Veo un objeto insólito tirado en el suelo debajo de las musgosas ramas del arce: una diminuta guadaña de color lunar. Es un hueso. Lo recojo y me estremezco al ver su blancura y desnudez en la carne de mi palma. Calculo que mide más o menos siete pulgadas de punta a punta. Cuenta con siete dientes anclados a su borde superior. Son los molinillos eficientes de un rumiante y llego a la conclusión de que es la mandíbula de un venado adolescente. Desde arriba, los dientes recuerdan a percebes, aquellos seres marinos que se aferran a los cascos sombríos de barcos. Pero a diferencia de esos artrópodos que se organizan en íntimos círculos familiares, estas muelas recias se alinean en fila india, disciplinadas aun en la derrota.
Me lo llevo a casa para observarlo más detenidamente. Pongo el hueso sobre una toalla de papel en el mostrador de la cocina. Luego lo lavo, primero con jabón y después con un cepillo para quitarle los últimos restos secos del cartílago. Lo dejo sumergido en una olla de agua sobre un fuego muy lento para completar la limpieza. Voy a mi escritorio.
Es que me pierdo al escribir, ¿sabes? No puedo cocinar sin poner el reloj automático o las cosas se arruinan. ¡Las veces que he tenido que raspar una corteza negra del fondo de una cacerola! Hoy se me olvida poner el reloj y así es que me entero de que el olor a hueso quemado es igual al olor a pelo encendido: picante, acre, de ultratumba. Me maldigo al ver las manchas marrones que mi desatención ha infligido en la mandíbula. Esta clase de accidente saca lo peor de mí. Puedo volverme una loca capaz de golpearme la cabeza con los puños, gritar, y acusarme de tonta, tonta, tonta. Maldita sea. En esos momentos no puedo soportar el peor pecado de mi estado humano: el deseo descabellado de no dejar a nada tal cual, alterar el paisaje, crear jardines ordenados, recoger huesos y esterilizarlos. Pero esta vez, quizás por el respeto que le tengo al hueso, logro contenerme.
Apesadumbrada, lo meto en un tazón de agua tibia con unas gotas de cloro. Una vida mejor con las químicas, así lo dicen. Recurrimos a ellas siempre que necesitemos vencer al terror de nuestra propia ferocidad, nuestros fallos y debilidades, cuando la vida tal como es nos abruma. Con una pastilla, podemos cambiar de canal y dejar de ver. La mandíbula se blanquea poco a poco salvo dos manchas leves donde una vez la lengua húmeda del ciervo rozaba sus muelas al saborear el pasto, las tiernas hojas de primavera, mis hortensias. El hueso nunca volverá a tener el mismo tono suave de lienzo elaborado por la suma del sol, la lluvia, las bacterias y el paso del tiempo. Pero me consuelo al pensar que lastimar algo es sólo otra manera de comprenderlo, de hacerlo propio.
En el borde inferior de la mandíbula hay una serie de tajos como unas marcas de conteo hechas con una navaja. Seguro que fueron grabadas por quien dejara el hueso debajo del arce. Las ranuras son más profundas en el área cerca de la articulación que antes sostenía la mandíbula en el cráneo del animal. Debe haber sido la parte más carnosa. ¿Quién comió al ciervo? Escribo quién y no qué. Es que cualquier distinción entre las personas y otros animales sensibles es inexplicable para mí, me hiere como si me cortaran un miembro. Como si dijeran que mi madre no es mi madre, mi hermana no es mi hermana. Escribo con pluma y papel, ellos con colmillo y hueso.
O con pico.
Los buitres son universales porque se necesitan universalmente. Los que habitan mi pueblo en el piedemonte de Carolina del Norte son los primos del cóndor sudamericano, Vultur Gryphus, el ave voladora más grande del mundo. El cóndor es legendario, símbolo del pueblo andino en su lucha de siglos contra el toro español. Pero a pesar de su estatus de rockstar, no ha sido capaz de salvarse: quedan menos de siete mil cóndores en el mundo. Nuestros buitres son muchos y plebeyos, del tamaño de un pavo gordo, pero están dotados con la misma herramienta especializada que tiene su primo más celebrado: un pico robusto equipado con una punta en la forma de un gancho afilado, hecho a la medida para sacar trocitos de carne de un cadáver y para tallar hueso.
Los buitres se congregan en un difunto sicómoro blanco en medio del gran descampado cruzando la calle de nuestra casa. Los vemos allí de una docena o más a la vez, figuras oscuras y encorvadas que esperan en las ramas desnudas como un panel de jueces. Cuando ven algo que les interesa, dan vueltas en el cielo arriba de la hondonada a donde lanzamos la maleza de nuestro jardín. Dejamos ahí también al mapache que mi pareja había matado con un garrote cuando el animal estaba venciendo a nuestro perro en una pelea. Entonces los buitres celebraron la llegada de la inesperada bonanza dibujando vertiginosas espirales en el cielo. Luego descendieron sobre el cadáver como una voluta de humo oscuro de regreso a la chimenea. Acabaron con el mapache en una cuestión de horas. ¡Vaya eficiencia! Todavía me extraña que el hombre que amo pudiera matar así, que su primer instinto fuera entrometerse en el conflicto. Claro, compadezco por su decisión de defender al animal que amamos. Hasta se lo agradecí. Pero ¿fue correcto quitarle al perro su protagonismo y al mapache su derecho a una batalla justa? En la cuestión de imponer la pena de muerte, los seres humanos casi siempre nos equivocamos.
Dependemos del salvajismo de la domesticación para nuestro sustento, la impersonalidad estéril del matadero industrial. Los buitres, por su lado, aguardan hasta que el animal se muera para despedazarlo y grabar sus hexagramas en su esqueleto. Y en eso queda su ventaja moral. Sin embargo, mis vecinos los odian. Los espantan de sus jardines. Les disparan. Se quejan de que sean asquerosos y feos con esas cabezas rojizas y calvas, los cuerpos musculosos, el plumaje fúnebre. Los detestan a pesar del servicio gratuito que nos brindan de arrastrar fuera de las calles los cadáveres de animales que aplastamos con nuestros coches, de hacer desaparecer en un plis-plas lo que asesinamos tan casualmente. Juzgamos duramente a estas aves porque no podemos enfrentarnos al terror del esqueleto propio, a nuestra crueldad habitual, ni a la forma ingrata en que habitamos el planeta. Un buitre es un reproche callado que nos observa con la mirada friolenta de un oráculo. Busques como lo busques, nunca encontrarás los huesos de un buitre tirados por ahí, mucho menos su pico. Tal vez sea su única bendición que no tienen que sufrir la vergonzosa sobreexposición de convertirse ellos mismos en carroña. No, cuando muere un buitre se va entero de la tierra y sus plumas pintan el cielo nocturno por lo que nunca pierde su oscuro esplendor. Por mi parte, ya no como carne. Volveré a comerla cuando pueda hacerlo con la honradez de un buitre.
Esta mandíbula que sopeso en mi mano es un trozo de luz, una lente, un texto que leo y transcribo a mi manera. Ahora que el ciervo ha dejado de comer con él y el buitre ha tallado su poema en la superficie, lo guardo en mi biblioteca junto con mis otros libros, un texto más elocuente que este ensayo que es su calco del mismo modo que la hoja es la imagen especular del árbol.
Siete muelas
rugosas como los Andes
se aferran a una mandíbula cervina.
Cimitarra rupestre,
buitres
han tallado el marfil
de tu superficie lunar,
urgentes líneas verticales
que una y otra vez
exclaman
¡i!
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D.P. Snyder es una escritora bilingüe y traductora especializada en la literatura de México, España, y el Caribe; ha traducido obras de Mónica Lavín, Angelina Muñiz-Huberman y Alberto Chimal entre otros. Colabora con varias revistas y escribe porque no le queda otra opción. Radica en Hillsborough, Carolina del Norte, Estados Unidos. Twitter: @DorothyPS