Habito una pesadilla, en el mejor de los casos. He querido incluso creer que estoy en coma, ¿o muerto? A veces creo entrever mi casa y mi auto, al sol dorado del atardecer, incluso he creído escuchar la voz de Claudia, ¿Mateo? Luego esta nada: un retazo de pesadilla infantil. Conozco algunos escondites, huecos entre la roca volcánica y el romero que la abuela me enseñó a reconocer mientras comentaba lo que había leído en un pasquín de pseudo-ciencia de la época: “Dicen que para el año 2000 llegará el Anticristo, que habrá hambre y sólo él tendrá comida…” Mamá le decía que no me espantara; pero la televisión, encendida a todas horas, parecía respaldarla: en esta ciudad, se agotarían las reservas de agua en 2005; los más de veinte millones de habitantes que poblarían el D.F. padecerían hambre, pues ya consumía, para entonces, los recursos de toda la federación. Y yo era un niño impresionable incapaz de olvidar esas advertencias. Ahí empezó esta desgracia, supongo.
Ese 19 de septiembre de 2017 —me repito obsesivamente esa fecha—, me encontré con mis amigos en un bar de Insurgentes, antes de la presentación de mi libro: cacahuates y frituras de harina acompañaron los primeros tragos. El editor se sentía confiado en el éxito de la presentación: aprovecharíamos el aniversario del terremoto que 32 años antes parecía cumplir los vaticinios que conformaban mi investigación sobre el desastre en la cultura pop de los años ochenta. Mi mejor amigo, mi profesor de Comunicación y uno de mis presentadores de esa tarde, llevó la charla hacia sus recuerdos de aquel día de 1985. Él tenía muchos de los materiales que consulté: periódicos amarillistas y sensacionalistas, revistas pretendidamente científicas. Otro de los presentadores trabajaba en la Hemeroteca donde consulté otros cientos de documentos, Leopoldo, añadió el recuerdo del niño que fue imagen de una campaña de ahorro de agua, y dio paso al apodo de “Ciérrale” para los niños obesos de entonces, con lo que se olvidó por completo el propósito persuasivo de preservación del vital líquido.
Bebía un trago de whiskey cuando casi se me cae encima a causa del movimiento telúrico. Una nube de polvo anunció el derrumbe. Y luego la negrura. Desperté a cielo abierto, creí que lo que veía sobre mí era el techo sucio del bar. Pero mis amigos no estaban ahí, el viento frío hería mi piel al colarse por el costado de mi camisa desgarrada. Me enderecé: estaba a la intemperie y no había nadie alrededor. Ni nada. Sólo la ciudad en ruinas, al menos esa parte de Insurgentes. Ardía respirar y una nata marrón, humo solidificado, bordeaba el horizonte. Un dolor desde la sien hasta el estómago me hizo vomitar, pero al menos no estaba herido. Poco a poco me convencí de que estaba consciente y miré de nuevo. Vagamente, reconocí la arquitectura: el esqueleto resquebrajado del World Trade Center; su desplomado remate circular de ovni o de biberón conservaba algunas letras gigantescas:
H L E M ´ X
Los derrumbes más aparatosos se ubicaban en zonas que yo terminé por establecer en mi memoria: los edificios aniquilados por el terremoto del ’85.
Me arrinconé, aterrorizado, en el muro de lo que quedaba del antiguo Sanborns, no el remodelado, donde me había reunido con mis amigos. Estaba alucinando. Tal vez habían sido demasiados datos, fotografías, informes, visiones futuristas de tres décadas atrás. No había una sola persona o un auto en circulación. Vi unos ojos asomarse por la alcantarilla: una anciana. Me asomé al drenaje seco la otra ciudad de túneles. Le grité a dónde iba. Le ofrecí unas monedas que traía en el bolsillo. No pudo resistirse y volvió por la escalerilla. Me arrebató las monedas y contestó que a las oficinas centrales del PRI. “¿El PRI existe?” Ella dijo: “Lleva 88 años en el poder. Nos guía hacia arriba y adelante, administrando la abundancia”. Casi esperaba el grito de “¡Comida!”, que presidió a la aparición de una pequeña horda de niños que se precipitó hacia la alcantarilla. Arrojé rocas de cascajo, puse la tapa y eché a correr.
No me detuve hasta que me dolió el pecho y mi respiración agitada me obligó a descartar la posibilidad de que estuviera soñando. Hallé a los primeros peregrinos que se dirigían a Reforma. Tenían un propósito místico y eso les restaba peligrosidad. Pude entender algunas ideas sueltas: los estados del norte se habían anexado a Estados Unidos; los del sur se encontraban en guerra por el narcotráfico y la guerrilla. Mi presente había desaparecido, la ciudad había sucumbido a todos los males que se avecinaban veinte años atrás. La pesadilla de Malthus se había vuelto realidad: la hambruna y la explosión demográfica habían rebasado la renovación de los recursos.
Los sobrevivientes se convirtieron en asesinos en potencia; el saqueo no frenaba aunque ya no quedaba nada de los almacenes, como lo comprobé cuando nos abalanzábamos alguno. Seguí por días los cantos, absurdas combinaciones de canciones que ya había olvidado. “La Guadalupana bajó al Tepeyac” y “A ver qué vendrá partiendo a los hombres su paz”. Hasta que llegó la redada: una horda de policías de mutaciones horrendas. “¡Entréguense!”, “La marca es su salvación”, vociferaban los altavoces de algunos líderes. Golpeaban a los que podían y se llevaban a otros, pero eran tantos que la peregrinación apenas se enteraba. El camellón aún permanecía como entonces, un macetero gigante, algunos iban horadando la tierra seca, buscando inútilmente una inexistente fila de hormigas o una araña. Evidentemente nos dirigíamos a la Basílica. Sobrevolaban el cielo unas naves relucientes, una de ellas arrojó sobre los peregrinos arremolinados restos de comida: basura, en realidad, envases de plástico y unicel con sobras que los peregrinos lamían con avidez
La cercanía de esas naves dejaba ver su procedencia: USA Army. Entendí que su ciencia ficción se había cumplido: los norteamericanos sí andaban con túnicas metálicas y se desplazaban por la estratósfera de un país a otro en minutos. La bondad de algunos consistía en alimentar nuestro futuro absurdo y lleno de supersticiones. Irrigaron agua maloliente —supongo que estancada— sobre nuestras cabezas, pero al menos era agua: no teníamos que refugiarnos como cuando llovía esa especie de jugo de tomate rancio. Los Peregrinos creían que aquello era un milagro, una respuesta a su arduo recorrido.
Por inercia, para sentirme un poco seguro entre la multitud, tratando de comprender esa situación, continué. Llegamos a la Basílica: totalmente saqueada, cubierta de huesos y basura. Evidentemente, la imagen ya no estaba, en su lugar, una virgen grafiteada y deforme parecía ignorar la presencia de los Peregrinos. Salí de inmediato. Escuché, a lo lejos, entre la bruma y los escombros que resonaban a su paso, La Bestia, el Maligno, según aquella versión ilustrada de la Biblia que servía para aterrorizar a los niños del catecismo que en los ochenta aún desconocían el significado de “ramera”, la figura que parecía guiarlo. Una mujer embarazada, la única que había visto hasta entonces, vestida ridículamente como la Virgen de Guadalupe, se hallaba resguardada por el ejército que combatía a la horda que acompañaba a la Bestia. Antes de correr en dirección contraria a la trifulca, alcancé a ver cómo la alcanzaban y desaparecía entre los famélicos que llevaban una serpiente en el pecho.
No tenía ningún otro lugar a donde ir. Seguí la ruta de Insurgentes hacia el sur, a mi casa. Los chilangos que alcancé a ver, marcados con el signo de la Bestia en el pecho, comían una especie de barra ennegrecida, crujiente, mientras reían con sus dientes podridos. Logré arrebatarle una a una mujer, después de luchar con ella hasta desmayarla: lo que imaginé que era una palanqueta de cacahuate o amaranto, era una barra comprimida de insectos, principalmente cucarachas. La arrojé lejos de mí y me solté a llorar: también ese presagio se había vuelto realidad.
Llegué a los terrenos donde no alcanzó a construirse el edificio futurista donde hubiera estado mi hogar. Sé que hay un sistema de pozos que no están totalmente contaminados pues no están conectados al sistema que, se dijo siempre, terminaría por agotarse. La bestia se ve a lo lejos, la ramera también. Les llamábamos Popocatépetl e Iztaccíhuatl. Cada aberración responde a lo que imaginó la década más decadente. Espero otro temblor, como decía la canción de aquella época, que me devuelva a otro desastre posterior a 2017, pero en el que pueda reconocer algo mío, de mi presente equívoco que se abrió paso contra los presagios de mi infancia. Sobrevivo, incapaz de despertar, culpando, a mí y a todo mi pasado de país tercermundista, por haber construido esta basura de Apocalipsis.
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Adriana Azucena Rodríguez es doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Profesora-investigadora en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), en el área de Creación Literaria, y de asignatura en la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM), en Teoría literaria. Autora de los libros Las teorías literarias y el análisis de textos (UNAM, 2016) y Coincidencias para una historia de la narrativa escrita por mujeres (UNACH, 2015). Y de cuento: La verdad sobre mis amigos imaginarios (Terracota, 2008), Postales. Mini-hiper-ficciones (Fósforo, 2013), La sal de los días (BUAP, 2017) y El infierno de los amantes (UACM, 2017).