Cuento de espantos
Ayer la vi. No me lo van a creer.
Ayer me encontré con ella en el parque
por donde caminábamos a los veinte años.
Está igual que siempre.
En todo caso, la muerte
la ha embellecido, la rejuvenece, la hace
adolecer de adolescencia.
No veintidós
sino dieciocho a lo sumo.
Quién entiende el misterio
de los números y los años,
su más tiempo de muerta que edad de viva.
Pero cómo ilumina los dos orbes:
Venus, estrella
del alba y el crepúsculo;
muchacha para siempre y también sombra
que lleva de la mano a las tinieblas.
La vi de lejos y, como es natural,
me dominó el grave impulso
de acercarme, verla otra vez y decirle:
—No sabes cuánto te extraño.
No me resigno a no verte.
No te he olvidado.
Abrí la boca. No pude
pronunciar la menor palabra.
Me congeló la mirada
que sin decirlo decía:
-¿Cómo se atreve, señor?
¿No se ha visto al espejo?
¿No hay calendarios?
¿No toma en cuenta
las edades que nos separan?
Y de este modo yo, el aún vivo,
me convertí en el fantasma.
En el fondo
En los cuartos del sótano
algo hay que me recuerda un viejo barco.
Puede ser el olor del combustible
o los tubos de Julio Veme.
El Nautilus
hundido en el mar negro de la ciudad.
En sus entrañas
este piso al que anega otro pasado
y es submarino y subterráneo
Así no fue tan grande la sorpresa
de ver a la sirena contemplando
su desnudez perfecta ante el espejo.
Agua era el aire o cosa parecida.
Le hablé y me contestó en su lengua de olas.
En su cara leí que me decía.
Al abrazarla me hice mar con ella.
Ahora que me dejó me hundí en el fondo
y entre tanto naufragio me he vuelto arena.
Vuelta de hoja
¿Qué fue de tanto amor? Un cuaderno
en papel que ya no se usa
y está amarillento
y comido por los ratones.
Escrito a mano,
algo que ya parece tan anticuado
como las runas ahora.
Un libro inédito
y desde luego impublicable.
En la próxima limpia
de la casa los versos tan románticos
irán a la basura,
donde no se unirán en ningún símbolo
con las fotografías abolidas
hace ya mucho tiempo.
Se habían vuelto ridículas
por el cambio en las modas y en los peinados
—para no hablar de los avances
en la técnica fotográfica.
Blanco y negro. Mejor sería
un daguerrotipo
o una silueta recortada estilo siglo XVIII
o una gacela en la cueva.
Porque el blanco y negro en la foto
la sitúa en la prehistoria
—Lissieux, Altamira.
No pregunte, don Jorge, qué se hicieron
las juventudes perdidas y los amores fracasados,
los versos lamentables que se inspiraron en ellos.
Ni siquiera los salva citar las Coplas,
éstas sí al parecer eternas
(aunque mañana quién sabe).
No hay vuelta de hoja.
Todo está deshecho.
Ha regresado al polvo
y está a punto
de ser vacío
en el vacío que aquel amor
colmó por un instante.
Pero ya basta.
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Estos tres poemas fueron publicados por primera vez en la edición de 1997 de la Revista de la Universidad de México. Aunque se le conoce más como narrador y ensayista, José Emilio Pacheco (1939-2014) publicó varios libros de poesía, entre ellos destacan Los elementos de la noche (1963), No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), Los trabajos del mar (1984), Miro la tierra (1986) y Ciudad de la memoria (1989).
Pueden encontrarse algunos otros poemas publicados en varias revistas mexicanas, de la década de 1960 hasta su muerte.