Frente al océano Atlántico está el cementerio español de Larache, donde yace un puñado de soldados como resultado de la guerra con Marruecos. Ahí también se encuentran los restos de dos excepcionales escritores: Juan Goytisolo y Jean Genet. En tumbas modestas, estofadas con yeso blanco y yerba agreste, aparecen las inscripciones de quienes decidieron vivir y ser sepultados en esa pequeña ciudad musulmana de muros blancos y costas solitarias, que miran hacia la Meca. Desde la fosa de Genet, puede verse el paisaje maravilloso de Larache, el castillo de San Antonio y la desembocadura del río Lucus.
Jean Genet, destinado al olvido, a la cárcel o a la insignificancia, pasó a la posteridad gracias a su enorme talento narrativo, visible en toda su obra, con la cual creó una perspectiva crítica del sistema social de su momento, aunque también se debió a la solidaridad de los artistas de su época. De hecho, de no ser por personalidades como Jean-Paul Sartre, Jean Cocteau, Pablo Picasso, el autor de Las criadas (1947) hubiera pasado el resto de su vida en la cárcel.
Sin embargo, este grupo solicitó una petición de indulto al presidente de la república francesa para evitar que Genet tuviera cadena perpetua, sentencia a la que había sido condenado, luego de sus diez ingresos previos al sistema penitenciario. En 1948, finalmente, conquistó su libertad a la edad de 38 años para nunca más volver a pisar una celda.
Su origen, de cierto modo, trazó su destino (1910-1986). Hijo de padre desconocido y madre prostituta, fue entregado a la asistencia pública y posteriormente adoptado por la familia Morvan hasta los 13 años, cuando pasó al internado de formación profesional. A partir de esa edad se convirtió en un fugitivo y vagabundo. Vivió en los arrabales de los barrios bajos de París, dotándolo de cierto aire de maleante que nunca perdería, ni siquiera al final de sus días, y que quedaría plasmado en su novela Diario de un ladrón (1949).
Asimismo, resulta inusual comprobar cómo contribuye la vida de un artista a su desacralización y a la configuración de su mitología. En Jean Genet puede observase su naturaleza creativa y la dureza a la que fue sometido. Desde temprana edad comenzó a robar y más tarde se hizo vagabundo, prostituto, falsificador, mendicante; además de desarrollar conductas obscenas. Sin embargo, la escritura le permitió acceder a otra forma de vida, así como a explicar su conducta de infancia y juventud, escribe en su novela-crónica-autobiografía Diario de Ladrón (1949): «Yo buscaba la redención, la luz, a través del crimen». Y continúa en Las criadas, luego de que estas han matado a la Señora: “Llevo el traje rojo de las criminales. ¿Le hago gracia al señor? ¿Le hago sonreír al señor? ¿Cree que estoy loca? (…). Ahora estoy sola. Espantosa. Podría hablarle con crueldad, pero quiero ser buena”.
Sin embargo y con el tiempo, la obra de Genet tomó un aspecto político y más sofisticado, a partir de obras como Cuatro horas en Chatila, que fue censurada debido a la férrea crítica que ejerció sobre la intromisión de Israel en Medio Oriente. Al final de su vida, incluso, obtuvo el Premio de Literatura Francesa (1984). Muy lejos quedó el primer Genet, ese que a los dieciséis años se fugó de casa y se alistó en la Legión Extranjera, de la que luego desertó para dedicarse a una vida de contrabando, robo y prostitución.
El hombre que prevaleció al final de su vida no fue el prostituto ni el joven homosexual que quería exponer su desfachatada vida, sino uno que tuvo oportunidad de madurar y trascender su propia historia para llevar su sensibilidad crítica a construir un testimonio político tan poderoso que, incluso en nuestros días, se sigue ocultando. La belleza con la que el autor reconstruye la matanza de los campamentos de refugiados palestinos de Sabrá y Chatila por la milicia libanesa toman una dimensión estética y política no repetida en el siglo XX, por ello mismo resulta vital leer Cuatro horas en Chatila.
La paradoja es que sus primeras letras las escribió dentro de la cárcel, esa experiencia, entre otras, le marcó de por vida, convirtiéndolo en un hombre experimentado por el dolor que convirtió en belleza a través de su obra, así encontramos El condenado a muerte (1942), que dedicó a un amigo condenado a la pena capital por homicidio. Nuestra Señora de las flores (1944) de faceta autobiográfica sobre su vida en Francia, hasta estos textos políticos que se agregan a su primera etapa de juventud, desatándolo también en este rubro de lo ensayístico, lo poético y novelístico.