Las sirenas no le cantaron. La nave perdida pasó en silencio frente a las islas encantadas; la tripulación sorda imaginó esa tentación. El jefe amarrado dijo haber escuchado y resistido. Mintió. Cuestión de prestigio, conciencia de la leyenda. Ulises era su propio agente de relaciones públicas. Las sirenas, esa vez, solo esa vez, no cantaron: la vez que la historia registró su canto. Nadie lo sabe, porque esas matronas de escamas y algas no tuvieron cronistas; tuvieron otros auditores, los fetos y los cadáveres. Ulises pudo pasar sin peligro, Ulises solo deseaba protagonizar antagonizando: siempre, el pulso de la agonía; nunca, el canto de las sirenas que solo es escuchado por quienes ya no viajan, ya no se esfuerzan, se han agotado, quieren permanecer transfigurados en un solo lugar que los contiene a todos.
La zona sagrada de Carlos Fuentes
Transfigurados en un solo lugar que los contiene a todos