Mateo ha recorrido esta carretera muchas veces. Por eso le resulta extraño encontrar una cabaña justo a la mitad del camino. Aunque está ubicada a unos metros del área de descanso, donde suele estacionar su tráiler para estirarse antes de conducir tres horas más, no la había visto antes.
Son las seis de la mañana. Un par de luces de neón titilan con insistencia, mientras un letrero de madera desgastado por los años, da la bienvenida. Las letras del anuncio están astilladas y rayadas con nombres y fechas de tiempos inmemoriales, como si contuvieran un mensaje que nadie se atreve a descifrar.
Entra al lugar como un graznido de cuervo en un panteón. Adentro, el sonido de un saxofón lame el aire espeso. Huele a una mezcla de humo de cigarro y desodorante ambiental, un aroma que pareciera escabullirse entre las sombras. La escasa iluminación apenas permite distinguir las siluetas de quienes ocupan la barra y las mesas. Mateo no se da cuenta, no todavía, de que son maniquíes. Tampoco nota que el hombre barbón junto a la caja registra su llegada con la inmovilidad propia de un muñeco de cera.
—Pásele y siéntese, lo estábamos esperando —susurra una mujer al oído, su voz apenas un roce. Mateo distingue apenas su silueta que se pierde, desdibujada entre el humo que flota como una niebla cargada de secretos.
Todo le resulta extraño, pero el deseo de una cerveza lo retiene. Una segunda mujer, de voz temblorosa y pasos ligeros, se acerca y, con un gesto lento, le señala una silla.
Él se sienta frente al saxofonista y escucha con atención. Las escalas de blues y jazz trepan lentamente por las paredes. La melodía parece girar sobre sí misma, colgada de los ventiladores del techo. El piso de madera cruje en do menor. Mateo se siente relajado, pero la ausencia de alguien que le ofrezca un café o cualquier bebida lo empieza a incomodar. Aún no advierte que las manecillas de su reloj giran al revés, burlándose del tiempo.
—No te desesperes, el tiempo es como un bastón en el que puedes sostenerte —le insinúa, mientras desliza entre sus manos una botella fría. La etiqueta, empapada de humedad, se deshace lentamente, como si cargara la fragilidad del instante.
La música lo envuelve, lo ilusiona: por un instante cree que sus manos se han vuelto de plástico, igual que sus brazos y piernas. No puede moverse. El sax imita el canto que late en su cabeza, como un eco que se funde con los contratiempos de su corazón, cada vez más irregular, cada vez más apagado.
En la escena irrumpe un baterista con un redoble seco. Luego un bajista hace tabletear sus cuerdas, y tras ellos aparece una mujer que colorea el aire con un requinto largo y melancólico, improvisado como el final de un sueño.
—Qué terrible accidente el de la curva, ¿te tocó verlo? —murmura la mujer, quedándose a su lado con la familiaridad de quien espera algo más que una respuesta. Pero Mateo, distraído por sus propios pensamientos, apenas le presta atención.
Mientras la canción avanza, Mateo ha olvidado cómo hablar. Quiere levantarse, pero su cuerpo no responde. Engañado por su mente, ve cómo los músicos desaparecen uno por uno: primero la mujer y su escala infinita; luego el bajista, que se eleva hacia las estrellas; y finalmente el baterista, que se disuelve en el redoble de un silencio.
Solo queda el saxofonista, que sonríe con una mirada diabólica. Su última canción retumba en el aire, mientras alguien, desde algún rincón invisible, apaga la luz.