Gloria vio a Ezequiel dirigirse a la morera recién podada del patio. Lo vio con el lazo amarillo en la mano, el que usaron para colgar la piñata en la fiesta de cumpleaños del Tavo. Era de buen material, resistente, igual al del tendedero, aguantaba toda la ropa tendida sin romperse. Lo miró desde la ventana asomada tras la cortina, con la mano izquierda en el pecho, la derecha cubriendo su boca como para no gritar, como para frenar el llanto y las arcadas que le provocaba verlo, o calmar el corazón que quería salírsele del pecho, o la tembladera que le castañeteaba los dientes. Sintió en sus pasos lentos un grito de auxilio, un “no me dejes hacer esto”. Pero a Gloria, muy adentro en su cabeza, algo le decía: déjalo, déjalo que se vaya, que deje de sufrir y de joderte. ¿O qué? ¿Vas a aguantar sus insultos toda la vida? ¿Que un día te clave un cuchillo por la espalda o te retuerza el cuello? Está loco, te lo dijo el médico, le faltan sesos, es peligroso. Lo miró amarrar el lazo al tronco, aventar lo que sobraba a la rama más gruesa, la de la altura correcta, volverlo a aventar para amacizarlo, hacerle un nudo en el extremo, formar un dogal. Y ella allí, impasible, viendo por la ventana con una determinación largamente pensada. Peligroso ya era desde que se metió a la policía y traía pistola. Ya entonces la amenazaba borracho con el arma, que porque si miraste a éste, que si porque me dijiste esto otro, y llegó a tirar balazos en las fiestas y en Año Nuevo. Fue a peor cuando se encanijó con aquella mujer policía, la compañera de Ezequiel. Entonces Gloria se dio cuenta de que lo había perdido y ojalá se hubiera largado con ella, pero quién sabe qué pasó entre ellos, porque de repente los fines de semana agarraba la botella de tequila, y a la mitad, los lagrimones le corrían por la cara. Y Gloria encerrada en el cuarto con los niños, a temblar y a rezar porque no fuera a sacar la pistola, a hablar quedito y no hacer ruido para que ni volteara a verla. Después se soltaron los chamucos y en las calles se empezaron a matar policías y narcos. Y él llegaba raro del trabajo, a saber lo que habría visto o lo que habría hecho. Porque era de poco hablar, nomás un día que la peda le aflojó la lengua, le dijo cómo habían matado un muchacho que levantaron en un taller mecánico. Uno que confundieron con otro, o que agarraron de chivo expiatorio. Y se quedó triste, a lo mejor arrepentido, o con remordimientos. Y así pasaron los meses, de película de horror. Gloria levantándose a las cinco de la mañana para irse a la fábrica, llamando a medio turno a la vecina para que les diera una vuelta a los niños a ver si estaban bien. Y la vecina a veces iba y a veces no, porque le daba miedo el Ezequiel que seguía tomando hasta entrada la mañana, mientras los niños se comían las tortillas duras, o de plano ni comían porque el padre no era ni pa’ eso: para hacerles un taco. Por eso ahora Gloria, que lo vio muy decidido poniendo el lazo amarillo en la rama más gruesa de la morera en una orilla del patio, pensó que ya era hora que dejara de asustarlos a todos. Ya la había asustado tanto que hasta diabetes le dio, y se puso flaca como la perra que se le pega todos los días y la acompaña hasta la ruta cuando va a la maquila, y los ojos se le pusieron grandotes, como de vaca, de pura tiricia. Ese día del susto más grande era viernes y llegó ya borracho. Y quién sabe por qué traía pistola, si se supone que la entregan al terminar el turno. A lo mejor porque desde que empezaron a matar policías los narcos, les dieron permiso de llevárselas a su casa. El caso es que llegó muy depre por la Berenice, la fulana de la que se emperró, pero que al parecer no lo pelaba, o tenía otro. Y se sentó a la mesa y puso la Beretta encima, y los lagrimones caían sobre ella, la agarraba y le ponía el martillo, se lo quitaba y la volvía a dejar. Y Gloria pelaba chicos ojotes haciéndose la invisible para que no le fuera a reclamar nada, porque le daba coraje que estuviera ella con él y no la Berenice, y entonces ella les puso a los niños las chamarras, y les dijo: shhh, calladitos, porque vamos a ir con su abuela, y ya estaba a punto de salir a escondidas cuando en eso que el pendejo de Ezequiel se da un balazo en la sien y se cae al suelo, todo ensangrentado, y siguieron gritos, y llanto, y llamar a la ambulancia. Con tan mal tino que se dio el pendejo, que no se mató. El tiro le salió por detrás de la oreja junto a un puñado de sesos.
Entonces fue peor que antes: en primero, porque ahora no tenía trabajo, y Gloria tenía que atenderlo; en segundo, porque quedó mal de la cabeza. Después del alta, cada vez que la veía, le gritaba todos los insultos de los que se acordaba, y Gloria llegaba llore y llore todos los días a la fábrica. Y los niños le tenían más miedo ahora a su padre porque los miraba con unos ojos de loco, de no conocer a nadie. Gloria habló con los del Seguro Social para que lo internaran, o algo, porque no estaba en sus cabales, le faltaban sesos, y eso pues no es bueno, pero le dijeron que allí no atendían esos pacientes, y nomás le dieron tranquilizantes para tenerlo calmado, como zombi. Pero las pastillas hacían que quisiera suicidarse, efectos secundarios, le dijeron. Habló con sus parientes, háganse cargo de él, yo no puedo con los niños, el trabajo y Ezequiel, pero nadie pudo ni quiso. Y Gloria le platicó a su amiga Oralia, su jefa de la maquila, un día que llegó llorando para no variar, ya ni podía concentrarse en el trabajo. Y ella fue la que le dio el mejor consejo: pues déjalo que se vaya, Gloria, es lo mejor. Mira, un día te va a clavar un cuchillo, o a uno de tus hijos. Hazte de la vista gorda, más te va a castigar Dios si dejas que le pase algo a tu familia, o si te mata a ti y dejas a tus hijos solos. ¿Así vas a vivir toda la vida? ¿Eso quieres? No, Gloria, no seas taruga, mijita, tú ya pagaste con todas las chingaderas que le aguantaste y que le aguantas. Déjalo, mija, es más, ayúdalo, pa’ que se vaya pronto. Mírate nomás cómo estás: enferma y en los huesos, sin poder ni trabajar, te van a venir corriendo. Y Gloria lo estuvo pensando mucho, pero mucho tiempo. Y un día se decidió. Le dio el doble de pastillas una semana para que le diera depresión, y le sacó el lazo amarillo de la piñata de Tavo. Se lo dejó a la vista, a mano, para cuando tuviera la necesidad. Hasta que al fin lo vio cogerlo, caminar despacito hasta la morera. No fue ni para voltear a verla por última vez ni a ella ni a ninguno de los niños. Atardecía, el horizonte: un rosa sanguinolento antes de volverse morado cuando Ezequiel puso la silla de plástico donde se sentaba a la sombra a hablar solo, a decir incoherencias, para subirse a la horca que él mismito se hizo. Gloria, con la mano izquierda en el pecho y la derecha tapándose la boca, con las piernas temblando, lo vio subirse a la silla, ponerse el lazo amarillo en el cuello con el nudo atrás, aventar la silla de una patada; vio tensarse el lazo con los ochenta kilos, balancearse el cuerpo, ese que había sido del hombre que ella amó tanto, y vio ponérsele la cara primero roja, después azul, los ojos que se clavaron en los de ella cuando la vieron en la ventana. Y ella tenía un nudo que le atragantaba la garganta hasta dolerle, igual que el nudo del lazo apretaba la de Ezequiel. Porque era el padre de sus hijos, y hacía tanto tiempo, ya ni lo recordaba, se había enamorado de él, de esos ojos que ahora la miraban sin reconocerla, por eso las lágrimas salían mojándole la cara y una mano en el pecho, la otra en la boca, el corazón a punto de explotar. Y ella pidió perdón a Dios mil veces cuando lo vio estirarse muy feo, antes de parecerse a las gallinas a las que su abuela retorcía el pescuezo, balancearse como el monigote-piñata del Tavo, al tiempo que pensaba en el consejo de su amiga Oralia: déjalo, déjalo que se vaya, que descanse y te deje de joder.
——————————————
Nació en Ciudad Jiménez, Chihuahua, en 1959. Narradora. Egresada del diplomado en Gestión cultural por la UACJ en 2016. Trabajó en las maquiladoras de Ciudad Juárez. En 2004 inicia su blog «Maquilas que matan». Ha colaborado en la Revista Paso de Río Grande del Norte, Cuadrivio y Albedrío. Miembro del Colectivo de novela Zurdo Mendieta desde 2008, del Taller de Narrativa del ICHICULT y del taller permanente de creación de la UACJ 2014-2017. Obtuvo la beca David Alfaro Siqueiros de cuento 2012. Premio Programa de Publicaciones del ICHICULT 2013. Ganadora del concurso Voces al Sol 2014, en la categoría de cuento, de la UACJ, por Polvareda. Ganó el concurso Palabras Migrantes 2017 del FORCAN. Premio Bellas Artes de Cuento Amparo Dávila 2018 por El hombre que mató a Dedos Fríos y otros relatos. Parte de su obra está incluida en las antologías Narrativa juarense contemporánea (2009) y Manufractura de sueños: literatura sobre la maquila en Ciudad Juárez (2012).