Hay decenas de casos de estafadores célebres en todo el mundo. Algunos alcanzaron notoriedad por sus negocios ilegales dignos de algún guion hollywoodense, como Victor Lustig, quien se atrevió a vender la Torre Eiffel de París en dos ocasiones. Sin embargo, pocos conocen la historia de un pintor que, con la astucia de un ingeniero de ilusiones, se hizo rico engañando a los temibles nazis.
Hablamos de Hans Van Meegeren, un neerlandés nacido en 1898 y fallecido en 1947. A lo largo de su vida, sufrió el fracaso en el mundo del arte, lo que lo empujó a falsificar pinturas para ganar reconocimiento y dinero. Para lograrlo, desarrolló una técnica tan depurada que le permitió imitar a la perfección el estilo de Vermeer, utilizando materiales antiguos y envejeciendo sus obras artificialmente.
En agosto de 1914, la Real Academia de Artes de La Haya le otorgó el título de dibujante, un sello de legitimidad que lo catapultó a la vida profesional como asistente de profesor de dibujo, un puesto que, aunque modesto, le ofrecía estabilidad económica. Este empleo le ayudaba, pues en 1912 había contraído matrimonio con una compañera de clases, con quien tuvo un hijo. Los primeros años de su carrera pictórica estuvieron marcados por la enseñanza y la creación de carteles e ilustraciones por encargo, una forma de subsistencia que no le otorgaba la gloria, pero sí el sustento.
En 1917, logró su primera exposición de cierta relevancia, y dos años después, ingresó al Haagse Kunstkring, una exclusiva sociedad que reunía a los más destacados escritores y pintores de la época. A pesar de estos logros, su situación financiera seguía siendo incierta. En 1923, el matrimonio con su primera esposa se desmoronó, y poco después, comenzó una relación con Jo van Walraven, una mujer de orígenes mixtos, medio española y medio holandesa. En 1929, se casaron, aunque la estabilidad personal y económica seguía siendo esquiva.
Basado en el libro Historias asombrosas de la Segunda Guerra Mundial del historiador Jesús Hernández, el neerlandés comenzó a “cultivar el estilo de los grandes maestros clásicos holandeses”, lo que le permitió hacerse con una considerable fortuna.
Una de sus estafas ocurrió cuando Holanda fue invadida por los nazis. Un banquero amigo de Van Meegeren lo puso en contacto con Hermann Goering, el temible líder militar hitleriano y as de la aviación alemana. Van Meegeren le vendió a Goering una de sus falsificaciones, haciéndole creer que era una obra original de Vermeer, uno de los pintores más célebres del Barroco neerlandés.

La operación resultó ser un negociazo. El cuadro fue vendido por medio millón de marcos, lo que hoy equivaldría a alrededor de 6 millones de euros, según ABC.

El peculiar negocio de Van Meegeren continuó hasta el 29 de mayo de 1945, cuando, tras la caída del Tercer Reich, fue detenido. Como era de esperarse, se le acusó de traición por enriquecerse a costa de los nazis (y no era para menos, pues había acumulado una fortuna de casi dos millones de marcos gracias a sus falsificaciones), agrega el diario español.
La historia fue narrada por ABC en julio de 1945, cuando informó: “Hans Van Meegeren ha confesado ser el autor de una serie de falsificaciones de cuadros maestros del siglo XVII. Se dice que ha recibido más de cuatro millones de dólares por siete ‘imitaciones’.”

El 29 de octubre de 1947, el Tribunal de Distrito de Ámsterdam finalmente dictó sentencia en el caso de Hans Van Meegeren, el hombre que había burlado a la cultura, la política y la historia del arte con sus falsificaciones magistrales. El crimen, tan elaborado como el propio arte que había creado, fue clasificado como falsificación, y la fiscalía solicitó una pena de dos años de prisión por fraude. Sin embargo, en un giro tan peculiar como su vida, la sentencia final fue considerablemente más benigna.
La razón, según muchos, no solo radicaba en su delicada salud, sino también en el halo de simpatía que, irónicamente, el estafador había logrado cultivar entre la opinión pública. Van Meegeren, aquel hombre que había engañado a nazis y coleccionistas por igual, fue condenado a solo un año de prisión.
Pero como sucede con los personajes que, por alguna razón, la historia no sabe cómo encasillar, Van Meegeren no pasó ni un solo día tras las rejas. Abandonó el tribunal para regresar a su hogar, y en los últimos meses de su vida, vivió sin remordimientos ni castigo. Se dedicó a caminar por los cafés, compartiendo anécdotas con amigos, y sumergido en un consumo desenfrenado de ginebra, como si el peso de su crimen se hubiera disuelto en el alcohol. De alguna manera, la justicia le otorgó una libertad, quizás no merecida, pero sí simbólica, en la que se borraban las huellas de su engaño. La vida de Van Meegeren se deslizó hacia su final de la misma forma en que vivió: sin reglas claras, sin la severidad de la condena, pero con la carga de una notoriedad que lo convertiría en leyenda.
La noche del 20 de diciembre de 1947, Van Meegeren murió a causa de un ataque cardíaco, ese mismo corazón que, durante años, había latido al ritmo de su audacia. Los críticos que, en su momento, lo habían condenado al ostracismo, se vieron obligados a revisar sus juicios. Nadie podía negar que Van Meegeren había dejado una huella indeleble en la historia del arte y el engaño. En lugar de un criminal de poca monta, lo que había emergido de su estafa era una figura compleja, casi romántica en su osadía.