El Hijo del monitor, de nuestra talentosa Rowena Bali, es una novela que la crítica ha calificado como perturbadora, y vaya que lo es. Mediante ficción nos lanza la realidad a la cara. Es una crítica y a la vez una sátira sutil y deliciosa. Habría que preguntarnos, en un sentido estético y estricto, cuál es la realidad y cuál la fantasía.
En el caso de esta novela, no solo no niega el mundo real, sino que lo analiza y desentraña. Decir que esta novela es una total ficción y desvincularla del mundo cotidiano es inexacto, todo lo contrario, el ser una novela de ficción le otorga un mayor peso a la realidad. No olvidemos que la imaginación nos provee de una mirada libertadora. Dentro de ese gran espacio que es la novela, puede suceder cualquier cosa.
El protagonista es un «hombre pequeño» llamado Gerzon, que es examinado por la personaje y narradora llamada Isela, quien en la segunda página se presenta del siguiente modo:
«…soy esencialmente una mala persona y no me remuerde la conciencia, pertenezco a la raza de los normales, soy una vampiresa que no chupa sangre y una perra sin pedigree, investigadora de pequeños por profesión…»
Aunque parece ser una psicoanalista común y corriente, en realidad lo que busca es hacer un estudio de la conducta humana de los pequeños, porque en ese universo que nos muestra Rowena hay pequeños, normales, gigantes y reinas. Isela anota sus observaciones, como hacen muchos psicoanalistas, en una especie de diario.
Además de ser pequeño, nuestro personaje Gerzon es burócrata. Este burócrata ha perdido a su mujer, a la que llama reina, una clavadista de alto rendimiento, quien de repente, por un mal cálculo, se mata golpeándose la cabeza en la orilla de una alberca.
A partir de ese momento, Gerzon debe cargar con su hijastro, un gran y hermoso bebé. Gerzon está tan perturbado y obsesionado con la pérdida de la reina que decide confiar la sobrevivencia de ese desvalido ser a una nana, de la cual solo sabe que va a su casa porque recoge el dinero que él paga por el cuidado del niño y por las huellas que quedan al calentar la leche con la que alimenta al bebé.
Poco a poco Rowena nos va adentrando en el mundo de Gerzon cuyo único entretenimiento es exactamente igual que el de muchos compañeros burócratas el viernes, ir a la cantina, ligarse alguna chica, de ser posible tener sexo con ella y continuar:
«Cuando por alguna recompensa de dios conseguía llevarse a la cama a alguna de ellas —una vez superada la alegría o lo que fuera— se quedaba con una punzante resaca en el alma, sintiéndose un animal repugnante», anota la escritora.
Gerzon está absolutamente incapacitado para amar a su hijastro y lo condena a ver perpetuamente la televisión. Pareciera una existencia virtual, donde un niño es incapaz de hablar, solo puede comunicarse a través de imágenes y puede aprender mediante las mismas un sinnúmero de cosas.
Ella se obsesiona, ya no con su investigación, de la que se pregunta con frustración ¿para quién es? o ¿a quién servirá?, sino con el niño. En tanto su paciente es un padre que no está preparado para ser padre, como a muchos también ocurre y a quien, además, las conversaciones con la terapeuta tampoco lo ayudan, ni guían, como a muchos que hemos tomado terapia nos ha ocurrido.
De tal suerte que la novela es como un espejo donde se refleja un mundo sin sentido, tan sin sentido como este en el que vivimos, donde es más placentero mirar una pantalla que el paisaje. Donde aun en los trabajos más mal pagados, como el de limpieza, no te pagan un teléfono celular, pero te exigen tenerlo y además tomar fotos a tu trabajo para verificar mediante imágenes que lo hiciste bien, como si ellos pagaran la renta del internet, y peor aún, resulta que todos los aceptamos. Nos tragamos la mentira de que el celular es indispensable. Todo esto es extrapolado a las pantallas de las que habla Rowena en su novela.
De tal forma que ya no sabemos cuál es el mundo real, si el de la pantalla o el de a pie. Tenemos una dependencia enferma por el teléfono celular y nos produce ansiedad no traerlo con nosotros, como si nos fueran a llamar del mundo real y nosotros anduviéramos de viaje en otra dimensión. Esta locura es la que critica Rowena a través del bebé, porque él ha aprendido a hacer cosas mediante la pantalla, pero no sabe hablar. Quizá porque ya no le es necesario como a nosotros. De pronto sabemos más de nuestros contactos de redes a los que llamamos «amigos», que son más bien «amigos imaginarios», a los que infinidad de veces no conocemos, mientras que no sabemos absolutamente nada del compañero que se sienta en el escritorio junto al nuestro en una oficina real:
«Comúnmente los pequeños no salen del hoyo una vez que caen hondo. No todos caen, algunos alcanzan la felicidad. Terminan organizando cosas de grandes; movimientos sociales y cosas semejantes, pero sin saberlo: dando consejos inocentes y aportando ideas magníficas a jefes gandallas, a los que, por cierto, se adhieren con una pasión que en lo personal me repugna. Por un sueldo suficiente para llevar una existencia ínfima».
Tan ínfima como la de miles de habitantes de este mundo. Muchos nos sentimos identificados con Gerzon porque la escritora va a fondo con el personaje. Ella misma afirma que ama a los personajes fracasados, de esos que abundan en el mundo.
Isela, la estudiosa, conoce tan bien a su paciente que asevera lo siguiente: «No es ningún secreto revelar más tarde que tiene un pene chico. Debo confesar que después de tanto estudiar a este hombre, sé cada detalle de tal pene. Habla de él con una frecuencia exasperante, lo he analizado con una intención asexual; sería incapaz de sentir deseo por un pequeño, menos por Gerzon; conozco los detalles más sórdidos de su miseria interior».
Esta magnífica novela nos obliga a cuestionarnos si lo único que se nos sube es el fracaso, a preguntarnos por nuestras propias existencias ínfimas, por nuestras miserias interiores, por el mundo virtual y la existencia real, y por el triunfo del entretenimiento y la estupidez sobre la reflexión. Es una lectura imperdible.
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El Hijo del monitor, Rowena Bali; novela; Nitro/Press – EFIARTES, col. Habitaciones Propias, núm. 3; México, 2023.
Fabiola Sánchez (Ciudad de México, 1966). Escritora, periodista y actriz de teatro cabaret. Inició su carrera literaria como periodista de investigación de la revista Contenido; sin embargo, la vida finalmente la llevó a su verdadera pasión: la narrativa, misma que tiene como epicentro temático en la tierra de sus ancestros: la mixteca poblana. Ha escrito la novela Que baje Dios y diga que no es cierto, y su continuación, El reposo de la sombra. Ahora trabaja en la tercera parte de la saga: Soñé que te perdía. Desde 2021 se ha revelado como dramaturga y actriz en el teatro cabaret. Ha escrito en coautoría cuatro obras del género, la última titulada Sabor a PRI(AN), montada en el Teatro Bar El Vicio en 2023.
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