La locura de mi abuela nos tenía a mal traer. Ya habíamos soportado de todo, sus gritos, sus escapadas en medio de la noche, sus relatos absurdos. Sin embargo nos faltaba vivir lo peor. Sucedió un sábado. Estábamos mirando una revista de modas en la que las mujeres se estiraban hacia el borde de la página y echaban la cabeza atrás, todas iguales, para dar a entender que el mundo o los márgenes de la hoja les quedaban chicos. Sobre las telas que les ceñían el cuerpo, brillaban lentejuelas y abalorios y rasos y pedrerías. Mi abuela preguntó:
—¿Qué día es hoy?
—Sábado —le contestamos.
Después vino el silencio con el chasquido delicado de las hojas de la revista que pasaban unas tras otras como volando por encima de nuestra imaginación. Enseguida la abuela volvió a preguntar:
—¿Qué día es hoy?
Creyendo que se refería al número, dijimos:
—Diecisiete, abuela.
Y otra vez la voz de la abuela se hizo oír en el patio.
—¿Qué día es hoy?
Todas levantamos los ojos con un toque despavorido en la mirada. Aquel fue el principio que amenazaba con no tener final. La abuela preguntó montones de veces el día en que vivíamos. Y fue una pregunta fatal. La fatalidad no se debía a que la pregunta nos repercutiera en la cabeza igual que un golpeteo de martillo sino el sentido de la pregunta misma. Tener presente a cada rato el día en que se vive, tiñó nuestra cotidianidad con un barniz filosófico. Personalmente sentí que desde algún lugar remoto en el tiempo y el espacio una fuerza machacaba para que yo tomara conciencia, me hiciera preguntas, pensara en la muerte, escapara de lo burdo, de lo material y me adentrara en cuestiones menos superficiales. A tía Margarita la pregunta de mi abuela le deprimió el estado de ánimo. Sintió que la vejez galopante le quitaba las últimas esperanzas de conseguir un novio o cosa que se le pareciera. Cada vez que la abuela preguntaba, a tía se le antojaba que el tiempo se apresuraba en correr. A doña Pepa se le llenó el alma de preguntas inexplicables que quizá en el futuro ella misma se animara a responder.
No esperamos a que esta nueva obsesión se fuera por sí sola, buscamos amortiguar el peso que gravitaba sobre nuestra vida: Le conseguimos a mi abuela un almanaque. Yo misma fui a comprarlo. Cuando salí del negocio pasé mis dedos muy delicadamente por los números de una de las hojas del cuadernillo, blanca y cuadriculada, e imaginé que el color de los días empezaba a transformarse. El tiempo se detuvo y el mundo se paralizó. Entonces pude asomarme a una enorme ventana sin fronteras y allí, debajo de todo, encontré mi propia imagen, mirándome. Pero duró apenas un segundo la ilusión, recapacité inmediatamente, con sólo reconocer que los números se nos habían metido en los relojes y los calendarios, bastaba y sobraba como prueba irrefutable de la derrota humana.
Agarramos con una chinche el almanaque a la puerta de la cocina y le enseñamos a mi abuela que, no bien se levantaba, tachara el día en curso para que cada vez que tuviera ganas de hacer la pregunta, en vez de preguntar, se fijara en los días tachados y supiera si pertenecían al pasado o si aún estaban por llegar. Mi abuela, muy obediente, con su lápiz negro en la mano, fue tachando uno a uno todos los días del almanaque hasta el treinta y uno de diciembre. No bien terminó y el calendario quedó íntegramente tachado, empezó a preguntar nuevamente: ¿Qué día es hoy?.Aquella mañana, tía Margarita había salido muy temprano, de modo que cuando volvió se encontró con un calendario desahuciado. Quiso desmayarse pero no pudo. Así, lentamente e inclinando su espalda, mi tía se fue arrodillando y empezó a llorar. Lloraba mientras miraba el calendario como si hubiese sido su partida de defunción.
Doña Pepa, empeñada en sacarle el jugo a esta maldición gitana, como insistió en llamar al percance de vivir con una loca en casa, quiso encontrarle alguna lógica a las tachaduras. Creyó que mi abuela había escogido secretamente un orden al tachar los números, así que puso a contraluz el almanaque e intentó determinar qué tachaduras se veían más intensas que otras para enseguida consultar un libro sobre el significado numerológico que las cifras encerraban. El número cero representaba el infinito, el uno el principio creador, el cuatro, la construcción. Como los números eran más perfectos que nuestra manera de mirar, doña Pepa quedó encarcelada en esa búsqueda de sentido y orden. Terminó extrayendo conclusiones sorprendentes y hasta, si se quiere, edificantes, pero que no tenían mucho en común con el mensaje cifrado al que la locura de mi abuela podía aludir.
La tía y yo nos mordimos para no criticarle a doña Pepa su audaz método interpretador de la desgracia que se nos había caído encima, aunque eso sí, como no le dijimos ni media palabra, lo cual ya resultaba altamente sugestivo, ella entendió que se había metido en un túnel sin salida. Y abandonó sus investigaciones. Al fin y al cabo el llamado método del almanaque no había servido más que para perder tiempo y gastar el lápiz.
Mi abuela, sin dejar de mirar el mes de diciembre tachado, siguió preguntando lo mismo a cada rato: ¿Qué día es hoy? Cansada como nosotras de oír la eterna pregunta, doña Pepa propuso el recurso del pizarrón. No fue una mala idea. El pizarrón, en el caso de no servir de mucho, despertaba la memoria emotiva, los primeros años, las emociones del comienzo. Por eso, sin pensarlo demasiado compramos un sencillo pizarrón de color negro absoluto que fue colgado en una de las paredes del patio, justamente al costado de la enredadera. Y allí escribimos el día completo: Sábado 17. La abuela lo miró. Nosotras miramos a la abuela, tranquilizadas al ver la palabra “sábado” tan entera y tan poética. Era una inscripción gráfica y apaciguadora. La letra cursiva se dejaba llevar y ondulaba, iba hacia abajo o se columpiaba en medio de la negra inmensidad. Todo estuvo bien, los planetas giraron en sus órbitas y los músculos del cuerpo pudieron descansar. El mundo con sus tiempos se había vuelto a poner en orden. El blanco de la tiza resaltaba sobre el negro negrísimo del pizarrón recién comprado. Aquel momento fue el Paraíso para nosotras. La luz del sol cubrió el patio y contorneó aún más nítidamente los perfiles del día y la fecha presentes. La abuela, parada frente al pizarrón, parecía sonreír. Tenía en los ojos una tersura rara que hasta pudo hacernos ilusionar con una mejoría, con un atenuamiento de su locura. Luego el día o el tiempo, siguió pasando mientras mi abuela se acercaba más y más al pizarrón. En cierto momento estuvo tan cerca del pizarrón de espaldas a nosotras en el patio que me causó gracia, porque daba la impresión que la habíamos puesto en penitencia. El aliento y la respiración de mi abuela volatilizaron la tiza y con ella el número y la palabra “sábado”. Entonces la voz de mi abuela volvió a repetir otra vez: ¿Qué día es hoy? Y mi tía Margarita, al escuchar la voz y ver el pizarrón, se dio por no nacida. Y la idea del tiempo que arrasa con nuestra vida volvió a arrasarnos los pensamientos. Extenuadas, decidimos irnos a dormir cuanto antes.
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Irma Verolín (CABA, 1953). Ha publicado los libros de cuentos: “Hay una nena que gira”, “La escalera del patio gris”, “Una luz que encandila”, “Una foto de Einstein tocando el violín”, “Fervorosas historias de mujeres y hombres” y “Cuentos de mujeres leves” y las novelas: “El puño del tiempo”, “El camino de los viajeros” y “La mujer invisible”. Entre 1989 y 1999 varios títulos del género infanto-juvenil fueron editados por diferentes sellos del rubro. A partir de 2014 publicó en poesía: “De madrugada”, “Los días”, (Primer Premio Fundación Victoria Ocampo) y “Árbol de mis ancestros”. Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur, Primer Premio internacional Macedonio Fernández. Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Clarín, Fortabat, La Nación de Novela y Planeta de Argentina. Algunos de sus textos fueron traducidos al idioma inglés, alemán, italiano, ruso y portugués. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.