La decisión de la administración Trump de transferir el control de una franja de tierra federal —la Reserva Roosevelt— al Departamento de Defensa, con el fin de permitir la intervención directa del Ejército en tareas de contención migratoria, marca un giro preocupante en la política de seguridad nacional de Estados Unidos. Este movimiento no solo transgrede el espíritu del Posse Comitatus Act, que limita el papel de los militares en la aplicación de leyes civiles, sino que revela una tendencia a convertir los espacios fronterizos en zonas de excepción donde los derechos constitucionales pueden diluirse con facilidad.
El caso tiene un inquietante eco en la Franja de Gaza, un territorio palestino que, durante décadas, ha estado sometido a un férreo control militar por parte del Estado de Israel. Aunque los contextos son diferentes —en términos de geografía, historia y actores involucrados— existen paralelismos en la manera en que se ha justificado el uso de la fuerza militar para controlar, aislar y vigilar poblaciones consideradas “riesgo” o “amenaza” para la seguridad nacional.
La Franja de Gaza es un ejemplo extremo de lo que ocurre cuando una zona es convertida en un enclave militar permanente. Desde el bloqueo impuesto por Israel y Egipto en 2007, tras la toma del poder por parte de Hamás, Gaza ha sido objeto de un asedio casi total que restringe la entrada y salida de personas y bienes, sometiendo a su población a una situación humanitaria crítica. El Ejército israelí controla estrictamente sus fronteras terrestres, aéreas y marítimas, y ha justificado su presencia continua en nombre de la seguridad nacional. La frontera se ha militarizado al punto de transformarse en un perímetro de contención más que en un límite territorial.
En ambos casos, la frontera deja de ser un espacio de tránsito y se convierte en una zona de guerra simbólica y, a veces, real. El hecho de que Estados Unidos intente redefinir un corredor fronterizo como “instalación militar” tiene como efecto directo permitir que soldados detengan a migrantes —personas que, en su mayoría, huyen de la violencia o la pobreza— sin que se les aplique plenamente el marco legal civil. Esta redefinición del territorio recuerda, en un nivel menos intenso pero preocupante, la lógica de Gaza: el control de cuerpos y movimientos bajo una lógica de excepción legal.
Tanto en la frontera sur de Estados Unidos como en Gaza, la narrativa de la amenaza ha sido esencial. En el caso estadounidense, la migración ha sido construida como una invasión; en Gaza, el discurso dominante ha sido el del “enemigo terrorista”. En ambos contextos, el militarismo sustituye progresivamente a la diplomacia, la política o los derechos humanos. Se privilegia el control territorial sobre el respeto a las personas que habitan o transitan esos espacios.
Sin embargo, el precedente de Gaza debería servir como advertencia. La prolongación del control militar sobre territorios civiles no resuelve los conflictos, sino que los encona. El uso del Ejército como herramienta de contención migratoria en Estados Unidos no solo puede derivar en violaciones a los derechos humanos, sino que puede institucionalizar una lógica de guerra interna contra los más vulnerables. En Gaza, esa lógica ha creado generaciones enteras nacidas bajo bloqueo, sin acceso a condiciones mínimas de vida digna.
Los próximos cuatro años serán una pesadilla para México. Al tiempo.