mi humanidad, pero lo que sí sé, es que voy a desintegrarme en este periplo, sudo como si estuviera en la costa, en mi pueblo, decía la abuela sudo la enfermedad, toso, expectoro, me duele el pecho, pero sigo sobre el riel del verso.
Quien convoca la muerte son los poemas, la reúne y la dispersa por mis ojos, por mis venas, por mi respiración, que de pronto cuesta y luego se libera.
Envenenados, ahogados, ahorcados, fenecidos por un disparo, arrollados por una locomotora, unos con mucha inventiva, otros arrasados por su demencia o la mucha luz que los inundaba. Un suicida piensa en el castigo, en dejar marca, un gran agujero en el corazón de alguien escribe Rubén Rivera, nos manifiesta que este será el festín, el corpus del libro.
Leo con avidez, como si no hubiera mañana, tirito, un exceso de tos me distrae, la garganta me duele, en el pecho se me aglomera este verso: esperando el frio metal de una bala que incendie mi corazón. Está lejos de amanecer y mi cuerpo sufre, gozo el sufrimiento.
Cómo sonreírle al arma que dibuja un último beso con su pólvora, quizá algún día lo indague, es mi respuesta. Cuarenta grados de temperatura y yo embebido en la lectura (mi vocación de suicida aún está intacta en mi alma).
Estoy en la página 25 y mi sombra agoniza, los ojos me arden, y caigo en cuenta que acabo de parafrasear un verso de este libro. Al fin de cuentas somos ecos de otras voces, contagio de otras poéticas.
Miro el reloj y aún faltan dos horas para mi siguiente toma, tendré que lidiar con ello un rato más, mientras pongo alcohol a un algodón y me lo coloco en el ombligo con la ilusión de paliar la fiebre, lo que sale de mi corazón no es una bala, sino la angustia, la noche aun es joven y el sufrimiento largo, el libro Sendero de suicidas continua en mis manos.
Tiemblo, mi cuerpo hace crisis, pero aquí no hay un río o una ola de mar donde pueda dejar ir mi voluntad, sólo la noche, la efervescencia de mi piel y de estos versos que me hacen pensar en la muerte y sus formas de morir por propia mano, qué faltó o qué llenura le abarcó la vida, son cosas que el suicida en su último pensamiento de iluminación descubrió, lo otro es historia, material para un libro, cultivo de la literatura.
Las estatuas lloran lágrimas de mármol, los suicidas tejen toda su vida su último instante, saben que Morir es el final que escribe siempre la muerte en su novela, la obra maestra con la cual todo suicida se despide, dejando su despiadado silencio.
¿Qué nos ofrece Sendero de suicidas? Es una pregunta que hay que responder leyéndolo, es ¿una lluvia de ojos rotos que ya no quieren verme, un cianuro de amor? Un escalofrío cunde mi cuerpo, voy por este sendero, la fiebre no cede, tengo sed; cuantos personajes han desfilado por mis ojos que se quitaron la vida, recapitulo, mi corazón es una brújula que me lleva por sus nombres, Paul Celán, Manuel Acuña, Alejandra Pizarnik, Leopoldo Lugones, Cesare Pavese, y otros tantos que se pierden en mi alucinamiento, al fin es tiempo de tomar un paracetamol y de que esta calentura me suelte de sus manos. Bebo un poco de agua, engullo la pastilla, tal vez imagino que es un barbitúrico que me dará la ensoñada paz, pero no, no es mi día, lo que si agradezco es que estos poemas me hayan acompañado, me hayan quitado el mal sabor de la fiebre, y me contaran 49 historias, me hayan ayudado a atravesar la noche mientras todo por dentro me quemaba, ahora que veo la luz por la ventana, me digo, la poesía también es una buen medicina y respiro, cierro el libro, mis ojos hacen lo propio, el insomnio me suelta de su mano, me pierdo en lo profundo.
Tecámac, México
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JORGE CUESTA (MEXICANO, 1903-1942)
Con el plomo de la vida intenté hacer una alquimia despiadada: poesía, ¡oro de tontos! Soy ese alquimista que incineró su vida de oro para ver el plomo de su muerte.
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Oh, desaparición. La soledad es una llama que me enciende. Soy un eco sin camino, un ala sin memoria y sin distancia.
Mi sombra sueña su desierto. Mi alma es un páramo de espejos.
Éste es el instante que se revive y se goza, que verdaderamente habita en mi carne marchita. En mi boca vive la palabra oscura, me ilumina.
Sin prisa, el alma se desata de esta vida incierta.
Poema del libro Sendero de suicidas, de Rubén Rivera, Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2021.
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Jesús Bartolo nació en Atoyac de Álvarez, Guerrero, el 24 de agosto de 1970. Premio Estatal de Poesía del Centro Toluqueño de escritores 2000, por el libro Responso del gato, Premio de poesía María Luisa Ocampo 2004, por el libro Estar de Vuelta, Premio Nacional de Poesía Ciudad de Mérida 2012, por el libro Una vaca tengo, Premio Nacional de Poesía Germán Lizt Arzubide 2018, por el libro Manual para bajar de peso, Premio Nacional de Poesía José Carlos Becerra 2020, por el libro Palabras viejas para un poema nuevo que se muere en el cierzo, entre otros. Ingresó al Sistema Nacional de Creadores (SNCA) en 2023.