Ben-Tovit
Por Leonid Andréiev
El día terrible en que se realizó la mayor injusticia del mundo, en que se crucificó en el Gólgota, entre dos bandidos, a Cristo, ese mismo día, el comerciante de Jerusalén Ben–Tovit tenía, desde por la mañana, un dolor horrible de muelas.
Le había comenzado la víspera, al anochecer. Ben–Tovit experimentó en el lado derecho de la mandíbula, en la muela contigua a la del juicio, una sensación singular, como si se le hubiera elevado un poco sobre las otras; cuando la rozaba con la lengua, sentía un ligero dolor. Pero después de comer, la molestia pasó, Ben–Tovit la olvidó y acabó de tranquilizarse con el cambio de su viejo asno por otro joven y vigoroso, negocio que le puso de buen humor.
Durmió con un sueño profundo; pero, al amanecer, algo vino a turbar su sueño. Se diría que alguien llamaba a Ben–Tovit para algún grave asunto. No pudiendo ya resistir aquella inquietud, se despertó y se dio cuenta al punto de que tenía dolor de muelas. Entonces era un dolor franco y claro, muy violento, un dolor agudo e insoportable. Y no se podía ya comprender si lo que le dolía era la muela de la tarde anterior o las demás contiguas a ella. Toda la boca y toda la cabeza le dolían, como si estuviese mascando millares de clavos ardiendo. Se enjuagó la boca con un poco de agua del cántaro; durante unos momentos el dolor se aplacó, y Ben–Tovit experimentó una ligera tirantez en las muelas. Dicha sensación, comparada con el dolor de hacía un instante, era incluso agradable. Ben–Tovit se acostó otra vez, se acordó de su nuevo asno y pensó que sería del todo feliz a no ser por el dolor de muelas. Trató de volver a dormirse, pero cinco minutos después el dolor comenzó de nuevo, más cruel que antes. Ben–Tovit se sentó en la cama y empezó a balancear el cuerpo acompasadamente. Su rostro adquirió una expresión de sufrimiento, y en su gran nariz, que había palidecido, apareció una gota de sudor frío.
Así, balanceándose y gimiendo lastimeramente, permaneció hasta la salida del sol; de aquel sol que estaba predestinado a ver el Gólgota con sus tres cruces y a eclipsarse de horror y de tristeza.
Ben–Tovit era un buen hombre, a quien repugnaba la injusticia; pero cuando su mujer se levantó, le dijo mil cosas desatentas, lamentándose de que le hubiera dejado solo y no hubiera hecho ningún caso de sus terribles sufrimientos.
La mujer no se incomodó por estos reproches injustos; no ignoraba que era el dolor, y en modo alguno la maldad, lo que hacía hablar así a su marido. Le auxilió, solícita, con no pocos remedios: una cataplasma, en la mejilla, de estiércol seco y pulverizado; una infusión muy fuerte de aguardiente y huesos de escorpión; un pedazo de la piedra en que estaban escritos los diez mandamientos, y que Moisés rompió en su cólera.
El estiércol aplacó un poco el dolor de Ben–Tovit, pero por breve tiempo. Los otros remedios produjeron el mismo efecto y, siempre tras un corto alivio, el dolor volvía a empezar con redoblada fuerza. Durante los escasos momentos de tregua, Ben–Tovit procuraba olvidarlo completamente, poniendo el pensamiento en su nuevo asno; pero cuando se hacía sentir otra vez, empezaba a gemir, a insultar a su mujer y a decir que se iba a romper la cabeza contra la pared.
Sin cesar iba y venía por el terrado de su casa, sin acercarse demasiado a la barandilla, para que los transeúntes no le vieran con la cabeza envuelta en un pañuelo, como una mujer. Con frecuencia, sus hijos acudían junto a él y referían, interrumpiéndose, algo relativo a Jesús Nazareno. Ben–Tovit se detenía entonces un instante para escucharlos; pero ponía luego cara de pocos amigos, hería iracundo el suelo con el pie y echaba a los niños; aunque era un hombre de buen corazón y aunque amaba a sus hijos, se enojaba con ellos, lleno de fastidio, al oír aquellas naderías. Le enfadaba también que la calle y los terrados de las casas vecinas estuvieran llenos de gente que no hacía nada y le miraba con curiosidad pasearse con la cabeza envuelta en un pañuelo, como una mujer. Quería ya bajar, cuando su mujer le dijo:
–Mira, conducen a los bandidos; quizá eso te distraiga.
–¡Déjame en paz! –respondió colérico Ben–Tovit–. ¿No ves lo que sufro?
Pero había en la proposición de su mujer algo como una promesa vaga de que el dolor de muelas se le aplacaría si miraba a los bandidos, y se acercó a la barandilla. La cabeza inclinada a un lado, un ojo cerrado, la mano en la mejilla, miró hacia abajo.
A lo largo de la estrecha calle empinada marchaba, en completo desorden, una multitud enorme, levantando gran polvareda. Se oían gritos, centenares de voces mezcladas. En medio de la multitud, encorvados bajo el peso de las cruces, avanzaban los condenados. Por encima de sus cabezas, semejantes a serpientes negras, chasqueaban los látigos de los soldados romanos. Uno de los condenados –el que tenía largos cabellos rubios y llevaba las vestiduras rotas y ensangrentadas– tropezó en una piedra que le habían tirado y cayó.
Redobló sus gritos la multitud, que parecía un mar agitado cubriendo con sus olas la superficie de un islote.
Ben–Tovit, de repente, sintió tal dolor, que se estremeció, como si alguien le hubiera horadado la muela con una aguja. Lanzó un gemido lastimero y se apartó de la barandilla, encolerizadísimo, importándole un bledo cuanto sucedía en la calle.
–¡Dios mío, cómo gritan! –gruñó, imaginándose las bocas muy abiertas, con las muelas no atormentadas por el dolor.
A no ser por el que le hacía ver las estrellas, hubiera podido gritar como los demás, quizá más fuerte aún. Al pensar en esto, se hizo más cruel su sufrimiento, y Ben–Tovit empezó a balancear furiosamente la cabeza y a lanzar gritos.
–Cuentan que curaba a los ciegos –dijo su mujer, que no se apartaba de la barandilla ni dejaba de mirar abajo.
Y tiró una piedrecita al sitio por donde pasaba Jesús, que avanzaba lentamente, medio muerto ya a latigazos.
–¡Tonterías! –respondió Ben–Tovit con acento burlón–. ¡Si posee, en efecto, el don de curar, que me cure a mí el dolor de muelas!
Y tras un corto silencio añadió:
–¡Dios mío, qué polvareda han levantado! ¡Ni que fueran un rebaño! Debían de echarlos a palos. ¡Llévame abajo, Sara!
Su mujer tenía razón. El espectáculo le había distraído un poco, o quizá el estiércol pulverizado le había aliviado. El caso es que no tardó en dormirse. Cuando se despertó, el dolor había desaparecido casi por completo; sólo el lado derecho de la mandíbula parecía ligeramente hinchado; tan ligeramente, que apenas se notaba. Al menos, así lo aseguraba su mujer. Ben–Tovit, escuchándola, sonreía maliciosamente; bien sabía que a su mujer, por su bondad de corazón, le gustaba decir cosas agradables.
Un rato después llegó su vecino, el peletero Samuel. Ben–Tovit le enseñó su nuevo asno, y, lleno de orgullo, escuchó los plácemes de Samuel a propósito del cuadrúpedo.
Después, a ruegos de Sara, que era muy curiosa, se dirigieron los tres al Gólgota, a ver a los crucificados. Por el camino, Ben–Tovit refirió a Samuel, sin omitir detalles, cómo había tenido dolor de muelas, cómo sintió al principio la molestia en el lado derecho de la mandíbula, cómo se había despertado al amanecer, atacado, súbitamente, de un dolor insoportable. Para dar una idea más exacta de sus sufrimientos, hacía muecas, cerraba los ojos, balanceaba la cabeza y gemía. Su vecino asentía compasivamente, acariciando su larga barba blanca, y decía:
–¡Dios mío! ¡Es terrible!
A Ben–Tovit le complacía observar que Samuel apreciaba toda la intensidad de sus sufrimientos recientes. Refirió por segunda vez cuanto le había sucedido. Después recordó que hacía ya mucho tiempo había tenido un dolor de muelas, pero en el lado izquierdo de la mandíbula inferior.
Así, en conversación animada, subieron al Gólgota. El sol, condenado a alumbrar el mundo durante aquel día terrible, se había ya ocultado tras las colinas lejanas. En el firmamento, hacia el Oeste, llameaba, semejante a un rastro de sangre, una ancha banda roja. Sobre el fondo del cielo se destacaban vagamente las cruces. Al pie de la de en medio podían distinguirse siluetas humanas prosternadas.
La multitud se había ido hacía tiempo. Comenzaba a sentirse frío.
Después de dirigir una mirada distraída a los crucificados, Ben–Tovit cogió a Samuel del brazo, y los tres se encaminaron a la casa. Ben–Tovit experimentaba un deseo violento de seguir hablando, y comenzó de nuevo a hablar del dolor que había tenido. Así, charlando, caminaban Gólgota abajo. Ben–Tovit, animado por las exclamaciones de compasión que profería de vez en cuando su vecino, daba a su rostro una expresión de sufrimiento, cerraba los ojos, balanceaba la cabeza, gemía, mientras de las profundas simas de la montaña y de las llanuras lejanas ascendía la obscura noche, que parecía deseosa de ocultar al cielo el gran crimen que se acababa de cometer sobre la tierra.
Los espectros, Madrid, 1919 (Traducción de Nicolás Tasín)
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Leonid Nikoláievich Andréyev (1871-1919) fue un escritor y dramaturgo ruso que lideró el movimiento del Expresionismo en la literatura de su país. Estuvo activo en la época entre la Revolución de 1905 y la Revolución de Octubre de 1917