Pocos autores mexicanos gozan de la aprobación de los lectores en diferentes vertientes literarias, como Juan Villoro (Ciudad de México, 1956). Igual escribe cuentos infantiles que una obra de teatro, una novela sobre la capital del país o participa en un documental sobre historia prehispánica. Es considerado como un autor multifacético, ya que practica además la crónica y el ensayo.
A continuación te presentamos la entrevista exclusiva que le hicimos, acerca de varios temas:
Poetripiados (P): ¿Cómo considera que ha afectado la pandemia a la literatura?
Juan Villoro (JV): La escritura requiere de soledad y aislamiento. Por lo tanto, la pandemia puede incluso representar un estímulo, pero no todo mundo se concentra del mismo modo.
Tener tiempo no basta para aprovecharlo. Muchos colegas me han dicho que se sienten en pausa, aguardando algo que no llega. Carecemos de plazos definidos y eso provoca angustia.
Por otra parte, no podemos ser ajenos a la gente que sufre. México será el tercer país con más muertos y eso acaba por afectarnos a todos.
En lo personal, he podido concluir varios proyectos que tenía pendientes (una novela, una obra de teatro, una aventura del profesor Zíper para lectores infantiles), pero también he pasado por sobresaltos como la pérdida de un oído, lo cual ha agudizado mi percepción de estar en una mundo de zombis, y la muerte de amigos cercanos.
P: ¿De qué manera se ha visto afectado su proceso creativo durante este encierro?
JV: No sé qué hubiera pasado en caso de no tener proyectos avanzados de antemano.
De manera misteriosa, me tardo ocho años en publicar una novela. Soy muy disperso y paso de un género a otro. Empecé mi novela más reciente hace seis años; estaba casi lista cuando comenzó la pandemia, pero ya sabemos lo que el «casi» significa en los procesos creativos: podía estancarme ahí durante varios años más. En ese sentido, disponer de un tiempo imprevisto, cancelar viajes y otros compromisos, me obligó a concentrarme en el tema.
A veces, «no tener tiempo» es un mero pretexto para evadirte de enfrentar la página y para combatir la angustia de llegar al final con aparentes distracciones. El encierro me privó de eso. Lo mismo ocurrió con la obra de teatro que había pactado con la Compañía Nacional desde hace dos años y con la historia de Zíper, que el Fondo de Cultura había contratado hace año y medio. Eran temas que estaban avanzados, pero que había sido incapaz de concluir, quedando mal con la gente que había confiado en leerlos.
En fin, el mal me sorprendió con proyectos a medio camino o en el último tramo del camino. Eso fue bueno porque ya me había adentrado en esos mundos y conocía el material. Hubiera sido muy difícil empezar de cero en estas condiciones.
P: ¿Cómo considera la salud de la literatura nacional?
JV: La literatura nacional pasa por un muy buen momento.
Escritores de mi generación, como Enrique Serna y Fabio Morábito, han publicado recientemente espléndidas novelas: El vendedor de silencio y El lector a domicilio. El Premio FIl reconoció a David Huerta, de larga trayectoria. Hay estupendas escritoras jóvenes, como Valeria Luiselli, Jazmina Barrera y Fernanda Melchor. El teatro tiene a exponentes como Alejandro Ricaño, Cutberto López y Bárbara Colio. Y ahí están los grandes decanos que no dejan de sorprender: Gabriel Zaid, Eduardo Lizalde, Elena Poniatowska. La lista es infinita y desplegarla por completo sería eterno.
P: ¿Cree que exista alguna diferencia entre las afectaciones por la pandemia en la literatura nacional en relación con la extranjera?
JV: Nuestra situación es peor que la de la mayoría de los países, pero esa ya es una constante, si pensamos en la violencia, la desigualdad social, la opresión de las mujeres y los pueblos originarios, y condiciones de salud como la obesidad infantil y la diabetes.
En México, cuando algo está mal, además tiembla. Sería absurdo decir que nos acostumbramos a eso porque el sufrimiento no puede ser un hábito, pero es obvio que hemos desarrollado más reflejos que otros pueblos para sobrellevar la adversidad.
Recuerdo la desesperación de amigos españoles con la crisis económica de 2008. Después de tres décadas de continuo crecimiento, ellos conocían una zozobra en la que nosotros ya nos habíamos doctorado.
P: Desde ‘La noche navegable’ y ‘Albercas’, sus primeras obras, ¿cuál considera que ha sido la mayor evolución en sus textos?
JV: Es difícil que un autor se juzgue a sí mismo y desconfío de la idea de evolución, que presupone un avance lineal. Creo más en la variedad y la ruptura.
«La noche navegable» fue escrito entre los 17 y los 21 años, aunque se publicó tres años después por la larga espera que un autor, especialmente uno desconocido, tenía que purgar en la editorial Joaquín Mortiz. Se trata de una obra que me recuerda una frase que el joven Carlos Pellicer le dijo a un amigo en una carta: «Tengo 23 años y creo que el mundo tiene mi misma edad». Es un primer descubrimiento del mundo, un ejercicio de espontaneidad, con las virtudes y las limitaciones de la inocencia.
«Albercas» es un libro menos vitalista, que dialoga con formas más trabajadas del cuento y transparenta las lecturas que tenía entonces; esa voz es un tanto más madura, pero quizá menos auténtica; forma parte de un aprendizaje en el que se advierten los maestros.
A partir de «Tiempo transcurrido» me parece advertir un estilo que recupera el impulso más descarado de «La noche navegable», pero con mayor malicia. Sin embargo, sería triste pensar que desde entonces se reitera un mismo tono.
Creo mucho en el estilo inconfundible de un autor; si abres en cualquier página un libro de Onetti, Rulfo, Calvino o Borges sabes a quién pertenece esa prosa. Al mismo tiempo, el estilo se puede convertir en un manierismo, una fórmula a la que le das cuerda. Me gustaría pensar que hay consonancias pero también diferencias entre mis distintos trabajos.
Pasar de un género a otro es una manera de garantizar ciertos cambios, pero incluso en un mismo género debes asumir diferentes riesgos. Confío en que novelas como «El disparo de argón» y «El testigo» narren mundos distintos.
P: Algunos autores tienen hábitos y ejercicios para practicar su oficio. En caso de tenerlos, ¿cuáles son los suyos?
JV: Todo mundo necesita hábitos, de lo contrario no puedes escribir.
Quien trabaja en una novela de 500 páginas requiere de constancia, por no hablar de obsesiva terquedad.
Cada novela de Enrique Serna amerita una investigación, ya sea de sus propias emociones o de la realidad y la época donde ubica su trama. Fernando del Paso llevó esto a una dimensión monumental: novelas como enciclopedias de un tema preciso.
Yo trabajo básicamente en las mañanas, de 9 a 2 de la tarde. No necesito un espacio ni un ambiente especial, sólo de esa cuota de tiempo, y me gusta frotar llaves para distraer la tensión.
P: Hay quien señala que un autor extranjero debe parte del éxito de su obra a sus traductores. Siendo uno, ¿está usted de acuerdo con esta afirmación?
JV: La traducción es una de las actividades más generosas y peor recompensadas que existen. Obviamente, es decisivo contar con traducciones para conocer a autores de otras lenguas. A veces pasan siglos antes de que un autor se pueda leer en otras latitudes.
En 1989 traduje los «Aforismos» de Lichtenberg. Fue la primera traducción de un clásico del siglo XVIII que había sido elogiado por Freud, Nietzsche, Breton, Thomas Mann y muchos otros. Introducir a un autor a tu idioma es una de las mejores cosas que puedes hacer en la literatura. Fue el caso de Lichtenberg, que ya era clásico, o de Gregor von Rezzori, autor del siglo XX que casi nadie conocía en español y de quien traduje la excepcional novela «Memorias de un antisemita».
Basehvis Singer decía que, cuando era joven, pensaba que el paraíso era un sitio lleno de mujeres hermosas, pero en su vejez lo concebía como un lugar lleno de traductores. Él escribía en una lengua minoritaria, el yidish, de modo que valoraba mucho el traslado a otros idiomas.
En español tenemos la ventaja de poder circular por muchos países sin traducción.
El traslado de un autor a otro idioma es tan generoso que las traducciones pueden renovar a los clásicos de otras lenguas. Los alemanes pueden tener un «nuevo» Cervantes cada cincuenta años, del mismo modo en que nosotros podemos tener un «nuevo» Goethe con traducciones recientes (traté de hacer eso en mi versión de «Egmont»).
P: ¿Qué prefiere escribir, crónica, ensayo, cuento o novela?
JV: Cada género presenta riesgos distintos y todos son sumamente complicados, por eso me interesa pasar de uno a otro.
Es una oportunidad de ponerte nervioso de distintos modos.
P: En su obra leemos a un México en cambio constante, ¿qué tan alejado ve ese México actualmente en relación con el resto del continente?
JV: Compartimos la frontera más cruzada del mundo con Estados Unidos y eso da un tono distinto a nuestra vida, en comparación con otros países de América Latina, pero esa convivencia ha demostrado que, aunque hay una gran asimetría en la fuerza económica de los dos países, no acaba con nuestra cultura.
Hay centros comerciales y zonas de México que parecen suburbios gringos, pero también la influencia mexicana se nota en el idioma, la comida y las costumbres de Estados Unidos.
Deberíamos ver más al sur, pero el imán del norte es demasiado fuerte.
P: ¿Qué requiere la literatura mexicana para crecer?
JV: Lectores
P: Siendo periodista, ¿cómo aborda el proceso creativo para conjugarlo con el de escritor?
JV: El periodismo es una forma del arte cuando logra escapar a su condición fugaz.
Podemos leer las crónicas de Martín Luis Guzmán o Daniel Defoe con el mismo interés con que leemos sus novelas. A mí me ha servido para investigar la realidad y encontrar ahí razones y estímulos que no pueden venir de la investigación. También puede ser una camisa de fuerza.
Una novela demasiado informativa o con opiniones de editorialista es como un regalo al que olvidaste quitarle el precio.