Artesanos, obreros, sirvientes, soldados, mendigos, prostitutas, niños abandonados y las amas de casa sin casa tardaron en reconocer su lugar en el México del siglo XIX. Era difícil pertenecer a la “identidad” colectiva. Los invisibles de la tierra azteca recurrieron a trucos y artimañas, y para avenirse con su destino económico se dejaron apaciguar por sus creencias.
Carlos Monsiváis escribió un texto magistral en el que dibuja cómo la clase desprotegida resistió al moralismo de las clases dominantes: ignoraron sus técnicas de hipocresía.
En su libro “Identidad nacional. Lo sagrado y lo profano”, el autor mexicano reflexiona acerca del origen de los rasgos que identifican a los mexicanos. Fragmentos publicados en la Revista de la Universidad de México, en septiembre de 2017, nos acercan al fondo de lo que realmente somos.
“La gran mayoría no suele discutir el tema, aceptando ser lo que son, mexicanos, con virtudes sujetas a comprobación y defectos susceptibles de ensalzamiento. Y las minorías políticas han uniformado sus respuestas”, dice el autor de Apocalipstick (2009).
La derecha, asegura, se pasma. Por eso desde el siglo XIX, lo básico para la mentalidad derechista, no ha sido la Nación sino aquello que contiene y permite la Nación: la familia, ese último guardián de los valores morales y eclesiásticos.
“Y desde la familia se desprende la Empresa, el culto al esfuerzo individual que pronlonga el sentido de lo familiar en el horizonte de las transacciones. Y debido a ese predominio de la Familia sobre la Nación, a un gran sector de la derecha empresarial se le facilita el canje de intereses (lo que desde afuera se llama “desnacionalización”), porque —según dicen o según demuestran— la lealtad a lo “nacional” los sujeta a realidades y modos de vida que empobrecen. Su lógica es elemental: ¿cómo ser contemporáneos de los modernos de Europa y Norteamérica, si nos atenemos a los prejuicios de lo nacional, que aleja del gozo adquisitivo de lo internacional?, se pregunta uno de los mejores crónistas que ha dado este país.
Luego, de la derecha cruza hacia el otro extremo de la realidad social.
“La izquierda nacionalista, que en el sentido cultural es más fuerte de lo que se admite, ensalza la visión optimista de la “Identidad Nacional”, porque la necesita para su proyecto: resistir hasta lo último el arrasamiento imperialista de valores y materias primas”.
Monsiváis vuelve a caminar y se queda en uno de los puntos alternos a las ideologías para colocarse frente a la industria cultural, donde abre el catálogo en el que se inscriben otros puntos rojos.
“Lujos emocionales, pasiones sublimadas por la fatalidad, alianzas entre raza y destino trágico o cómico, gusto por la muerte, machismo, irresponsabilidad, sentido totalizador de la Fiesta. Sin aferrarse al purismo, esta industria comercializa la experiencia colectiva hasta desdibujarse, y luego en breves resistencias llama Identidad al sincretismo”.
En ese sentido parece asomarse a la frontera norte del país y a las huellas que ha dejado en el resto del territorio mexicano.
“Así se da, en las fiestas de noviembre, la interacción del Halloween y el Día de Muertos, que en verdad no convoca a ultraje alguno, porque más mexicano que este Halloween superanaranjado y baratero, ni Tlaquepaque”.
Los cuestionamientos que lanza el escritor en el texto tienen una vigencia desmedida:
“¿De qué modo se aplica la identidad, que debe ser fijeza, a los requerimientos del cambio permanente? ¿Cuál es el meollo de la “Identidad”: la historia patria, la Constitución de la República, las leyes, la religión, el sentido de pertenencia a la nación, la lengua, las tradiciones regionales, los hábitos sexuales, las costumbres utópicas, los usos gastronómicos? ¿Cuál es la “Identidad Nacional” de los indígenas? ¿Pueden ser lo mismo la “Identidad” de los empresarios y la de los campesinos? ¿Hay Identidad o hay identidades? ¿Cómo intervienen en el concepto las clases sociales y los elementos étnicos? ¿Hasta qué punto es verdadera la “Identidad” que promulgan los mass-media? Si la “Identidad” es un producto histórico, ¿incluye también las derrotas, los sentimientos de cabal insuficiencia, las frustraciones? ¿Hay una Identidad negativa y otra positiva?”.
También sus hipótesis planteadas continúan en nuestras entrañas:
•De existir, la “Identidad Nacional” es también respuesta a las necesidades de adaptación y sobrevivencia, y por tanto es una “identidad móvil”, si la expresión tiene sentido.
•Así como la idea de patria reemplazó a la independencia en el conjunto de las jerarquías colectivas, lo que obligó a reajustes notorios, poco a poco, y en medio de juramentos oficiales de amor a las tradiciones, la urgencia definitoria desaparece. Uno, tal parece ser la conclusión, es lo que es, más sus propios lugares comunes.
•Debido al centralismo, desde los años 50 las versiones populares de la “Identidad Nacional” corresponden abrumadoramente a las de la capital de la República (confrontar la secuela fílmica de Nosotros los pobres, a Mecánica nacional y a La pulquería). Y hoy, ante la homogeneización del país, no son numerosas las diferencias entre las descripciones pintoresquistas de “cultura urbana” y de “Identidad”.