Cómo hallé al superhombre
Por G. K. Chesterton
Los lectores de Bernard Shaw y de otros escritores de vanguardia tal vez estén interesados en saber que el Superhombre ha sido hallado. Yo lo encontré; vive en South Croydon. Mi éxito es un gran golpe para Shaw, que ha estado siguiendo una pista falsa y ahora busca a la criatura en Blackpool; y en cuanto a la idea del señor Wells de extraerlo del aire en su propio laboratorio, siempre creí que estaba condenada al fracaso. Le aseguro a Wells que el Superhombre de Croydon nació de la manera ordinaria, aunque él mismo, por supuesto, es cualquier cosa menos ordinario.
Sus padres, por cierto, no son indignos del maravilloso ser que han dado al mundo. El nombre de Lady Hypathia Smythe-Brown (ahora Lady Hypathia Hagg) nunca será olvidado en East End, donde ella hiciera tan espléndido trabajo social. Su grito de guerra: «¡Salven a los niños!», denunciaba la cruel negligencia que compromete la vista de los pequeños al permitirles usar juguetes de colores violentos. Ella citaba incontestables estadísticas que probaban que los niños a los que se les permitía mirar colores como violeta o bermellón a menudo sufrían de visión deficiente en su ancianidad; y fue debido a su incesante cruzada que la pestilencia de las herramientas Monkey-on-the-Stick fue casi eliminada de Hoxton.
La comprometida reformadora recorría las calles incansablemente, llevándose los juguetes de los chicos pobres, quienes a menudo recibían con lágrimas esta demostración de bondad. Sus buenas acciones fueron interrumpidas, en parte, por un nuevo interés en el credo de Zaratustra, y en parte por haber recibido un salvaje golpe dado con un paraguas. Éste le fue infligido por una vendedora de manzanas, una irlandesa libertina que, retornando de alguna orgía a su destartalado departamento, halló a Lady Hypatia en su dormitorio, llevándose cierto óleo que, por decir lo menos, realmente no era edificante.
Entonces esta celta ignorante y parcialmente intoxicada le propinó a la reformadora social un fuerte golpe, añadiendo al mismo una absurda acusación de robo. La mente exquisitamente balanceada de la dama recibió una conmoción, y fue durante el breve período que ésta la afligió que se casó con el señor Hagg.
Del doctor Hagg mismo creo que es innecesario hablar. Cualquiera mínimamente familiarizado con aquellos atrevidos experimentos en Eugenesia Neoindividualista que son hoy el interés exclusivo de la democracia inglesa debería conocer su nombre, así como a menudo encomendarlo a la protección personal de un Poder Impersonal. Temprano en su vida logró esa despiadada comprensión de la historia de las religiones que se obtiene trabajando desde la adolescencia como ingeniero eléctrico. Más tarde se convirtió en uno de nuestros mayores geólogos, y adquirió esa valiente y brillante visión en el futuro del socialismo que sólo la geología puede dar.
A primera vista parecería haber algo así como una desavenencia, una tenue pero perceptible fisura, entre sus ideas y las de su aristocrática esposa. Ella estaba a favor (para usar su propio y poderoso epigrama) de proteger a los pobres de sí mismos, mientras que él declaraba sin pena, usando una nueva y conmocionante metáfora, que los más débiles deben irse a pique. Eventualmente, de todos modos, la pareja percibió una comunión esencial en el carácter inconfundiblemente moderno de ambas visiones, y en esta luminosa y comprehensiva expresión sus almas hallaron paz. El resultado es que esta unión de los dos tipos más elevados de nuestra civilización, la dama elegante y el médico cualquier cosa menos vulgar, ha sido bendecida por el nacimiento del Superhombre, el ser que todos los trabajadores de Battersea esperan día y noche con impaciencia.
Hallé la casa del doctor y de Lady Hypatia Hagg sin demasiada dificultad; está situada en una de las últimas y ya raleadas calles de Croydon, a la vista de una línea de álamos. Llegué a su puerta hacia el crepúsculo, y parecía natural que mi extravagancia percibiera, en la oscuridad creciente, algo sombrío y monstruoso en las formas indistintas de aquella casa donde se albergaba una criatura más maravillosa que los hijos de los hombres. Cuando se me hizo pasar fui recibido con exquisita cortesía por Lady Hypatia y su esposo, pero encontré mucha mayor dificultad para poder ver al Superhombre, que ahora tiene alrededor de quince años y permanece en una habitación apartada. Incluso mi conversación con el padre y la madre no aclaró mucho el carácter de esa misteriosa criatura. Lady Hypatia, que tiene un rostro pálido y conmovido, y viste esos impalpables y patéticos grises y verdes con los que ella ha dado brillo a tantos hogares en Hoxton, no parecía hablar de su vástago ni con un poco de la crasa vanidad de una madre humana ordinaria. Me atreví a preguntar si el Superhombre era bello.
«Usted sabe, él se mide con su propia vara», respondió ella con un ligero suspiro. «En ese plano es más bello que Apolo. Visto desde nuestro plano inferior, por supuesto…» Y ella suspiró otra vez.
Tuve entonces un impulso reprobable, y pregunté de pronto: «¿Tiene cabello?»
Hubo un largo y dolorido silencio, y entonces el doctor Hagg dijo suavemente: «Todo en su plano es diferente; lo que él tiene no es… bueno, no, por supuesto, lo que llamaríamos cabello… pero…»
«¿No crees», dijo su esposa muy delicadamente, «no crees que realmente, a los fines de dirigirse al mero público, uno podría llamarlo cabello?»
«Tal vez tienes razón», dijo el doctor tras unos momentos de reflexión. «En relación a un cabello así uno debería hablar en parábolas».
«Bueno, qué diablos es esto», pregunté algo irritado. «Si no es cabello ¿qué es? ¿Son plumas?»
«No son plumas, tal como entendemos las plumas», respondió Hagg, con voz tremenda.
La irritación creció en mí. «¿Puedo verlo, en cualquier caso?», pregunté. «Soy un periodista, y no tengo ninguna motivación terrenal, salvo la curiosidad y la vanidad personal. Me gustaría decir que estreché la mano del Superhombre».
El ánimo de ambos estaba por los suelos; permanecían de pie, incómodos. «Bueno, por supuesto, usted sabe…», dijo Lady Hypatia, con esa tan encantadora sonrisa de las anfitrionas aristocráticas. «Usted sabe que él no podría estrecharle la mano… Manos no, usted sabe… La estructura, por supuesto…»
Rompiendo todas las convenciones sociales, me lancé hacia la puerta de la habitación en la que pensaba que estaba la criatura increíble. Irrumpí en ella; la habitación estaba oscura. De enfrente de mí llegó un pequeño y triste aullido, y de detrás de mí un doble chillido.
«¡Ya lo hizo!», sollozó el doctor Hagg, hundiendo la frente calva en sus manos. «¡Usted hizo que lo alcanzara una corriente de aire, y ahora está muerto!»
Al irme de Croydon esa noche vi hombres de negro llevando un ataúd que no era de forma humana. El viento ululaba sobre mí, agitando los álamos, que se inclinaban y cabeceaban como penachos de algún funeral cósmico.
«Verdaderamente», dijo el doctor Hagg, «es el universo entero llorando el que se malograra su más magnífico nacimiento».
Pero yo creí percibir un tono burlón en el agudo gemido del viento.
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Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), más conocido como G. K. Chesterton, fue un escritor inglés de aspecto rotundo, voz sonora y mente ágil, que es de los pocos intelectuales ingleses que ha habido. Polemista consumado y católico converso, Chesterton polemizó con casi todo el mundo en Inglaterra y a veces en Irlanda