— Te vendo esta computadora
— No, muchas gracias.
— Te la vendo
— No
— Órale, está barata
— No, ya dije que no.
— Oh, que aguado. Mira, la dejo y me pagas poco a poco.
— No, ya he dicho que no, deja de molestarme.
— Que te quede, es tuya, luego me la pagas.
— ¡Que no!, ¡Que no! ¿Entiendes lo que es no?, pedazo de mierda.
— Bueno, que te quede, nos vemos.
— Oye estúpido, te dije que no, llévate esa pendejada… oye, oye, espera ni siquiera te conozco.
Jiménez quedó atónito. A su costado quedó una caja de cartón con una computadora portátil en su interior, según afirmaba el tipo que minutos antes lo interpeló. No conocía al hombre y así, sin más detalles lo vio partir; los pasos y los gritos continuaron un instante resonando en la callejuela.
Sintió incómoda la banca en la que se encontraba sentado. Dirigió su mirada hacia el sitio en que el hombre y los ruidos de sus pasos y su voz, marcharon veloces. Miró de reojo la caja; imaginó la sensación de abrirla y corroborar si en efecto contenía una computadora; en el instante en que sus manos, inconscientemente, quisieron dirigirse hacia el objeto, se detuvo en seco y reaccionó, ¿Y si es una bomba?
Sin perder de vista la caja, presuroso, caminó de espaldas; una vez guardada la distancia volvió a detenerse y a observarla; trató de adivinar su contenido, pero a excepción de la forma rectangular, el color del cartón y la marca de una empresa informática, nada determinante había que le dijera que eso que estaba ahí, en verdad era una computadora.
Pero ¿Y si lo era? ¿Qué razones tenía ese hombre para entregársela? La respuesta más segura es que la máquina fuera robada y a él quisieran implicarlo en un asunto que no le correspondía.
Sí, eso es, pensó, pretenden implicarme en un robo. Y como no quiso que lo volvieran copartícipe de algo ajeno a su incumbencia, decidió partir. Todavía al doblar la calle miró con discreción la banca que había abandonado y sobre la que estaba la causa de sus cavilaciones. Caminó tal vez media cuadra cuando reparó que a esas horas de la madrugada no había nadie más que él en el parque. Ni un policía ni un paseante ni alguna pareja de calenturientos trasnochados. Si volvía sobre sus pasos podría recuperar la máquina, con un poco de suerte la tomaría entre sus manos, abordaría un taxi en la próxima esquina y llegaría a casa tan campante como si nada hubiera pasado.
Si algún policía asomaba por el rumbo arrojaría la caja, sería muy mala suerte caer en manos de los azules en esos momentos. Olvidó el temor de que fuera una bomba. En principio decidió que un hombre libre de pecado debe caminar firme, con la frente en alto, las manos metidas en los bolsillos; pretendió inyectar la idea de ser una persona que tras no poder dormir decidió caminar y disfrutar un poco el aire fresco de la madrugada.
Después de hacer el trayecto inverso al de partida quedó frente a la caja que se mantenía en su sitio, como diciéndole “aquí estoy, te espero todavía”. Fingió no verla, recorrió con la mirada el parque y sus alrededores sin que viera un alma asomarse; caminó con aire distraído frente a la banca en la que antes estaba sentado, la vio de reojo, se detuvo, vio a la caja con fijeza y con acento engolado, de mal actor, dijo:
— ¿Qué es esto? ¿Quién lo habrá abandonado?
Volteó para todos lados con la supuesta pretensión de descubrir al dueño, pero el parque se mantenía desierto. Se decidió a tomar la caja; lo situó bajo una axila, enseguida caminó y no había llegado a la esquina cuando un taxi desocupado asomó por el rumbo. Jiménez lo abordó, eufórico porque nadie lo había descubierto.
—A la calzada de Caco, por favor, ordenó al taxista y en menos de veinte minutos, Jiménez metía llave a la puerta de su casa, segundos después se decidía a abrir la caja de cartón. Sólo entonces, en el momento en que retiraba la cinta adhesiva que juntaba los bordes se dio cuenta de que podía encontrar otra cosa, ¡claro! Lo había olvidado, ¡la bomba podía estar ahí! “La bomba o…no sé, quizá una serpiente venenosa, uno ignora, lo que puede albergar la imaginación de un hombre malvado”, pensó.
Se detuvo en seco. Por un momento quedó indeciso, pensativo, como queriendo escudriñar a través del poder de su mente el contenido oculto. Enseguida pareció reaccionar y pegó una de sus orejas a la caja con la intención de percibir algún ruido que le indicase lo que guardaba, quizá un tic tac, quizá un siseo ó un ruido de rasguños.
Silencio, tan sólo silencio alcanzó a percibir. Jiménez sintió que la casa dejaba de respirar para darle a él la oportunidad de percibir la más mínima actividad de algún engranaje, alguna pata peluda o una lengua viperina. Pero nada, no alcanzó a percibir ni el más ínfimo de los ruidos.
Jiménez, con movimientos ansiosos engarruñaba los dedos de su mano. Veamos, se dijo, tengo dos opciones: abrir la ventana de par en par y arrojar bien lejos la maldita caja, que explotará si es una bomba o arrojará lo que tenga encerrado; la otra opción es decidirme a abrirlo de una vez por todas y resolver mis dudas.
Se decidió por la segunda opción. Armado de valor y dispuesto a volar en mil pedazos retiró con sumo cuidado la cinta, sus manos temblaban, el pegamento férreamente adherido a los bordes del cartón se resistía a despegar y el hombre tenía que jalar de la tira con un poco más de fuerza. Ras, ras, ras, era el sonido que se escuchaba a esas horas de la madrugada. Ras, ras, ras, rassssss; Jiménez tiró muy fuerte, la cinta se despegó abruptamente, la caja voló por encima del sillón en que se encontraba; Jiménez creyó lo peor y de un bólido se escondió tras la mesita de estar. Nada pasó, salvo el escándalo de un plástico pesado que cae. Después el silencio continuó interminable.
El hombre asomó su rostro prieto, perlado de sudor, por encima de la mesita; ahí estaba la caja abierta, a un costado yacía una lap top negra, impecable, nueva, con la pantalla ligeramente despegada de la base, producto del golpe. El teclado simulaba la dentadura percudida, grisácea, de un molusco bivalvo que reía del hombre y de sus miedos.
Jiménez ya repuesto del susto se decidió a abrir la máquina por completo. Después de todo la aventura no había tenido mayores consecuencias, tenía una computadora nueva y ningún compromiso para pagarla porque, estaba seguro, el vendedor no iba a saber dónde encontrarlo.
Tomó la máquina entre sus manos y al pretender trasladarla a una mesa tropezó con la caja de nueva cuenta. Como consecuencia del tropiezo asomó el extremo de un papel. “¿Qué será?”, se preguntó y olvidándose por un instante de la computadora leyó la nota que decía:
“¿Qué tal señor Jiménez? ¿Cómo le va con su nueva adquisición? Para poder responder a sus preguntas le sugerimos conectarse; visite la página www.titeres.com donde le informaremos del modo requerido para danzar con nosotros”
“¿Títeres?, ¿Cuándo me han gustado los pinches títeres? ¿Danzar yo? Que invitación tan estúpida”, se dijo, para después reaccionar “Pero… ¿Cómo saben mi nombre? ¿La computadora venía destinada para mí?
Sintió desfallecer. Se reclinó sobre el sillón, dejó caer su cabeza hacia atrás; enseguida dio un suspiro profundo. Bien, se dijo, intentando calmarse. Veamos de qué trata todo esto. Tomó la computadora entre sus manos, la encendió y se conectó con un rictus, mescolanza de angustia y duda, dibujado en su rostro. Siguió el link recomendado; en seguida un anuncio lo recibió:
“¿Qué tal señor Jiménez? Sea bienvenido. En lo sucesivo estaremos en videoconferencia con usted, haga click sobre la fotografía del señor Azcárraga que aparece al costado derecho de la pantalla. El será el ejecutivo encargado de atenderlo mientras navega en nuestra página ¡Que se divierta!”
Jiménez ni siquiera alcanzó a meditar en lo que haría pues de inmediato atendió la instrucción. Dio click a la fotografía y un hombre de tez blanca, bastante trompudo, bien rasurado y ojos claros, vivaces, le sonrió de inmediato.
“Hola señor Jiménez. Supongo que mis predecesores me han presentado: mi nombre es Azcárraga y puede dirigirse a mí de ese modo; conéctese con la cámara. Supongo que tiene muchas preguntas por lo que me dispongo a escucharlo”.
Jiménez estaba profundamente intrigado. A la vez sentía una emoción que lo conmovía y empezó por decir:
— Señor Azcárraga, su nombre me parece muy largo ¿Me permite decirle Azca?
— Claro que sí, respondió Azca al instante. Sus ojos manifestaron un orgullo incontenible por la confianza generada en tan poco tiempo. “Puede usted llamarme como guste”, continuó.
— Pues bien Azca, para empezar quiero saber cómo ha llegado hasta mí, ¿Cómo sabe mi nombre? si yo no se lo he proporcionado. ¿De qué modo ha penetrado hasta mi intimidad? Y ante, todo, dígame ¿Qué es lo que quiere?
— Señor Jiménez ¿tiene face? respondió Azca, presuroso. Nada más en las redes sociales puedo conocer mucho de usted. Si a ello sumamos la base de datos que tienen las empresas y el gobierno de este país, deduzca entonces.
— …
— Bien, señor Jiménez, ¿Alguna otra pregunta? O… ¿Iniciamos la danza?
— ¿La qué? Continúo sin entender, pero iniciemos Azca ¿Quiero ver en que terminará todo esto?, concluyó Jiménez.
Los ojillos burlones de Azca dieron la impresión de que reía por dentro. Fijó la vista en el rostro incierto de Jiménez y dijo, con énfasis de histrión:
— ¡La danza ha comenzado!… señor Jiménez, tras esta puerta se encuentra su hijo. El pequeño Jimenitos está condenado a muerte, la única persona capaz de salvarle la vida es usted… ¿Tiene algo que decir?
— ¿Qué clase de broma es ésta? ¿Cómo que mi hijo está condenado a muerte? ¿Cómo me lo comprueban?
— ¡Que se abra la puerta!, dijo Azca, emocionado.
De una puerta de utilería asomó un niño con los brazos y las piernas estirados, atados a una cuerda, a su vez fijadas a las argollas situadas en las paredes laterales. El rictus de angustia de su rostro reflejaba con certeza la incomodidad de su posición.
— ¡Papá!, ¡ayúdame!, gritó el niño.
— Hijo, ¿Qué haces ahí?, interrogó el padre.
— Papá, me han hecho mucho daño, sácame de aquí por favor, por favor, clamaba apurado, Jimenitos.
— Dígame Azcárraga ¿Qué desea? ¿Qué hago para salvar a mi niño?, interrogó el hombre olvidándose de las confianzas.
—Tienes que acabar con tu vida para liberar a tu hijo, respondió Azcárraga.
— Eso no es posible, respondió Jiménez, ¿Cómo voy a suicidarme? Negociemos, deme otra posibilidad de salvar a mi hijo, suplicó.
— Es imposible Jiménez, la única opción para salvar a tu hijo es a través de tu propia muerte y no tienes mayor opción, acotó el monigote.
— Papá, ¡haz lo que te piden!, por favor.
— No, no lo haré, respondió Jiménez. Ahora mismo voy a llamar a la policía.
— ¡Desátenle una mano al mocoso!, ordenó Azcárraga. En el acto unos verdugos enmascarados cumplieron la orden.
— Ahora aten la mano liberada a una mesa y ¡córtenle un dedo!
— ¡Nooooo!, gritaba Jimenitos. Papá ¡ayúdame!, ¡ayúdame!, clamaba, mientras sus berridos inundaban de gritos la pantalla en tanto Jiménez no atinaba a balbucear más que algunas palabras:
— Hijo, hijo, no, no, no.
Los verdugos acometieron su encomienda fijando la mano del niño a una mesa y con un cuchillo cebollero realizaron la infame acción.
— ¡Papáaaaaaa!, alcanzó a gritar el niño antes de perder el conocimiento y exponer su cuerpo fláccido como la cáscara vacía de un plátano. El charco de sangre que se había formado en la mesa hacía más grotesca la escena.
— ¿Qué está pasando?, se preguntaba Jiménez. Su cabeza quería estallar, sus ojos no veían con claridad pues las lágrimas se lo impedían. “Hijo, hijo”, repetía constantemente.
— Bien, amigo mío, dijo Azcárraga en tono burlón.
— ¡No soy su amigo!, interrumpió Jiménez; armado de valor exigió: ¡Devuélvame a mi hijo!
El rostro del titiritero se mantuvo impávido, aunque sus ojos continuaban expresando la burla.
— Ésta, señor Jiménez, es su última oportunidad. No lo voy a repetir dos veces: marche ahora mismo hacia la cocina, tome en ella el cuchillo afilado que está sobre su refrigerador, dirija sus pasos de nueva cuenta a la pantalla de su computadora y entréguenos su vida metiéndose el cuchillo en el pecho.
— ¿Están locos? ¡Claro que no lo voy hacer!
— Papá, hazlo por favor, clamó Jimenitos que había recobrado el conocimiento.
—Perdóname hijo, pero no lo haré, no voy hacerme cómplice de estos locos. ¡Devuélvanme a mi hijo!
— Si usted se niega a realizar nuestro pedido, señor Jiménez, cumpliremos su gusto, pero le entregaremos a su hijo en pedazos. Y (Azcárraga tomó aliento para continuar con sus dotes de histrión) … ¡para muestra basta un… boooootoooón!, señores verdugos, eliminen ahora un dedo de la otra mano del mocoso.
Jimenitos sabía a la perfección que las amenazas de Azcárraga se cumplían y antes de que los verdugos cumplieran las órdenes volvió a perder el conocimiento.
Jiménez, a su vez, contemplaba anonadado la escena. Con aires de resignación veía como le arrebataban otro de los dedos a su hijo. El hombre gemía, sólo gemía mientras sus lágrimas caían abundantes, como cascadas que salían de sus ojos.
¡Última oportunidad!, insistió Azcárraga, marche ahora mismo hacia la cocina, tome en ella el cuchillo afilado que está sobre su refrigerador… las palabras dejaron de percibirse en los oídos de Jiménez quien marchó hacia la cocina, tomó en ella el cuchillo afilado que estaba sobre su refrigerador, volvió sobre sus pasos, se plantó frente a la pantalla del ordenador, clavó los ojos en su hijo que lo miraba en un recuadro con rostro suplicante, después vio a Azcárraga en otro recuadro, con la misma postura de seriedad que mantuvo a lo largo de todo el proceso aun cuando sus ojos de ratón continuaban delatando el sarcasmo; Jiménez tomó el cuchillo con ambas manos, lo levantó por encima de su cabeza y de un solo impulso, decidido, fuerte, lo ensartó en su pecho que al instante dejó correr borbotones de sangre escarlata formando un charco en la habitación.
Jiménez se desplomó. Convulsionaba. Su rostro reflejaba dolor, incredulidad y coraje. En la pantalla del ordenador Azcárraga mantenía su rostro impertérrito a no ser por la denuncia de sus ojos. Un ballet que cantaba y bailaba algo así como: ¡cumplido! ¡cumplido! lo sacó de escena; después, Azcárraga hizo un movimiento con los dedos de una mano. En respuesta, un operador oprimió una tecla del servidor y, el recuadro en que aparecía Jimenitos desapareció, así como había llegado.
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Nació en Tuzantán, Chiapas en 1980. Narrador. Ha sido antalogado por Gustavo Gonzzalí en la Nueva literatura del Soconusco publicado por Coneculta en 2006 y en La identidad chiapaneca a través del cuento de Irma Contreras, publicado por la UNAM en 2010. Arbolario -varia invención- fue su primer libro publicado por Coneculta en 2009. Tiene tres libros inéditos: Los tuzantecos (ensayo), El cuerpo deshabitado (relatos) y La niña de Guatemala (novela).