Hay una mirada que observa. A su vez un hombre observa el cuerpo desnudo. Ella, su compañera, entorna los ojos. El hombre escurre la mano por las nalgas, debajo del vestido. Los dedos renuevan el recorrido de los muslos. Ella se abre, es fácil percibir que se abre. Detiene la fina extensión de su brazo al ver cómo las imágenes de las manos se superponen. Ya no se detiene. Sube. Deja que los dedos vuelen, una y otra vez, sobre el cuerpo. A ella le gusta ver el juego desde la altura de los ojos. Con el rabillo de los ojos. No de lleno, tímidamente, no dejándolos todavía descubrir los engranajes ocultos. Las formas se proyectan como espejos, brillan. Sin embargo era tan solo un hombre y una mujer. Él recorre con su boca, con el perfil de la boca recorre, lento, las formas redondeadas, ahora tensas de la mujer. Ella se desnuda. Lo hace totalmente. Cuerpo de curvas buscando el complemento, allí, latente, desmayado. Se percibe que el cuerpo se enajena, que se mueve solo, es la sangre que se agolpa sobre las partes más oscuras. Se perciben espasmódicos movimientos sobre las sábanas que comienzan a arrugarse. La mano que ella observa, que hace, a su vez, suya, aprieta la cintura, la tensión de la piel arremete sin pudor ni turbaciones, percibe que esa mano la viste en su desnudo. Los pechos devuelven en el vértice de sus pezones el placer que comienza a divulgar ese deseo incontenible. Se deja descubrir, desnuda, sobre la cama. El hombre penetra despacio el lugar oscuro. Con su sexo penetra la tibia coloratura, ese flujo que parece desprenderse de a poco, que no se desea evitar. Ella se entrega. Su respiración, sus latidos, se entrecortan. Observa cómo las manos buscan el cuerpo de ese otro que se adueña, manos que luego se asemejan a un vuelo de mariposas contra el reflejo de la luz, ésas que juegan y se desdoblan sobre los cuerpos desnudos, descubriendo el lugar siempre nuevo, el refugio donde la pasión pareciera ser eterna, esa misma pasión que se regodea sobre el aliento de los amantes, los acalla, los sacrifica, los hace suyos. Ella percibe cada gesto, cada movimiento. Es el cuerpo el que le exige más, exige que la mano juegue otra vez contra el monte curvado de la entrepierna, que le devuelva el placer de percibir esos dedos a la vez inexpertos y agresivos sobre esa oscuridad todavía no revelada. Ella se deja llevar. Ella percibe cómo el hombre vuelve a penetrar el límite de lo indecible. Ella acaricia ese vello apenas embrionario. Ella toca sus pechos, no son más que ínfimas crisálidas sobre ese cuerpo virginal, recién descubierto. Ella siente que el placer está ahí porque reconoce el gruñido del hombre que cae a un lado de la cama: ella goza con las imágenes que observa. Ella llora. Ella llora satisfecha bajo el juego de esas primeras mariposas que descubren el placer de la autocomplacencia.
Del libro Felices los niños (2007, Ed. Ruinas Circulares).
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PATRICIA BENCE CASTILLA (CABA).Escritora, gestora cultural y directora de Ediciones Ruinas Circulares desde 2007. Productora de contenidos: Cómo Decir, Páginas de Babel, A Cierta Hora; programas culturales que se difunden a través de su canal de YouTube. Publicó 11 títulos, cuento, novela, poesía. Ha sido reconocida con premios y menciones, a destacar, PREMIO Universidad de General San Martín (UNSAM), por su novela Las 24 hs. De Elena, y el reconocimiento en 2023, por la Legislatura Porteña, que la nombra; “Personalidad Destacada en el ámbito de la cultura de la Ciudad de Bs. As.”.