Si la revelación de que Estados Unidos espió a activistas, estudiantes y líderes sociales latinos entre 1968 y 1983 resulta “impactante” para algunos, no deja de ser, para quienes miran con detenimiento la historia de México, otra página repetida en un libro que comenzó a escribirse hace casi un siglo. El espionaje, esa forma camaleónica del control, tiene en México un capítulo que se remonta aunque usted no lo crea, a los tiempos revolucionarios.
Los documentos recientemente desclasificados, difundidos por Reuters, muestran el interés de la CIA por figuras como Rodolfo “Corky” González y César Chávez, activistas cuyas luchas por los derechos civiles se consideraron una amenaza para la estabilidad del statu quo estadounidense. Lo irónico —y sombríamente predecible— es que este espionaje no solo se limitó al suelo norteamericano, sino que se extendió hacia México, donde durante décadas nuestras propias instituciones se convirtieron en extensiones dóciles de los intereses del Gran Hermano del Norte.
Desde la Revolución Mexicana, los métodos de vigilancia fueron adoptados con celo en México. En el libro de Sergio Aguayo, La Charola: Una historia de los servicios de inteligencia en México. (Grijalbo, 2001) se ahonda en esta interesante temática. En 2022, el Gobierno mexicano dio a conocer en un artículo en su página oficial, cómo el espionaje era rudimentario: agentes infiltrados que recopilaban información sobre posibles levantamientos armados, como ocurrió con la rebelión escobarista de 1929. Sin embargo, la llegada de la Guerra Fría marcó un punto de quiebre. Bajo el auspicio de la CIA, México desarrolló su propio aparato represivo, con la Dirección Federal de Seguridad (DFS) a la cabeza. Aquí no hay sorpresas: el archivo de la DFS, resguardado en el Archivo General de la Nación, está repleto de transcripciones de llamadas telefónicas intervenidas, informes de infiltrados y fichas biométricas de sospechosos.
De acuerdo con datos periodísticos, el proyecto LIENVOY, por ejemplo, fue una colaboración directa entre la CIA y las autoridades mexicanas para identificar, perseguir y neutralizar a disidentes políticos. ¿La metodología? Una mezcla de tecnología de punta para la época —intervenciones telefónicas y vigilancia física— y tácticas de represión propias de regímenes autoritarios: desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y creación de grupos paramilitares que actuaban bajo el manto de la impunidad.
Es importante entender que el espionaje no es un simple acto de vigilancia; es una estrategia de control y perpetuación del poder. En el caso de México, la cooperación con Estados Unidos permitió consolidar un aparato represivo que operó con dos objetivos: proteger los intereses del gobierno mexicano frente a amenazas internas y salvaguardar los intereses estratégicos de Estados Unidos en la región.
La revelación hace unos días de que la CIA vigiló a estudiantes en territorio estadounidense durante los años 60 y 70 no es un hecho aislado. Es parte de un patrón donde la vigilancia se justifica bajo el pretexto de la seguridad nacional, mientras se criminaliza la disidencia y se asfixian los movimientos sociales. En México, esta dinámica se tradujo en la llamada “Guerra Sucia”, donde la colaboración entre agencias estadounidenses y mexicanas dejó muchas violaciones sistemáticas a los derechos humanos.
Los documentos publicados por la CIA confirman lo que ya sabíamos: Estados Unidos espía a México, a sus líderes y a sus ciudadanos. Lo que debería generar indignación es la continuidad de estas prácticas, muchas veces legitimadas por la complicidad de nuestras propias instituciones. Desde las infiltraciones de agentes durante la Revolución hasta la vigilancia cibernética en la era digital, el espionaje sigue siendo una herramienta que desdibuja las fronteras entre la soberanía y la sumisión.
Hoy, cuando escuchamos o leemos en los medios términos como “cooperación en seguridad” o “lucha contra el terrorismo”, conviene recordar que estas narrativas han servido históricamente para justificar el espionaje y la intromisión en los asuntos internos de países como México. La tecnología ha cambiado, pero las intenciones no.
La exposición de estos documentos es un recordatorio de que, en política, las sorpresas suelen ser reciclajes de viejas estrategias. Estados Unidos espía porque puede, y México es espiado porque lo permite. La verdadera pregunta no es si estas prácticas continuarán, sino qué haremos, como sociedad, para exigir transparencia, rendición de cuentas y una soberanía que no se limite al discurso oficial.
Ahora con la llegada de Trump seguramente el espionaje escalará niveles nunca antes vistos. Al tiempo.