Lo despertaron las ganas de hacer pipí. Salió de la cama y se orientó con las manos hasta el baño. Faltaba un rato para que sonara la alarma y eso le emocionó. Era el gran día y ya estaba despierto. Cualquier cosa que pudiera pasar al regresar de forma presencial a su trabajo lo entusiasmaba, así que no pudo ni quiso dormir más. Se preparó un café y encendió el radio. Antes de meterse a la regadera, por la exaltación, bailó un danzón consigo mismo sobre el tapetito raído del baño.
Bajo el chorro de agua ensayó su presentación. Aunque había perdido credibilidad desde antes del encierro y que algunos de plano ya le sacaban la vuelta en los pasillos o preferían usar las escaleras antes que compartir elevador, él sabía que no era un apestado sino más bien todo lo contrario: la vida que muchos querían vivir no podría ser posible sin él. Ese era su argumento principal así que se los remarcaría.
Mientras tocaba sus calcetines para asegurarse de que fueran par, hizo otro repaso: empezaría diciendo que muchas cosas pasaban en su nombre y que, no obstante, él nunca había estado en esos sitios (y menos a esas horas). Durante toda la pandemia hizo home office en puros sitios serios y nada más. Luego diría que por mucho que lo tomaran de pretexto y se alegara que por su culpa tales cosas sucedían, él, con la evidencia en la mano, demostraría que sólo se trataba de una confusión o del intento, malintencionado, de suplantarlo. Era el día para reivindicarse y para evidenciar la mala fe de los demás, el equívoco o la ausencia total de integridad para llamar a las cosas por su nombre.
No, señoras y señores, no: yo ni sé usar Tínder y menos Only Fans. No, no y no, repitió con especial énfasis dirigiéndose hacia una audiencia imaginaria que estaba bastante más a la derecha de lo que él creía.
Se puso su traje menos viejo y se vació el frasco de lavanda entero. Tanteó sus bolsillos asegurándose de no olvidar el teléfono, las llaves, ni tampoco su bastón. Uno que, en cuanto pudiera, habría de cambiar. La empuñadura, de tan lisa, se le había escapado de las manos en más de una ocasión y si le sumamos que la correa ya estaba rota, a cada rato terminaba, a gatas, buscándolo en el suelo. Los segmentos de tubo cada vez tardaban más en desdoblarse y la roseta se mantenía en su lugar de puro milagro. La puntera, también, era una calamidad.
Al salir del edificio pensó que no le quedaba más remedio que tener confianza en su memoria y en que las cosas mejorarían. Él no, pero los demás sí que verían cómo todo se trataba de un malentendido, ofuscamientos, cosas que debían y podían superarse. Poco a poco recuperaría su prestigio. El trabajo, de la mano de aquellas comisiones que tanta falta le hacían, volvería a fluir y podría adquirir un nuevo bastón de esos que hablan para ubicarse en esos momentos de extravío que últimamente, es cierto, se estaban multiplicando.
Tomó rumbo hacia la oficina, se aclaró la garganta y empezó de nuevo: No, señores, no: a mí no me metan en sus cochinadas. Unos metros más allá un pájaro negro soltó una risotada pero él apenas y puso atención. No y no, machacó, justo antes de que el bastón terminara de desdoblarse y él cayera en esa coladera destapada en la mitad de la banqueta y de la mañana.
Víctor M. Campos se formó en el Taller de Escritura Creativa dirigido por Carmen Simón. Ha sido publicado por el Fondo Editorial de Querétaro y por distintas revistas culturales.